Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Se permuta

El cuento que ofrecemos a los lectores pertenece al libro La comarca  de la abuela Chicha, ganador del premio La Edad de Oro 2013 y en proceso de edición por la editorial Gente Nueva

Autor:

Eldys Baratute Benavides

Eldys Baratute Benavides. (Guantánamo, 1983). Narrador. Ha sido antologado muchas veces y ha obtenido premios como La Rosa Blanca y Calendario en 2006 y La Edad de Oro en 2013.

 

A mi tía Rebeca


La mamá de Rebeca es una experta en mudanzas. Desde que su esposo se marchó siempre encuentra un motivo para cambiar de casa y arrastra a su hija. La mayor preocupación de la niña es que con cada cambio deja atrás los recuerdos, los rincones en donde se sentó alguna vez con sus muñecas, o las arañas que, desde el techo, la enseñaron a tejerse un gorro para el frío. Rebeca vive para la nostalgia por culpa de esa manía de cambiar de lugar como si fuera una gitana.

Primero fue la casa en el campo, grande, espaciosa, llena de columnas y una enredadera de piscuala retozona. Allí nació, rodeada de tomeguines que la arrullaban al dormir. Todo eso se fue cuando a su madre le dio por permutar por un apartamento en la ciudad. Debían irse para que su hija tuviera una escuela decente, unos amigos decentes, ropa y zapatos decentes. Como el padre no estaba de acuerdo, decentemente, se marchó a otra casa en el campo, con enredaderas de piscuala, columnas, amplios salones y tomeguines.

Del primer apartamento en la ciudad la niña recuerda los cuadros, los jarrones, las mesitas y todo lo demás muy apretado, unos encima de otros. En vez de una casa aquello parecía una caja de fósforos. Por suerte, tiempo después, ya no le importaba encontrar sobre el armario los juguetes, los zapatos, la tabla de planchar, los libros de la escuela y el cesto de la ropa sucia; en la cocina la lavadora, un balance y la caja con la comida del mes. A pesar de vivir tan apretadas, sentía su cuarto enorme. Acostada bocarriba, apagaba la luz para mirar las estrellas de colores que brillaban pegadas al techo. Era un techo como ningún otro, dividido en cuadritos y en cada uno de ellos la niña había pegado una estrella, una estrella que brillaba, como si la noche misma se hubiese colado allí dentro. Entonces se sentía la persona más feliz del mundo y se olvidaba de la ropa detrás de la puerta, y el canapé pegado a la mesa de noche.

Un año más tarde a su mamá le asignaron un auto en el trabajo nuevo y necesitó un garaje, en una planta baja. Cuando a Rebeca le dieron la noticia sintió encoger su corazón, como si le hubiesen arrancado un pedazo. Quiso protestar, berrear, gritar, no estaba de acuerdo, no quería carro si para eso debía dejar su cuarto con noche estrellada, pero fue en vano. A los pocos días estaban en una casa más grande, con garaje, portal, un jardín y un techo tan común como todos, de los que no te permiten pegar estrellas.

De su nuevo hogar prefería el jardín. Nunca antes había visto tantas margaritas juntas. En libros de botánica buscó los cuidados que necesitan esas flores y pasaba el día atendiéndolas, como si no existiese otra cosa en el mundo. A veces faltaba a la escuela para quedarse mirando cómo crecían, milímetro a milímetro, tan discretamente que nadie podía distinguirlo, excepto ella.

Su actitud les molestaba solamente a las amigas de su mamá. Llegaban con sus carros, sus collares, sus pulseras, sus abanicos y se iban a sentar en el patio, a beber cocteles y a reír, mientras repetían una y otra vez:

—Querida, tu hija será jardinera. De eso no nos queda la menor duda. No es posible que alguien se pase tanto tiempo entre flores y matojos.

La madre, molesta, les respondía que ¡no!, su hija sería abogada y tendría un carro y collares y pulseras y abanicos y amigas para reírse mientras tomaban cocteles.

Rebeca no sabe si fue porque de verdad no quería que terminase siendo jardinera o porque con las lluvias de diciembre todo empezó a inundarse, que tiempo después se mudaron de nuevo. A un barrio más decente, más cercano a sus amigas, con menos filtraciones.

«Y con menos margaritas», pensó mientras el corazón se le encogía de nuevo, como si se lo estuvieran apretando.

Después de ese barrio vinieron otros y otros y otros y otros. En todos, la niña dejaba un recuerdo imprescindible para su vida: un viejo baúl lleno de ropas usadas, un patio con matas de ciruelas, en la más grande el ruido de las tejas al caer la lluvia, en la más estrecha los colores disparatados de los mosaicos del piso. En todas encontró un motivo para quedarse, para ser feliz. Cada vez que dejaba una casa, el corazón se le apretaba más y más, al punto que muchas noches despertaba con falta de aire, como si fuera a bombear toda la sangre del cuerpo. Una de esas noches tuvieron que ponerle respiración artificial y llevársela para el Cuerpo de Guardia, porque mientras su madre daba gritos ella se iba poniendo azul.

Los médicos no entendían; después de muchos chequeos descubrieron que de su corazón solo quedaba un pedazo muy pequeño, tan pequeño que casi no le alcanzaba para vivir. Como no sabían qué hacer, la dejaron en el hospital para estudiarla.

Más de un mes estuvo entre tabletas, análisis e inyecciones. Lo mejor de esos días fue que hizo un amigo, su primer amigo. Se llamaba Pablo y tenía una enfermedad en la sangre. Como estaban en camas cercanas conversaron mucho.

Él había pasado parte de su vida en los hospitales y cuando no lo estaban examinando se dedicaba a hacer lo que más le gustaba: pintar jardines, ciudades, ríos, montañas, lugares nunca antes visitados. Estaba seguro de que un día se convertiría en un gran artista, tan grande como Picasso, el de los niños con trajes de colores. Viajaría por todos los países del mundo con pinceles y lienzos debajo del brazo. Como él le caía bien, Rebeca le contó de las permutas continuas y de las amigas de su mamá, superficiales y chismosas. También del dolor de su corazón cuando abandonan un hogar, como si le estuvieran arrancando pedazos. Esa noche los dos niños se durmieron más seguros, ya no estaban solos dentro de aquel hospital tan grande.

Al otro día Pablo comenzó a pintar con más deseos. Se levantaba temprano y se iba al patio a llenar de colores unos pedazos de cartulina. Rebeca no había visto los dibujos, le tenían prohibido salir de la habitación y cuando el niño regresaba los escondía bien para que ella no los descubriese.

—Es una sorpresa, todavía no puedes verlos —le decía—. Cuando estén todos te los enseño. Te van a gustar.

Una tarde los sacó y se los mostró, uno por uno. Mientras iba pasando las cartulinas, a ella se le iban saliendo las lágrimas. En las acuarelas se reencontró con los tomeguines, con las estrellas que brillaban en el techo de aquel apartamento del tamaño de una caja de fósforo, con el jardín de margaritas, con el baúl de las ropas usadas, las matas de ciruelas, las tejas cantando al compás de la lluvia y los mosaicos de colores, uno al lado del otro, como si en vez de mosaicos fueron pedazos de arcoíris.

El último de los dibujos fue el más lindo. En él estaban todos sus recuerdos juntos. A la derecha, un jardín lleno de flores blancas con círculos amarillos, rodeando un ciruelo lleno de tomeguines; a la izquierda, una mansión con tejas de zinc, el portal adornado con mosaicos de colores y en una esquina un baúl abierto. En el centro, debajo de un cielo lleno de estrellas, un niño, con un pincel y una paleta de colores. Cuando Rebeca descubrió que ese niño era Pablo, se puso la mano en la boca y sonrió. Él lo sabía: era el mejor recuerdo de sus días dentro del hospital. Su corazón comenzó a crecer y a latir con fuerza como si se le quisiera salir del pecho. Encontrar todos sus recuerdos juntos la hizo volver a la vida.

Esa tarde su amigo le contó que ya habían terminado sus días en el hospital. Se iría a estudiar en una escuela de pintura para después hacerse famoso, como Picasso. Aunque ella se alegró por él, la idea la ponía triste. Ya no tendría con quién compartir sus días aburridos. Pensó en decírselo pero no lo hizo, no quería que él también se pusiera triste, sobre todo después de un regalo tan lindo.

El niño se despidió con un beso en la mejilla y la promesa de una pronta visita, con nuevos dibujos.

Un rato más tarde llegó su mamá, tan contenta que la niña se atemorizó —ya la había visto así muchas otras veces— cuando…

—Mi linda, tengo una sorpresa para ti. Encontré una casa preciosa. Está un poco lejos, pero como ahora tengo carro ese no será un problema y, lo mejor, tiene el mar al frente.

—¡Mudarnos de nuevo! ¿No te cansas de empaquetar y desempaquetar todo tan rápido?

—¿Yo? Siempre es bueno cambiar de aire. Las raíces las echan los árboles, nosotras no. Y ahora me voy a ver cuándo te van a sacar de aquí.

Mientras la mujer caminaba, en la cabeza de su hija se iban mezclando el tic tac de los tacones con el ruido de las ruedas de los carros que solían trasladar sus cosas de un punto a otro de la ciudad. Como ningún médico estaba cerca, pudo llorar sin pena, llorar con cada uno de los dibujos sobre las piernas. Mientras las lágrimas resbalaban sobre la acuarela y las gotas de colores iban cayendo al piso, sentía que también el corazón, todo licuado, se le iba junto a ellas.

Al día siguiente la madre llegó y no vio a su hija. Encima de su cama encontró unas hojas con manchas de diferentes tonos. En la única que podía distinguir unas figuras descubrió una casa vieja, un árbol con pájaros y, en el centro, un niño con un pincel en la mano hacía trazos sobre un lienzo. Junto a él, una niña le sostenía la paleta con colores.

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