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Emilio Ballagas, siete décadas después

Fue profesor de literatura, crítico, poeta, conferencista, traductor, y divulgador de la poesía afroamericana, de la creación lírica en Norteamérica y de la obra de sus contemporáneos. A siete décadas de su tránsito, su obra reclama no una, sino múltiples lecturas, intelectuales pero también sensuales y cómplices

Autor:

Roberto Méndez Martínez

«Soy un instrumento, soy caña hueca, que apenas dispone de unos cuantos agujeros para graduar el hálito universal». Así escribía de sí mismo el poeta Emilio Ballagas Cubeñas (Camagüey, 1908-La Habana, 1954). Figura singular de la vanguardia poética cubana, su escritura está cruzada por los más variados ismos de su tiempo.

Su cuaderno inicial, Júbilo y fuga (1931), tiene la impronta de la llamada poesía pura, en deuda especialmente con su coterráneo Mariano Brull, mientras que en su Cuaderno de poesía negra (1934) capta con musicalidad y elegancia algunas aristas de la cultura afrocubana, sin quedarse en el puro detalle folclórico, como demuestra la poderosa Elegía de María Belén Chacón. En 1939 dio a la luz Sabor eterno, que contiene dos de las elegías más relevantes de la poesía cubana de su siglo: Elegía sin nombre y Nocturno y elegía.

Autor de amplio registro, fue capaz de cantar en un cuaderno de sabor popular: Nuestra Señora del Mar (1943) su devoción a la Virgen de la Caridad con décimas, sonetos y liras que demostraban un ansia de perfección neoclásica. Su legado cierra con Cielo en rehenes, volumen de sonetos que obtiene el Premio Nacional de Poesía en 1951 pero solo se publica después de su muerte. En ellos va desde la perfección descriptiva de Soneto marino y Fuente colonial, hasta la voz penitencial de Invitación a la muerte y Soneto agonizante. Es difícil hallar un tema o registro que sus versos no tocaran con acierto.

Su quehacer intelectual no se limitó a la escritura. Fue profesor de literatura y gramática en la Escuela Normal para Maestros de Santa Clara y en el Instituto de Segunda Enseñanza de Marianao. Le quedó tiempo para ser conferencista y ocuparse de la educación popular a través de la radio; fue difusor del sistema Braille para la alfabetización de los no videntes. Tradujo del francés, con particular tino, a Ronsard y del inglés a Gerard Manley Hopkins y a Thomas Merton. Forjó uno de los más notables ensayos sobre ballet escritos en Cuba: Sergio Lifar, el hombre del espacio.

Fue crítico y divulgador de la poesía afroamericana, de la creación lírica en Norteamérica y de la obra de sus contemporáneos: Dulce María Loynaz, Regino Pedroso, Gastón Baquero. Asimismo, pudo dedicar a los niños versos de apreciable dignidad literaria. En él se resume, como en pocos, el espíritu inquieto de nuestra vanguardia artística.

Algunos se han atrevido a reprocharle la cercanía de algunos de sus versos a otros autores: Federico García Lorca, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda. Lezama Lima en un texto desafortunado lo llamó «poeta homogéneo y sin voz propia» y le reprochó «el atolondramiento por incorporar a su obra las realizaciones técnicas y formales de otros poetas». En realidad, el camagüeyano, sensible y desprejuiciado, gustó de cultivar una voz múltiple, integradora de lo que consideraba las principales conquistas de la lírica nueva, sin sacrificar por ello la añeja gracia del venero popular del que nunca se apartó.

Hoy podemos descubrir en sus juegos intertextuales, en sus pastiches y homenajes, un anuncio de la actitud posmoderna del intelectual, para quien la originalidad es mucho menos importante que el paladeo del sabor eterno de la poesía.

Tras su fallecimiento en 1954, su obra poética sufrió interpretaciones contrapuestas. Cintio Vitier, en La poesía de Emilio Ballagas, hizo énfasis en la orientación católica de los últimos años del escritor como asidero frente a sus angustias existenciales, mientras que Virgilio Piñera, en Ballagas en persona, insistió en la pulsión homoerótica que animaba esa escritura y que reclamaba leer fuera de todo condicionamiento religioso.

De manera mucho más integradora el crítico y ensayista Enrique Saínz ha escrito sobre Ballagas recientemente:

«Vida y poesía se fusionan en él en condición de poeta genuino, hombre que nunca hizo distinción entre el Bien y la Belleza, entre la creación y el Creador; lo temporal y lo eterno. Llegó a la religiosidad más profunda y a la entrega a la fe desde la conciencia de pecado, después de haber entrado en el reino de la desarmonía. Su homoerotismo, fuerza dinamizante de su escritura a lo largo de los años, incluso en la etapa final de su obra, se transforma, en su cosmovisión, en anhelo de entrega a Dios, como en los místicos».

A siete décadas de su tránsito, su obra reclama no una, sino múltiples lecturas, intelectuales pero también sensuales y cómplices, como reclamaba ese Emilio que alguna vez pudo enunciar su extrema utopía: «espero el advenimiento no de un reparto de tierra sino de un reparto de cielos. Ese día, cada hombre dentro de su porción viva de atmósfera podrá, hermoso de justicia, alzar la cabeza digna y encararse con las estrellas».

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