Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El amor en tiempos de huracanes

El incremento de la actividad sexual asociado a desastres naturales es multicausal

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

A las cosas que son feas,

ponles un poco de amor.

Teresita Fernández

Por muy civilizada que se considere la Humanidad, somos seres biológicos con instintos forjados en milenios de evolución y nuestras necesidades primarias se parecen mucho a las de otros animales.

Comer y dormir para reponer energías, buscar refugio lejos del peligro y practicar sexo para reproducir la especie son los mandatos básicos inscritos en nuestro ADN. La cultura ayuda a regularlos, pero algunas circunstancias anómalas como huracanes, tifones, terremotos, inundaciones y temperaturas extremas desatan al antepasado dormido en nuestras venas y nos llevan a saltar ciertas rutinas y acuerdos sociales con tal de garantizar la supervivencia.

En el caso del sexo, su incremento asociado a desastres naturales es multicausal. Además del deseo inconsciente de multiplicarnos, influye mucho la cercanía de los cuerpos en espacios confinados, la necesidad de reforzar alianzas para la protección mutua y el alto nivel de adrenalina que desata el esperar, enfrentar y superar tales fenómenos.

Multiplicar cuidados

Pero no todo es color de rosa y hay lecciones importantes para incorporar a la cultura cotidiana de todas las naciones en cuanto al enfrentamiento a estos fenómenos inevitables.

Siempre hay personas que se aprovechan del difícil entorno que propician estos desastres para desatar sus peores instintos y pisotear la dignidad de otros seres, cuya privacidad queda expuesta en sus propios hogares o en los sitios de evacuación.

El diálogo familiar sobre autocuidado debe ser transparente e incluir normas para mantenerse a salvo de depredadores sexuales, por muy agobiante que resulte el período de recuperación.

En tales escenarios las niñas, los niños y adolescentes son más vulnerables a abusos lascivos, violaciones e intentos de comercio sexual. De ahí la alerta de la Unicef, la OMS y otros organismos internacionales para que todos los países incluyan acciones en sus planes de respuesta ante desastres naturales para evitar que se disparen esos delitos y proteger la salud sexual y espiritual de su población.

A las medidas para mitigar el riesgo de epidemias causadas por la contaminación del agua o la proliferación de vectores, es preciso sumar la prevención de las ITS y la disponibilidad de medios para evitar embarazos no deseados, especialmente en condiciones de hacinamiento y en zonas donde se reporta el virus del Zika.

Más temor, más pañales

Las estadísticas mundiales demuestran que los eventos climatológicos extremos generan estallidos demográficos, palpables, por supuesto, casi un año después. Como la población ha aprendido a cuidarse más en situaciones de emergencia, esos nacimientos no solo compensan, sino que superan las muertes asociadas al desastre.

Y no es una reacción exclusiva de países en vías de desarrollo: En 2012, tras el paso del huracán Sandy por Manhattan, Nueva York, se reportó un incremento del diez por ciento de la cifra promedio de embarazos en la llamada Gran Manzana, y las inundaciones de ese mismo año en Reino Unido provocaron que las guarderías de las localidades aisladas por el agua no dieran abasto poco tiempo después.

Claro que el acurruque aumenta ante la ausencia de los habituales entretenimientos modernos, pero el mérito mayor sigue siendo el de la Naturaleza: con el apagón se ven mejor las estrellas y a mucha gente le da por ponerse romántica; y como el aire huele a limpio y la vegetación reverdece, nuestro cuerpo sintoniza con ese espíritu de renovación y disfruta más los placeres simples de la vida al percatarnos de su fragilidad.

Además, en un ambiente con menos polución electromagnética la mente se relaja, la conversación fluye sin el bullicio de la televisión o los bafles del barrio, y el sexo, aunque silencioso, puede ser más creativo y revitalizante a la luz de los velones.

Y como en Cuba los desmanes ciclónicos son tan frecuentes, no son pocas las historias de amor nacidas al amparo de una tormenta. Muchas inician con una chispa de heroicidad con el agua a la cintura, o tras compartir el buchito de café para agradecer la luz que regresa, y hasta en el trabajo voluntario que convoca de prisa la universidad.

Algunas se establecen y fructifican, otras duran el tiempo que demore la recuperación. Pero ni los encendidos vientos, ni las torrenciales lluvias, ni siquiera las pérdidas irremplazables que suelen dejar estos fenómenos, son capaces de apagar la ternura esencial del corazón de los seres humanos, esa que nos mueve a lustrar lo que la naturaleza desfiguró en su afán de rejuvenecerse a sí misma.

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