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23

La calle 23, esa importante vía habanera que nace en el mar y muere en un río, no siempre se llamó así ni tuvo la misma extensión que tiene ahora. En sus comienzos, allá por 1862, se llamó Paseo de Medina, y en tiempos de la dictadura machadista llevó el nombre inevitable de General Machado. Entonces en 23 y Marina —el Malecón no llegaba aún hasta allí— se erigió una farola en homenaje al dictador. No sobrevivió al machadato, como tampoco el nombre de la calle.

El nombre de Medina tampoco le había durado a 23 mucho tiempo. Acerca de este sujeto, del que no se consigna nunca el nombre de pila, ofrece breve información el arquitecto Luis Bay Sevilla en su serie de artículos sobre viejas costumbres cubanas que dio a conocer en la revista Arquitectura. Nació en Canarias, poseía grandes extensiones de tierra en La Habana y, aunque servía también a particulares, era, sobre todo, el contratista que suministraba al Gobierno colonial toda la piedra que se requería para la pavimentación de las calles de la ciudad. Poseía Medina la cantera que corta la calle F entre 19 y 21 y sacaba material además de la esquina de G y 21, sitios esos en que son bien visibles las oquedades dejadas por las extracciones. Medina tenía su residencia en la acera de los pares de la calle 23 entre H y G, frente a donde se construiría el cine Riviera.

Otras canteras existieron en el Vedado, en específico sobre la calle 23. Una, llamada Del Vedado, a la altura de la calle Paseo, con una gran furnia que obligó a la Havana Electry a construir un pedraplén para colocar las paralelas del tranvía eléctrico. La otra, mayor y más conocida, era La Vega, en el llamado Hoyo de Aulet que corría desde 23 a 27 y desde J hasta L y que obligó a un relleno a fin de que pudiera trazarse la calle 25.

Durante muchos años 23 se interrumpía en M. Seguía a partir de ahí un camino bordeado de furnias. Por ese entonces, Infanta llegaba hasta la calle San Lázaro. Es en 1916 cuando 23 se extiende hasta el mar y lo mismo sucede con Infanta hasta que ambas calles se encuentran. Es también bajo el gobierno del general Menocal cuando 23 llega hasta el río Almendares. Son, afirma Juan de las Cuevas, dos importantes progresos urbanísticos.

Un puente pionero

Hasta entonces, quien deseara cruzar el río Almendares a la altura de la actual 23 debía valerse de un puente colgante muy estrecho, utilizado solo como vía peatonal, mientras que coches y otros carruajes lo hacían en un bongo que los pasaba de una orilla a otra.

El primer proyecto de este viaducto data de 1907 y contempló una estructura de metal. Bien pronto se abandonó esa idea. La proximidad del mar, que representaría una agresión constante a la armazón, y lo costoso que resultaría su mantenimiento, obligaron al replanteo de la obra. Se decidió construirla de hormigón armado. La cercanía de la fábrica de cemento El Almendares, establecida a menos de cien metros al norte del proyectado puente, debe haber sido decisiva en esa determinación en una época en que todas las obras se hacían con acero.

Pero sea esa u otra la causa, el puente que cruza el Almendares a la altura de 23 es el pionero de los puentes ejecutados en Cuba con hormigón armado, lo que significó un triunfo para la ingeniería de la época. Como lo fue asimismo, aunque en menor medida, su arco principal que cruza sobre el río con 58 metros de luz. Así fue reconocido, en su momento, dentro y fuera de Cuba.

No resultó una obra fácil de ejecutar. Fueron insuficientes el número de calas que se hicieron para asentarla y los pilotes penetraban uno tras otro sin hallar resistencia. Se tomó entonces la decisión de apoyar el puente sobre una gran balsa de hormigón armado, solución que permitió que la construcción prosiguiera.

Cuando la obra estaba a punto de terminarse, la Havana Electric Railway Co. gestionó y obtuvo del Gobierno Provincial el permiso para construir sobre el puente una doble vía para llevar el servicio de tranvías hasta Marianao, comprometiéndose a cambio con aportar las luminarias del puente, costear su fluido eléctrico y ocuparse del mantenimiento del pavimento.

Al final, el puente significó una inversión de más de 217 000 pesos. Tiene ya más de cien años, pues se inauguró el 23 de enero de 1911, cuando quedó abierto al paso. Como se construyó en los tiempos en que el general Ernesto Asbert era el gobernador de La Habana, se le dio de manera oficial el nombre de ese político que no demoraría en verse encarcelado por asesinato en el momento en que se hallaba en la cúspide de su carrera y se barajaba como un futuro presidenciable. Pero para los habaneros no es el puente Asbert ni el puente Habana, como se le llama en algunos documentos. Sigue siendo el puente de 23.

Medalla de oro

Si Línea es, se dice, la calle más importante del Vedado, 23 puede discutirle sobradamente la primacía. Línea ejemplifica la tradición. La calle 23, con sus establecimientos comerciales, agencias bancarias y restaurantes de lujo, es lo moderno, en tanto que La Rampa, el Pabellón Cuba y la heladería Coppelia le confieren una novedad inamovible. Hay en ella centros industriales como la fábrica de cigarros Partagás, en 23 casi equina a 14, y mansiones ostentosas, como la que perteneciera al senador liberal Agustín García Osuna, en la intersección con I, y no pocos edificios de apartamentos, como el de la esquina de 16, obra del arquitecto Martínez Inclán correspondiente a 1931 que, aseguran especialistas, es la primera construcción habanera que evidencia los cánones de la arquitectura moderna.

Se inscribe también dentro de esa tendencia el edificio de apartamentos de 23 y 26 que se erigió según el proyecto de los arquitectos Quintana, Rubio y Pérez Beato. Con respecto a este inmueble construido en los años 50 del siglo pasado, dice Eduardo Luis Rodríguez en su libro La arquitectura del Movimiento Moderno, que es de atrevida y novedosa imagen compuesta por un bloque rectangular que descansa sobre cuatro apoyos; semeja una gran caja levantada sobre el piso con doce apartamentos dúplex enmarcados y definidos en la fachada principal por el recuadro formado por las losas de piso de los balcones y las paredes laterales de cierre. Elevadores y escaleras se hallan en la fachada trasera formando parte de una torre independiente. Fue una solución atrevida que perdió mucho con la transformación que a la planta baja del edificio hicieron sus propios arquitectos, mientras que otras modificaciones inapropiadas siguieron afeando la obra.

Otros dos edificios merecen mención en este recuento. El del ICRT, antiguo Radiocentro, y el del Seguro Médico, en la esquina de N, destinado a viviendas y oficinas. Radica allí la sede del Ministerio de Salud Pública.

El primero de estos, correspondiente a 1947, admiró en su momento a los que pudieron apreciar en esa obra de los arquitectos Junco, Gastón y Domínguez, el primer conjunto —cine, comercios, oficinas, restaurantes, una agencia bancaria, estudios de radio… todo en un solo inmueble— realizado en la ciudad con el vocabulario de la arquitectura moderna; notable no solo por su escala, sino por el vínculo que estableció con el sistema vial existente. El edificio del Seguro Médico (1957) posee una torre con apartamentos, y un basamento horizontal para comercios y oficinas con dos vestíbulos separados. Uno, para las oficinas, se asoma a la calle 23 y luce un mural de Wifredo Lam. El otro, por N, para los apartamentos, muestra un mural de Mariano Rodríguez.

Con este edificio, el ya aludido Antonio Quintana se consolidaba en lo suyo como uno de los profesionales más importantes del país al recibir la Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos. Distinción que merecía por segunda vez pues, un año antes, se le había otorgado por el proyecto del edificio del Retiro Odontológico, en la calle L, frente a Coppelia.

Con pica y sin pica

El cine La Rampa, en 23 y O, se inauguró en 1954. El cine Charles Chaplin (antes Atlantis) se ubica en 23 y 12, en los bajos de un edificio de oficinas que desde hace más de 50 años es sede del Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos. Más de diez agencias bancarias se emplazaban a lo largo de la calle 23 en 1958, y en la misma fecha abrían sus puertas en esa calle no menos de cinco instituciones médico quirúrgicas, mientras La Rampa se convertía en el milagro del comercio habanero. Porque la gente se había acostumbrado a salir de compras por calles sustancialmente planas y cuyos portales la protegían del sol y de la lluvia. Y nada de eso había en La Rampa.

En el sitio que ocupa la heladería Coppelia, una compañía constructora se empeñó en edificar un hotel de más de 500 habitaciones. El triunfo de la Revolución tronchó el proyecto y en ese espacio se construyó entonces un centro recreativo con escenario flotante, bar, cafetería y restaurante. Ese centro no progresó y dio paso al cabaret Nocturnal. Llegó así el año  1966. Se dice que en un congreso celebrado en el hotel Habana Libre surgió la iniciativa de convertir la zona recreativa en cuestión en un espacio más silencioso y familiar. Fue así que alguien precisó la idea de construir la heladería. Antes, en 1963, se inauguraba, en 23 y N, el Pabellón Cuba, un alarde de arquitectura aérea abierta a la brisa y a la perspectiva, donde las suaves pendientes avanzan hacia la vegetación y el agua cristalina. Losas de granito, empotradas en las aceras, que reproducían piezas de los principales pintores cubanos, convertían las aceras de 23 en una galería de arte sui géneris. La intersección de 23 y 12 se inscribe de manera indeleble en la historia: el 16 de abril de 1961. En vísperas de la invasión de Playa Girón, Fidel Castro proclamó, ante miles de milicianos que no demorarían en entrar en combate, el carácter socialista de la Revolución Cubana.

Cerca de 12, la Casa Fraga y Vázquez era famosa no solo por su oferta gastronómica, sino por las tertulias que tenían lugar en ella. Por las tardes, se reunían en ese local políticos de todas las tendencias, mientras que, ya de madrugada, la farándula se adueñaba del espacio.

En la bodega de 23 esquina a 8, Paco, el lunchero —antes de trasladarse para la cafetería Niágara, en Santa Catalina y Juan Delgado, en Santos Suárez— elaboraba los que muchos conceptúan, junto con los del café OK, de Zanja y Belascoaín, los mejores sándwiches de La Habana.

Habla Eduardo Robreño, en uno de sus libros, de los tipos populares que se daban cita en la esquina de 23 y 12, en el Vedado. Uno de ellos, recordaba, era un señor elegantemente vestido, con su cuello duro, corbata de seda y sombrero de pajita que, de manera invariable, sostenía un palillo entre los dientes. Precisaba Robreño: el hombre, a la voz de «Con pica y sin pica», vendía tamales. Lo peculiar de su pregón atraía la atención de los peatones. Cerca de él, la lata con la sabrosa mercancía. Lo inesperado del encuentro hacía que aquel insólito tamalero hiciese «su agosto» aunque transcurriese el invierno.

El Castillo de Jagua, en la esquina de G, tenía fama entre la gente que se preciaba de comer bien en La Habana. Otro restaurante famoso, en I, era el San Antonio. Tenía un eslogan peculiar. Decía: «Dios en todas partes y San Antonio para comer sabroso».

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