Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Entre minicuentos y reflexiones

Autor:

Eliseo Diego

Del viejecito negro de los velorios

Es el viejecito negro de los velorios, el que se sienta a un rincón, el paraguas enorme entre las piernas, el sombrero hongo sobre el puño del paraguas, la cara tan compuesta y melancólica que es la imagen de la oficial tristeza; a quien nadie pregunta con quién ha venido, porque se supone siempre que es el amigo del otro, y porque armoniza tan bien con el dolor de la casa aquella su antigua y espléndida tristeza.

Y si le dan café, lo toma suspirando pesaroso, como dolido de que el muerto no participe también del piscolabis. Y si no le dan, se está callado y tranquilo entre las coronas, hecho un cirio de repuesto.

Y cuando desaguazan la noche de entre el aire, quedando apenas sus últimos posos, y echan en su sitio las primeras cenizas del alba, el viejecito se escurre entre los asistentes, sube, a la puerta, el cuello de su saco, se pierde luego al cabo de la calle, sepultado bajo los copos cenicientos de la madrugada.

Y nadie lo recuerda luego, al viejecito invisible de los velorios.

En todos ha estado, vestido de distintas trazas, desde el principio del mundo. Y en todos estará, hasta que le toque velar la tierra calva, muerta de su vejez y de la enfermedad de sus grandes huesos.

De Jacques

Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo corta con dificultad. En el extremo silencioso se le escucha rasgarlo. Jacques, el corsario, está a la proa. Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas. Jacques quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se encora como si encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alcanza el barco chorreando. Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables. «¿Este?». «Sí, ese» —dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina llovizna de afuera cubre de densas manchas húmedas. El agua chorrea en la vidriera, y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío con su helado silencio.

De La Torre

El cazador, echado en el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león enorme. Irritado comprueba en el sueño que su bestia apenas tiene forma. En un esfuerzo que estremece su cuerpo logra diferenciarle las pupilas, las cerdas de la melena, el color de la piel, las garras. De pronto despierta aterrado al sentir un peso fatal en el cráneo. El león le clava los colmillos en la garganta y comienza a devorarlo.

El león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador que se acerca. Su rabia le hace aguardarlo sin moverse, esperar a distinguirlo enteramente antes de lanzarse a destruirlo. Cuando por fin separa las venas tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. Las manos llevan una fuerte lanza que le clavan en la garganta rayéndola. El cazador lo desuella, echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña un león enorme.

Los huesos van cubriendo todo el valle, ascienden por la noche en una alta torre que no cesa de crecer nunca.

Sobre si es bueno soñar despierto

Un científico debe ser, quién lo duda, un hombre muy serio que a solas se desvela en su laboratorio o inclinado, quizá, sobre un simple papel donde traza raras combinaciones de números y letras que luego se convierten en cosas bien concretas.

No importa cómo nos lo representemos, el científico es alguien atento a los hechos, a las transformaciones de la realidad en sus distintos aspectos –galaxias y átomos y criaturas vivientes.

¿Cuál será, entonces, la capacidad o habilidad fundamental para ser un hombre de ciencia? Yo, que no lo soy, escogería la del razonamiento claro y preciso.

Pero… Cuando se le hizo esta pregunta a un científico de veras, el ruso Alexander Nicolaievich Nesmeianov, uno de los grandes maestros de la química orgánica, respondió, para sorpresa de todos: «la capacidad de soñar».

Vamos a pensarlo bien. ¿De qué sirve conocer las leyes de la mecánica, por ejemplo, si no somos capaces de ordenarlas de tal modo que descubrimos, de pronto, una posibilidad de aplicarlas no prevista antes?

Alguien leyó de niño el cuento de la alfombra voladora, y su imaginación se echó a volar con ella. Andando el tiempo, creó la alfombra voladora mecánica que llamamos avión. Lo creó porque lo había imaginado –porque lo soñó despierto, que es lo mismo.

Está claro, por tanto, que es nuestro deber despertar y estimular la imaginación, comenzando por los niños. El arte, estímulo mejor —y dentro del arte, la literatura—, no es un lujo, sino algo necesario y útil porque sus resultados se vuelven incalculables, y van aún más allá del campo de las ciencias.

«Solo son fecundos los pueblos imaginativos», dijo una vez José Martí, con la autoridad que le da el haber imaginado, nada menos, la victoriosa guerra del 95. Porque la soñó despierto pudo luego hacerla realidad. ¡Y aquí estamos!

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