Entre la humareda negra con olor a plomo y el caos en Berlín, y una ciudad devastada por la guerra, se abría paso desde lo alto del edificio Reichstang en mayo de 1945 la bandera de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Sobre la urbe doblegada ondeaba el estandarte de la hoz y el martillo, como símbolo inobjetable de la derrota de la Alemania Nazi frente al empuje del Ejército Rojo.
La imagen es un ícono irrebatible de la victoria en la Gran Guerra Patria que salvó al mundo del holocausto y las ansias de poder atroz lideradas por Adolf Hitler. Dos soldados soviéticos izaron la banderola desafiando hasta la gravedad, e inmortalizando una de las escenas más encumbradas de la historia moderna.
Pero el suceso también marcó, en parte, la escritura visual fidedigna de los acontecimientos finales de la Segunda Guerra Mundial, un período en el que perecieron más de 27 millones de personas a lo largo del entonces territorio soviético.
En Berlín, durante la primavera de mayo de 1945, el Ejército Rojo salvó a la humanidad de esa onda expansiva hitleriana que llevaba el sello horrendo de la muerte y la superioridad de raza. Lo cortaron de raíz en el mismo epicentro de poder y fortín nazi. Ese mérito nunca se lo podrán quitar a la URSS, por mucho que algunos malintencionados se empeñen en torcer los hilos de la historia.
Cuando conocemos esta realidad, admitida por adeptos e, incluso, por aquellos detractores de la URSS, suenan muy absurdas las publicaciones recientes hechas por el mandatario estadounidense Donald Trump, quien aludía: «Ganamos ambas guerras (refiriéndose también a la Primera Guerra Mundial), nadie se nos acercaba en fuerza, valentía o brillantez militar (…)».
Una vez más el magnate-presidente cruza la línea del patético «show» y obvia los acontecimientos, ¿a conveniencia?, de los desenlaces bélicos vividos por su país en el pasado siglo.
Ahora pretende ir un paso más allá, tal vez, para emular o no ser menos que quien celebra con razón y orgullo el triunfo de mayo de 1945: Rusia. Resulta que Trump quiere declarar el día 8 de mayo para Estados Unidos como el «Día de la Victoria de la Segunda Guerra Mundial».
Lo llamativo del caso es que, si bien la jornada del día 8 marcó el cierre de la guerra contra las fuerzas nazi en Europa, las batallas siguieron en la zona del Pacífico durante tres meses más, lo que culminó con el terrible bombardeo atómico por parte de Estados Unidos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
Resultaría hasta irrisorio si no fueran tan serias las motivaciones de Trump, aparentemente venidas de una cabeza «trastornada», por desconocer la línea del tiempo real de los hechos.
Pero ni la mente del actual mandatario norteño es tan desquiciada como algunos piensan, ni sus recientes declaraciones caen en paracaídas por primera vez. En la historia estadounidense sobran las muestras de quienes han tergiversado los acontecimientos o solo hablan de las conveniencias. Preguntémonos, por ejemplo, ¿por qué callan tanto o casi borran de su historia la incursión norteamericana en el heroico suelo vietnamita?
Incluso, desde el sesgado cine hollywoodense ha intentado desvirtuar desenlace como el de la Segunda Guerra Mundial para resaltar como único ganador, imbatible y salvador de la humanidad, a sus «superhéroes».
Por suerte, hasta el día de hoy, todavía existen imágenes que hablan por sí solas a 80 años de aquella gesta, y muestran verdades inobjetables de tiempos donde, ni la inteligencia artificial ni las nuevas tecnologías, podían suplantar con tanta facilidad las secuencias históricas.
La certeza, ocho décadas después, sigue estando en esa fotografía icónica, cuando soldados del Ejército Rojo izaron la bandera en señal de victoria entre el humo negro que habitaba en Berlín. Un triunfo que hoy Rusia celebra orgullosa y la mayoría del mundo agradece.