POCAS cosas le han dolido más a Maydelin que tener que llevar el cadáver de su padre hasta el cementerio en un camión. Al sufrimiento de la pérdida tuvo que sumarle la agonía de las últimas horas, la demora del carro, el traslado en un transporte no acondicionado para ello por una carretera llena de baches y, por si fuera poco, el mal estado del ataúd.
La calidad de los servicios necrológicos siempre ha sido un tema álgido, tratado con mucho cuidado, por la sensibilidad que encierra. Sin embargo, las quejas llueven, y cada una tiene detrás una madre, un padre, hijos, esposos, amigos y familiares: personas que sufren por no poder garantizar un velorio y un sepelio digno a su ser querido.
La crisis económica no ha dejado de afectar uno solo de los sectores de bienes y servicios cubanos, pero algunos debían mirarse con lupa para buscar y encontrar soluciones que ayuden a minimizar ese impacto, y este es uno de ellos.
Es cierto que las alternativas adoptadas en tiempos de la COVID-19, como la de emplear carros de empresas y entidades para cubrir los entierros, resuelve una parte del problema, y ahí están ejemplos loables como los de Etecsa y Tabacuba, que se mantienen prestando el servicio hasta hoy, incluso con autos puestos a disposición de Comunales los siete días de la semana. Mas, el problema no persiste solo en la transportación. Ese es, acaso, la punta del iceberg.
Las dificultades se hacen visiblemente mayores cuando el ataúd llega mal confeccionado, con las tablas descubiertas, con pocos clavos que se emplean por fuera, mal forrado, sin cristal… No hay bloqueo que incida en ello; no hay nada que impida clavar las tablas unidas, sin puntas que rompan la tela y la piel.
No son pocos los casos en los que los familiares se han dañado las manos cargando el féretro o se han visto obligados a «carpintear» el sarcófago para evitar la caída del fallecido. Otras familias deciden colocar debajo una sábana blanca que cubra la negritud de la madera, ante la ausencia del forro tradicional. El asunto es que hace mucho tiempo no tienen los ataúdes la calidad indispensable para hacer un entierro decoroso.
Pocas cosas son más dolorosas que despedir a un padre, a una madre, al abuelo que fue el eje de la familia con sus enseñanzas y consejos; peor aún es si se trata de un hijo. Pero la muerte no sabe de edades; ni de clases o dineros: la muerte llega y nos interrumpe la vida, la tranquilidad, el sosiego, y, sobre todo, la alegría.
Interrumpe la fiesta que es estar vivos, querer a los demás y que te quieran. En ese momento solo está el consuelo de haber sido buenos y otorgar una ceremonia de despedida digna. No hay otra palabra para ello. Digna, como mismo debe ser la vida. El ser humano necesita una muerte y un entierro dignos, quizá más por los que siguen vivos que por el propio muerto.
No hay conciencia tranquila si solo se encontraron flores mustias y la tabla del ataúd era insegura. No hay espacio para llorar si se comparte la capilla con otro velorio, con personas ajenas, desconocidas, que solo saben, quizá, de su propio dolor.
Ello ha ocurrido recientemente en Pinar del Río, a pesar de que el inmueble ha sido restaurado en varias ocasiones. En medio de los calores agonizantes de estos días, no son suficientes los ventiladores ni alcanzan los que se colocan a disposición de las familias.
Bien vale la pena articular fuerzas para que los servicios necrológicos tengan una mejor calidad, y el momento triste de la partida no tenga otros añadidos que empeoren la situación. Lo mínimo que se puede garantizar a quien llora a un ser querido es confort, tranquilidad y acompañamiento desde las instituciones pertinentes.