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Una visita inesperada

Un hombre corpulento, de mirada aguda y profunda y aspecto austero, se acercó a la ventanilla correspondiente y como cualquier hijo de vecino en trance similar presentó sus documentos al funcionario cubano de Emigración.

Era las diez de la mañana del domingo 5 de diciembre de 1948. En una época en que los vuelos irregulares iban haciéndose un fenómeno regular, ninguna expectativa despertó en el aeropuerto de Rancho Boyeros el anuncio del arribo de un vuelo no previsto procedente de Caracas, hecho minutos antes por la torre de control de la instalación aérea. Pero el empleado de Emigración no pudo reprimir su asombro al leer en aquel pasaporte el nombre del recién llegado. Tenía ante sí al famoso autor de Doña Bárbara, a don Rómulo Gallegos, presidente de la República de Venezuela.

Nadie esperaba en la terminal al ilustre viajero. Dada su dignidad, debía haberlo recibido el Presidente de la República de Cuba o, en su lugar, alguien designado por este. Pero no había a esa hora en Boyeros un triste agregado al Protocolo cubano siquiera, y la prensa, siempre a la caza de noticias y declaraciones, parecía estar también ajena a su llegada. Tampoco aparecía alguien de la embajada venezolana en La Habana. ¿Qué sucedía? Los pormenores se sabrían en el transcurso de la jornada. Mientras tanto, en una recepción espontánea, empapada de respeto y simpatía, los empleados del aeropuerto daban la bienvenida a don Rómulo. Alguien se ofreció para buscarle un automóvil. ¿Adónde iría? Como desconocía el viajero a dónde dirigirse, se le sugirió que, dada su jerarquía, su destino no podía ser otro que el Hotel Nacional de Cuba. En el establecimiento hotelero despertó la misma sorpresa. Como lo acompañaban su esposa, una prima y sus dos hijos adoptivos, le asignaron dos habitaciones del tercer piso.

Corría por La Habana la noticia de la llegada del insigne novelista y al Nacional acudían a saludarlo políticos e intelectuales. Miguel Ángel Quevedo, director de Bohemia, entre los primeros en visitarlo, le ofreció las páginas de su revista y le pidió que fijara él mismo la cuantía de sus honorarios. Lo saludaron el profesor Raúl Roa y el narrador Enrique Labrador Ruiz. A Sara Hernández Catá, que le ofreció su casa para que la viviera, respondió don Rómulo que consideraría la propuesta, pues el dinero que traía consigo apenas le permitiría mantenerse en el Nacional por unos días.

Gallegos llegaba a La Habana defenestrado. Una semana antes el Ejército lo sacaba de su casa, luego de rodearla y tirotearla, y lo llevaba detenido. Las presiones no fueron suficientes para obligarlo a dimitir. «Yo soy el Presidente prisionero», insistió ante sus captores. No pudieron doblegarlo y decidieron sacarlo del país. Solo le advirtieron que no se le ocurriera pedir que lo trasladaran a Cuba.

A La Habana, por supuesto

No hubo descortesía por parte del Gobierno en lo relativo al arribo del Presidente de Venezuela. En La Habana, sencillamente, se desconocía de su llegada. Días antes, Luis Rodríguez Embil, embajador de Cuba en Caracas, había cursado un mensaje urgente a la Cancillería cubana en la que solicitaba la entrada en la Isla de Gallegos y sus familiares más allegados. Carlos Hevia, ministro de Estado (Relaciones Exteriores), consultó el asunto de inmediato con el presidente Carlos Prío. «Cuba está obligada y dispuesta a brindarle asilo…», contestó el mandatario. Con esa respuesta, el ingeniero Hevia telegrafió a Rodríguez Embil: «Acogemos gratamente presidente Gallegos». La visa cubana quedó consignada entonces en el documento que a nombre de don Rómulo contenía también los permisos de entrada en Estados Unidos y México.

En la madrugada de aquel domingo 5, Rómulo Gallegos fue llevado al aeropuerto de Maiquetía, donde lo esperaban su esposa e hijos, y montado por la fuerza en un avión de la Pan American que se mantenía con los motores encendidos y que partiría con rumbo desconocido. Luego de 15 o 20 minutos de vuelo, el capitán de la nave se acercó a don Rómulo y, dándole trato de Presidente, le preguntó a dónde quería dirigirse.

—¿No ha recibido usted órdenes de llevarme a algún país determinado? —inquirió Gallegos sin poder reprimir su asombro.

—La orden —respondió el piloto— es la de llevarlo al lugar que usted escoja. Hay combustible suficiente. México, Estados Unidos, Cuba… Usted dirá, Presidente.

El trato reiterado de Presidente, título que había mantenido con dignidad frente al cuartelazo traidor, pareció devolverle todos sus atributos y con júbilo sereno exclamó:

—¡A La Habana, por supuesto!

A la toma de posesión de Gallegos acudieron más escritores que políticos. Cien hombres de letras, entre ellos los cubanos Roa y Mañach, especialmente invitados, se dieron cita en Caracas para ser testigos del ascenso al poder del autor de Cantaclaro. El novelista les dijo: «Una cosa es querer y otra realizar. Vamos a ver hasta dónde puede triunfar un hombre de buena voluntad. Una cosa es gobernar personajes de ficción y otra gobernar pueblos». Al revés de lo que suele ocurrir en acontecimientos como esos, los actos populares fueron más importantes que las recepciones diplomáticas. Durante tres noches consecutivas, en la plaza de toros de Caracas, gente llegada desde todos los confines de Venezuela presentaron sus músicas, sus bailes, sus trajes. Fue flor de un día. Nueve meses después los militares acababan con todo y echaban a Rómulo Gallegos del poder.

El Ejército lo había puesto entre la espada y la pared. Sabía el Presidente que el mayor Pérez Jiménez encabezaba el movimiento en su contra, y aunque Delgado Chalbaud, su ministro de Guerra, le pidió que no procediera contra el traidor, don Rómulo tomó la iniciativa y se reunió con los oficiales descontentos y los increpó con dureza. No respondieron los militares las palabras del Presidente, pero siguieron las reuniones en los cuarteles, los pronunciamientos y la indisciplina que mantuvieron en zozobra a todo un pueblo. El Ejército al fin entregó al mandatario un pliego de demandas: debería destituir al jefe de la única unidad militar que era fiel al Gobierno y destituiría además a sus edecanes militares, impediría el regreso al país de oficiales que le eran adictos y expulsaría a Rómulo Betancourt, que lo antecedió en la jefatura del Gobierno. No se dejó mayorear el Presidente. Advirtió a los militares: «Yo sé que mi suerte está echada. Midan ustedes la responsabilidad que asuman. Yo he medido íntegramente la mía. Si la decisión de ustedes es desconocer el poder civil en sus legítimos fueros y derechos, sepan entonces que una llamarada de violencia incendiará Venezuela de punta a punta y serán ustedes los responsables de la guerra civil». Diez días después Rómulo Gallegos estaba en la cárcel y Delgado Chalbaud y Pérez Jiménez organizaban la Junta de Gobierno.

Por cierto, en sus declaraciones a la prensa habanera, don Rómulo se refirió con todas sus letras a la participación de Washington en el golpe de Estado que lo defenestró y denunció por su nombre al agregado militar de la embajada norteamericana en Caracas por su intervención en los hechos. Al hacerse eco de sus palabras, sin embargo, la prensa no mencionó nombres específicos, sino que aludió al papel de «una potencia extranjera» en el suceso. Solo Prensa Libre, el periódico de Sergio Carbó, y Hoy, el diario de los comunistas, se refirieron directamente a los culpables.

Agenda

Fue intensa la agenda de Rómulo Gallegos en La Habana el día de su llegada. Un fugaz paseo en automóvil por la ciudad, en compañía de Raúl Roa, le permitió constatar las simpatías de que disfrutaba en Cuba. A las ocho de la noche acudió al programa radial de Eduardo Chibás, líder del Partido Ortodoxo, y las ondas de CMQ transmitieron sus palabras para dentro y fuera de la Isla. En ese espacio Chibás dio lectura al documento en que

don Rómulo explicaba a Cuba y al mundo la causa de su derrocamiento y su postura frente al pronunciamiento militar. Un poco después, en el Gran Estadio del Cerro, más de 40 000 fanáticos que presenciaban un juego de béisbol entre los clubes Habana y Almendares, al ser anunciada su llegada, puestos de pie, lo aplaudieron durante varios minutos.

El día 6, el Ayuntamiento capitalino, a solicitud de los concejales comunistas, lo declaró Huésped Ilustre de La Habana. La Cámara de Representantes lo invitó de manera especial a la sesión conmemorativa por el aniversario de la muerte de Antonio Maceo; y en el Senado, el farmacéutico Germán Álvarez Fuentes, «el hombre de la Ipecacuana», senador por Camagüey, presentó una moción de condena al golpe de Estado y pidió que se retirara de Caracas la representación diplomática cubana.

El presidente Prío invitó a Gallegos a almorzar en el Palacio Presidencial. En torno a la mesa de 46 comensales del gran comedor de la mansión del Ejecutivo, tomaron asiento Prío y su esposa Mary Tarrero —fallecida el mes pasado en Miami—, don Rómulo y señora, doña Teotiste Arocha, Tony Varona, primer ministro, el canciller Carlos Hevia y los diputados Enrique Henríquez y Segundo Curti. También el mayor general Genovevo Pérez Dámera, jefe del Ejército, el comodoro Pascual Borges, jefe de la Marina de Guerra, y el teniente coronel José Manuel Caramés, jefe de la Policía Nacional, entre otros oficiales.

Con aquella presencia militar, el mandatario cubano quería demostrar al visitante «que en nuestro país puede vivir confiado en que no acontecerá cosa igual a la ocurrida en Venezuela».

Menos de cuatro años después a Prío le ocurriría lo mismo.

Olfato de novelista

En 1952, pobre, solitario y desterrado, volvía Rómulo Gallegos a La Habana. Se alojó en esa ocasión en el modesto hotel San Luis, en la Calzada de Belascoaín casi llegando a San Lázaro. En su primera visita lo había impresionado el trágico espectáculo de la Universidad de La Habana, «a merced de una gavilla de pistoleros». Ese sería el nudo central de la novela en que el narrador trabajaba en ese momento. Se titula Una brizna de paja en el viento y venía a concluirla sobre el terreno. Con Roa habló sobre ese y otros temas.

Recordando quizá aquellas palabras de Prío, preguntó a Roa si creía posible un golpe de Estado en Cuba. Roa, de manera enfática, negó esa posibilidad «porque hemos madurado demasiado para que eso pueda ocurrir y en el Ejército no hay nadie que tenga condiciones de caudillo», dijo Roa. Don Rómulo, seriamente preocupado por los acontecimientos, atajó a su interlocutor.

—Te equivocas. El caudillo está ahí, agazapado. Se llama Fulgencio Batista. No trates de averiguar en qué fundamento mi presunción. Es olfato de novelista— advirtió el venezolano.

Era el 8 de marzo. Dos días más tarde, el 10, Batista entraba en Columbia y el presidente Prío, también sin renunciar, se iba al exilio.

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