Debemos repetirlo hoy, aunque muchos sigan cayendo en el error: no se llamaba Carlos Juan, sino Juan Carlos. Pero él, ya bien maduro, quiso firmarse Carlos J, para diferenciarse de su hijo, Carlos Eduardo, quien también era médico.
Por eso es muy correcto decir Carlos J. Finlay Barrés, el nombre con el que aquel buen cazador de mosquitos, nacido el 3 de diciembre de 1833 y con estudios en el Jefferson Medical College de Filadelfia, pasó a la posteridad.
«Si no queremos decirle Juan Carlos, digámosle Carlos J., pero no innovemos en nombre ajeno. El zumbido de una J mal leída puede provocar elevadas calenturas», advertía al respecto, hace 12 años, el periodista camagüeyano Enrique Milanés León.
A Finlay incontables veces lo creyeron chiflado, porque él, contra creencias supuestamente científicas, ya había señalado que la fiebre amarilla era propagada por un agente intermediario, no por el contacto personal, no por las ropas o por abrazos mal dados.
Al final, el ilustre hijo de Camagüey, descendiente de escoceses y franceses, hizo público el 14 de agosto de 1881 que ese agente era la hembra del hoy conocido Aedes aegypti y eso levantó ronchas, originó incredulidades, provocó que algunos cerraran los ojos y hasta lo calumniaran.
Ay, Finlay, cuántos deben haberte ofrecido disculpas después de haberte ido de este mundo, en agosto de 1915.
Cuántos se habrán rasgado las vestiduras al darse cuenta de que el insigne médico y epidemiólogo, merecía el Premio Nobel, que nunca le dieron pese a siete candidaturas.
Pero los que más deben pedir que los perdonen fueron aquellos que, intencionalmente o no, intentaron traspasar aquel descubrimiento al médico estadounidense Walter Reed (1851-1902), quien no hizo otra cosa que corroborar 19 años después del lanzamiento de la teoría del agente transmisor que el cubano tenía toda la razón. Incluso, fue en Cuba, como miembro del ejército interventor de Estados Unidos, que Reed corroboró «la verdad del mosquito».
Por fortuna, Carlos J., el tiempo se va encargando de situar a cada quien en su lugar y a ti llegaron a reconocerte como el verdadero descubridor del origen de la fiebre amarilla en 1935 y 1954, en congresos internacionales celebrados en Madrid y Roma, respectivamente.
Lástima que no fue cuando estabas vivo. Lástima que muchos no sepan que fuiste ajedrecista, oftalmólogo, investigador sobre el cólera, estudioso del tétano infantil y mucho más.
Hoy, cuando se sabe que el mosquito transmite otras enfermedades tremendas, solo queda seguir tus consejos: combatir el vector, aislar los enfermos, realizar el saneamiento verdadero. Queda seguir estudiándote y tratando de poner tu nombre, el verdadero, Carlos J., en lo más alto de la historia de la ciencia cubana y mundial, que es allí donde lo merece.