Cuatro y cincuenta de la tarde. Faltaba apenas diez minutos para cerrar y ni una sola venta en toda la jornada.
El hombre miró tristemente los estantes repletos de mercancía. El comercio estaba en franca quiebra. Atrás habían quedado los tiempos en que cientos de niños balbuceaban las primeras frases en su tienda, prestigiosos oradores acudían al sitio, jóvenes enamorados…
—«Por favor, me da un kilo de metáforas».
Se volvió sorprendido. Al otro lado del mostrador un precioso rostro acababa de romper la oscura cadena de ideas. Apartó los negros eslabones diseminados por el suelo y entregó el pedido a la compradora. De paso le obsequió dos bellos adjetivos adquiridos en el último envío de la musa.
La sonrisa de la muchacha estimuló su carácter generoso. Se disponía a regalarle una de las frases verbales más caras que tenía, cuando desde la acera de enfrente voló un adverbio de cantidad y se interpuso entre ellos.
La cara del poeta se encendió de justa cólera.
Hacía varios meses que habían construido aquel estridente mercado cuya oferta era la vergüenza de la lengua. Bajo un gigantesco lumínico, plagado de faltas de ortografía, realizaban venta a dos manos de signos de puntuación, participios y verbos irregulares carentes de indicaciones para su utilización. De ahí que proliferaran los discursos y mítines saturados de errores gramaticales.
Paralelo a eso, el inescrupuloso dueño mantenía un comercio clandestino de malas palabras, que no respetaba la prohibición de venta a menores de 18 años, y había iniciado recientemente un contrabando de vocablos extranjeros, fuente segura de moneda libremente convertible. Los galicismos y anglicismos tenían gran demanda entre los seudointelectuales.
A esta crítica situación se agregaban ahora las provocaciones. El poeta no pudo contenerse, agarró un manual de sintaxis española y lo lanzó con fuerza hacia el odioso inmueble. El impacto provocó una explosión comparable a la de una carga de 500 kilogramos de TNT.
El espectáculo era desolador. La calle se había convertido en un inmenso caos de palabras mutiladas: diptongos quebrados, consonantes semivocálicas, semiconsonantes vocálicas, semivocales consonánticas…
Ayudado por la muchacha, el poeta agrupó todas las letras, y para garantizar su conservación, las fue ubicando dentro de un álbum sin un aparente orden lógico. De forma inconsciente, estaban dando paso en la comunicación humana, que, entre otras cosas, les garantizaba una estabilidad económica. En aquel cuaderno de apariencia intrascendente quedaban sentadas las bases de un nuevo idioma: el Esperanto.
Carlos Fundora (Fundora)
La Leña del Humor de Santa Clara.
dedeté 1987