Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Con dos dedos

Tomar café tinto y comer arroz blanco con frijoles negros fueron para los cubanos formas de distinguirse de los españoles, que preferían el chocolate, los garbanzos y la paella. Conscientes o no, escribía el erudito Juan Pérez de la Riva, los cubanos, después de 1830, no perdían ocasión para distinguirse de los peninsulares y lo mismo ocurría con la manera de vestir y los colores con los que pintaban sus casas, como una afirmación de la nacionalidad.

Los colores de la vivienda correspondían, en general, con la ubicación de su dueño dentro de la sociedad colonial: los cubanos escogían los colores azul y blanco y verde y blanco, lo que no demoraría en considerarse como una desafección a España, mientras que los peninsulares se inclinaban por el rojo ladrillo y el amarillo mostaza. El interior de las habitaciones se pintaba de blanco desde la mitad de las paredes hasta el techo, y con colores alegres la parte inferior.

Hasta el fin de la Colonia y aun después, los edificios oficiales se pintaron de blanco y amarillo.

En 1865, Ernest Duvergier de Hauranne, un francés de 22 años de edad interesado en el manejo de la industria azucarera, advirtió durante sus caminatas por Unión de Reyes, en la provincia de Matanzas, que algunas casas exhibían en sus fachadas una rama de verdor marchito. Era la forma que los propietarios o encargados de esas viviendas tenían de anunciar que en ellas podía el caminante degustar su vaso de aguardiente y alguna que otra ración de carne de cerdo con plátanos fritos, entre otras ofertas.

Tonsurados

Un edificio enorme como el convento de San Francisco, frente a la plaza del mismo nombre, en La Habana, albergaba si acaso a 15 frailes, y existían conventos en el interior de la Isla habitados solo por dos o tres tonsurados.

Veinte conventos de frailes había en Cuba hacia 1840: ocho de la orden franciscana, cuatro de Santo Domingo, dos de San Juan de Dios, dos mercedarios, dos jesuitas, uno agustino y uno más, capuchino. Y el número de frailes era muy reducido. En 1837 había solo 150 frailes profesos en toda la Colonia, aunque cada uno de ellos tenía esclavos para su servicio personal y en los conventos había, además, hermanos legos.

Cuando las leyes secularizadoras de 1834, la fortuna de los monasterios fue calculada, en medio de una agria polémica, en 45 millones de pesos. Lo que parece cierto es que solo por concepto de censos, los conventos tenían entradas anuales superiores al millón de pesos.

Los conventos de mujeres eran cuatro: los de Santa Catalina, Santa Clara, Ursulinas y Carmelitas.

Tibores y escupideras

Hacia 1821 el tabaco se fumaba y se mascaba a la vez. Eso trajo como consecuencia el uso generalizado en Cuba de la escupidera. Años más tarde, esos adminículos se importaban de Bohemia o Venecia y eran de cristal soplado, generalmente azul y blanco.

Andando el tiempo, las costumbres se vulgarizaron y la escupidera de cristal con agua perfumada se sustituyó por la escupidera de bronce con agua y creolina.

La escupidera y el tibor con flores y escudo o monograma esmaltado en el fondo eran atributos inalienables de la burguesía criolla.

Durante muchísimos años la escupidera se hizo obligatoria en todos los cafés cubanos y aun en las bodegas. Los inspectores de Sanidad y la Policía multaban a los propietarios de esos establecimientos que no dispusieran de estas. Debían mantenerse en un lugar visible.

El catre y el sillón

Hacia 1830 no existían aún hoteles en La Habana, pero en 1828 se reportaban 1 157 «cuartos interiores» para alquilar. El mobiliario de esas habitaciones desconcertaba, de entrada, a los extranjeros que las rentaban, pero terminaban agradeciendo, sobre todo, la cama.

Sobre las camas de la época afirma Robert Francis Jamesson, oficial de la Marina británica, en sus Cartas habaneras (Letters from The Havana; 1820):

«La más comúnmente usada es una simple cruceta de madera en la que se extiende un pedazo de lona. Sobre ella se colocan un par de sábanas finas entre las cuales uno se acuesta, mientras una delicada armazón sostiene una red que lo envuelve a uno protegiéndolo de los mosquitos. Es lo que se llama catre. Hace falta un poco de hábito para reconciliar los huesos con él, pero la frescura que ofrece induce a uno a preferirlo al colchón».

Jamesson, que fue el primer representante de Inglaterra ante la Comisión Mixta para la abolición de la trata negrera —de ahí el motivo de su estancia en la Isla—, describe el día tipo de un hombre con recursos en La Habana de entonces.

El teatro, refiere, es un gran entretenimiento, pero si no gusta del espectáculo de la noche, ahí están las casas de juego donde el habanero puede pasar el tiempo. Hay en estas música y bailes y juegos de azar y, aunque por lo general esos establecimientos no gozan de buena reputación, no faltan padres de familias que los frecuenten en compañía de la esposa y las hijas. Una vez que concluye la comida, no viene mal, dice Jamesson, un paseo en volanta, mientras que las tardes de domingo o de días de santos y de fiestas son las apropiadas para satisfacer compromisos sociales, pues los amigos íntimos pueden ser visitados cualquier otro día. En la fecha en que este oficial británico visita a Cuba eran aún muy gustadas las corridas de toros, espectáculo que decae poco a poco en la afición del criollo y hallará su plena decadencia a finales del siglo XIX.

¿Qué hace el habanero cuando no tiene nada que hacer? Sobre ello también se pronuncia Jamesson en sus Cartas habaneras. Toma un baño, se viste para el almuerzo, que casi siempre es sobre las tres de la tarde, duerme la siesta…, dice.

Apunta de manera explícita: «Cuando no hay nada que hacer, puede mecerse uno en un amplio sillón».

En sus comentarios al libro de Jamesson, Juan Pérez de la Riva precisa que esa es una de las referencias más antiguas al sillón de balance que se hallan en la literatura. Balance que según creemos, dice Pérez de la Riva, fue inventado por algún cubano de fines del siglo XVIII.

Un remediano presidente de España

Ya lo dijimos en esta misma página. La antigua provincia de Las Villas fue el territorio de la Isla que más nombres aportó a la Presidencia de la República entre 1902 y 1959. Ocho villareños desempeñaron la primera magistratura de la nación durante ese período.

De ellos, Gerardo Machado nació en Santa Clara, y Osvaldo Dorticós Torrado, en Cienfuegos, en tanto que otras localidades de la región central no dieron uno, sino dos presidentes. Sancti Spíritus, a José Miguel Gómez y su hijo Miguel Mariano; San Antonio de las Vueltas, a Alberto Herrera y Carlos Mendieta, y Remedios, a Federico Laredo Bru y Manuel Urrutia Lleó.

Un remediano más llegó también a presidente. Pero no de Cuba, sino de España. Es Dámaso Berenguer Fusté, teniente general y ministro de la Guerra en el gabinete español. En 1930, cuando cayó el Gobierno que encabezaba el Marqués de Estella, Berenguer asumió el cargo para presidir el penúltimo Gobierno de la monarquía, régimen que desaparecería en 1931 al proclamarse la República.

En 1927, el rey Alfonso XIII otorgó a Berenguer el condado de Xauen y tres años después el Gobierno de Machado lo distinguió con la Orden Nacional del Mérito Militar de la República de Cuba.

Berenguer nació en 1873 y murió en Hernani, España, a los 80 años de edad.

Marqués de Taironas

Un personaje sin duda curioso, aunque poco conocido, es el pinareño Tiburcio Pérez Castañeda Triana. Se licenció en Derecho Civil en la Universidad de Barcelona. Más que como abogado sobresalió, sin embargo, en el ejercicio de la Medicina; fue médico militar honorario de los ejércitos del zar de todas las Rusias y médico ad honorem del rey de Inglaterra.

Hizo estudios en varias universidades. Las de Madrid y La Habana lo diplomaron como Médico Cirujano; la Universidad de París le concedió el título de Doctor en Medicina, y Doctor en Cirugía lo hizo la Universidad de Londres, ciudad en la que llegó a pertenecer al Real Colegio de Cirujanos. Desempeñó la cátedra de Medicina Legal en la Universidad de La Habana.

Hombre riquísimo. Propietario de grandes extensiones de tierra y promotor, entre otras empresas, del ferrocarril Habana-Pinar del Río. Fue asimismo un político aventajado: senador del Reino por Huesca y Burgos, y, en 1897, diputado por su región natal a la Corte española. Francia le concedió la Legión de Honor, y Rusia, la Gran Cruz Imperial de San Estanislao. Marqués de Taironas, en 1927.

Nació Tiburcio Pérez Castañeda en 1869, y falleció en La Habana en 1939.

Numeritos

Reporta la Guía de forasteros de 1821, que durante el año anterior entraron a los mercados habaneros 10 132 bestias de carga con frutas, viandas y verduras. También más de mil caballos con carbón de madera y otros 1 162 con cañas para las pulperías. Casi 500 caballos movieron dos barriles de aguardiente cada uno; 285, ocho botijas de leche, cada uno de 120 caballos transportó dos jabucos de huevos y 326 dos bandas de carne de res…

Reporta el Cuadro estadístico de 1829 que dos años antes entraron al puerto habanero 1 053 buques. De ellos, solo 57 eran españoles. Arribaron 785 barcos estadounidenses. 71 británicos. 48 franceses. 24 holandeses. 21 daneses y 14 alemanes, entre otros de banderas diversas. Entraron asimismo dos barcos rusos.

También en 1827, el Censo enumeró 1 560 volantas y 352 quitrines en el perímetro amurallado de La Habana, y 624 y 115 de esos vehículos, respectivamente, fuera de las murallas. De esa cifra, dice Pérez de la Riva, se desprende que había un carruaje por cada 24 habaneros blancos. Veinte años después, con 2 830 coches registrados, la proporción era de un vehículo por 20 habitantes.

En 1899 funcionaban en La Habana 1 400 casas de tolerancia, de las cuales solo 462 se encontraban registradas.

(Fuentes: Textos de Pérez de la Riva, Carlos del Toro y Nara Araujo)

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