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Las 99 reglas de la mafia

El morito Ahmed, mi compinche de los años 50 en Hamburgo, era un mulato algo retardado. Entre sus desatinos destacaba el constante afán por parecerse a un negro norteamericano. Ese era su sueño de duodécimo hijo de un obrero marroquí que tuvo tres esposas.

El inglés de Ahmed era pésimo. En realidad, no existía; pero dominaba una retahíla de convincentes visajes, ademanes, estentóreas risas, modo de caminar y el arte de mascar chicles e inflar globos, copiado del cine y de su trato con los marines durante sus merodeos infantiles de posguerra por los barrios prostibularios de Tánger, Casablanca y media Europa.

Ahmed había memorizado algunas frases que nunca perdía oportunidad de colar, cualquiera fuese el tema de conversación: Oh, yeah, for sure, brother, that’s a fucking good idea; o en plan de amenaza soltaba siempre un Take it easy, you asshole.

Quizá una veintena de coloquialismos y vulgaridades por el estilo era lo único que se le entendía; el resto lo inventaba él con fuertes nasalidades y retorcimiento de sonidos vocálicos irreconocibles.

Cuando estábamos solos me pedía que le hablara en inglés, para darle pie y dejarse oír mientras transitábamos por alguna calle concurrida. Para caminar adoptaba entonces lo que años después se conocería como pimp roll, el rodar de los chulos, un andar con bamboleo de hombros y un amago de saltito a cada paso, entonces exclusivo de algunos negros marginales de EE.UU., pero luego universalizado por el cine.

Con una sonrisa de más encías que dientes, Ahmed aceptaba siempre todo lo que uno le propusiera; y cuando se comprometía a hacer algo, siempre intercalaba la frase it’s a deal, trato hecho; y a su eterna conformidad le añadía un pulgar alzado.

Como dárselas de negro gringo le deparaba tanta felicidad, yo nunca me negué a seguirle el juego.

Ahmed solía tocarse con un remedo del gorrito de la U.S. Navy, ladeado y caído sobre la frente. Vestía un pantalón negro muy ajustado y una casaca hasta encima de las rodillas, de escandalosos cuadros rojos y blancos. Era sin duda un buen amigo y excelente persona, carente de toda maldad, siempre dispuesto a hacer favores, mandados o cumplir cualquier encargo.

Sin embargo, en una ocasión, su actitud de cooperar con el prójimo necesitado de cualquier cosa, llegó a irritarme mucho.

Una noche se apareció en el Génova con un extranjero alto, apuesto, de grandes rizos negros y una mirada coruscante, ávida, frecuente en la Bassa Italia, como de animal cazador a punto de saltar sobre su presa. Por cierto, así miran también muchos gitanos y meridionales que viven al acecho.

El recién llegado era siciliano y dijo llamarse Nino Troia.

Yo compartía en ese momento una mesa con dos españoles; y Nino, después de tomarse una cerveza que le ofrecimos, sacó un monedero y lo vació sobre la mesa. Tras fusilarnos con una inspección de ceño alzado por el centro, preguntó cuánto costaba una ronda de cerveza y apartó el dinero para pagarla. Le quedaron solo cinco o seis marcos y quiso saber si con eso bastaba para una cama por esa noche.

El morito le dijo que en aquel barrio de Sankt Pauli los albergues más baratos costaban tres marcos y hasta dos, si compartía una habitación de dos camas; y de puro servicial, me recomendó como un posible compartidor.

La perspectiva de dormir en el mismo cuarto con un tipo como Nino no me agradaba en absoluto; pero traspasado por su mirada incendiaria a la espera de mi anuencia, me ofrecí para llevarlo yo mismo.

Ya dentro de la habitación, maldije de nuevo al morito por endilgarme a aquel desconocido; pero en la cofradía de buscones que nos reuníamos en el Génova, habría caído muy mal denotar miedo, egoísmo o desinterés por un camarada en apuros.

Como Nino dijera estar muy cansado tras un largo viaje por tren desde París, y yo también lo estaba, nos retiramos del Génova temprano y caminamos el breve tramo que nos separaba de mi hotelucho.

Visto que Nino no traía equipaje, mi alarma creció. Sospeché que habría cometido alguna fechoría; y mucha debió ser su prisa por escabullirse de París para emprender tan largo viaje solo con lo puesto.

Ya en camino me preguntó si había agua caliente en el hotel. Yo le expliqué que teníamos tres baños colectivos, uno en cada piso, y en la planta baja contábamos con un servicio de lavabo y ducha caliente al costo de diez Pfennig el minuto. Yo solía ducharme por las mañanas; empleaba cinco minutos y desocupaba el gabinete antes de que se cumplieran diez, por lo que pagaba siempre unos ochenta o noventa Pfennig, a lo sumo un marco.

Nino hizo lo mismo y como salida de baño utilizó un sobretodo que yo le presté. Al llegar al cuarto tendió sus calzoncillos recién lavados sobre el radiador de la calefacción, se puso los pantalones, la camisa y el mismo sweater de lana gruesa que usaba debajo de una chaqueta de cuero. Me anunció que era muy friolento y dormiría vestido. Al día siguiente buscaría a un amigo que vivía no lejos de Hamburgo y conseguiría algún dinero para comprarse ropas.

Esa primera noche nuestro diálogo se prolongó hasta la madrugada. Debí hacer un esfuerzo para disimular el susto que me produjeron algunos detalles de su ética meridional.

Su caso reiteraba el clásico drama del huérfano que no conoció a su padre y cuya madre muriera joven.

—Allora, la mia famiglia fu la Mafia, capisci? (Entonces, mi familia fue la mafia, ¿entiendes?)

Y con un fervor místico se estuvo mucho rato ensalzando tan sagrada institución, que le matara el hambre, le permitiera ser alguien en la vida, le diera onore, sicurezza, un lavoro. Tutto se lo debía a su padrino y a los fratelli; y era mentira que fuesen criminales; ellos eran la única protezione de los pobres, el único apoyo que él tuviera en su vida contra los ricos y el Gobierno. Además, los fratelli tenían poder y amigos en el mundo entero y lo amparaban en su adversidad.

Me aseguró saberse de memoria las novantanove régole della Mafia, pero a mí solo me explicó las de la segunda decena, y con especial énfasis la regla oncena, concerniente a los fratelli occasionali (hermanos ocasionales), que por circunstancias de la vida debían compartir necesidades y vivienda durante un cierto tiempo. Y eso éramos nosotros dos: hermanos por corto tiempo, capisci?

Para ser breve, esa regla establecía que si yo conseguía 20 marcos, diez serían para Nino; y todo lo bueno que yo consiguiera debía compartirlo por mitades con mi fratello occasionale.

Al proponerme juramentarnos sobre el estricto cumplimiento de esa única regla, yo no me atreví a rehusar y ambos nos besamos los dedos en cruz.

Aparte de la humillación, aquel compromiso forzado me produjo un escalofrío de miedo y rabia, fatal combinación, promotora de homicidios y otros crímenes.

Luego pasó a referirme su fuga de París, tras haber apuñalado a un soplón de la policía, sin escatimarme precisiones sobre cómo, dónde y cuándo, y con un desenfado que llegó a confundirme. Yo no sabía si atribuirlo a retardo mental, ingenuidad, locura, mitomanía, o peor aún, a que el tipo me estuviese escenificando una intimidación para mayorearme después.

Luego vino lo peor, cuando me espetó una clase sobre su esgrima puñalera.

Para demostrarme los distintos lances y posiciones, se paseaba por el cuarto navaja en mano. Tiraba cuchilladas al aire, se agachaba para esquivar las del enemigo; y se ufanó de que al lograr cierta postura denominada l’appuntata, su oponente era ya cadáver, hombre muerto.

Para más detalles, se puso a instruirme sobre la elegancia con que debían ejecutarse ciertos plantes.

Nino admitía ser algo presumido y se esmeraba mucho en exhibir un perfil elegante una siluetta gentile, capisci?; de suerte que al armar l’appuntata, su mano libre se apoyara en la cadera o recogiera la filosa línea del pantalón por encima de la rodilla flexionada, para no mancharse los bajos con la sangre de su víctima.

Al ver, oír y suponer todo lo que me esperaba de mi nuevo fratello, arreció mi rencor contra Ahmed, aquel imbécil inoportuno, y lamenté haber olvidado a mi tío el Venado Sánchez, que siempre me aconsejara no juntarme con gente de poco seso, que tarde o temprano se llenan de mierda e inevitablemente salpican al que tengan cerca.

¿Sería aquel energúmeno de Nino un simulador? ¿Me estaría advirtiendo, puñal en mano, de su peligrosidad, por si se me ocurría traicionar mi juramento de la oncena régola?

Un par de horas antes del amanecer, mientras Nino roncaba, yo comencé a planear mi liberación. Lo soportaría unos días para no demostrarle temor y ver más claro qué pretendía de mí; y si de verdad quería aplicarme el fifty/fifty, chulearme y tal, yo le armaría alguna trampa para matarlo; y me aplaqué con la idea de atraerlo a un lugar oscuro a orillas del Elba, en cuyo lecho fangoso acabarían sus días.

El cabrón siciliano no sabía con quién se había metido.

Por cierto, en solitario, contra el pavor que me inspiraban las amenazas de gente peligrosa, mi reacción evasiva, desde niño, fue forjarme bravatas utópicas, a sabiendas de que jamás las cumpliría.

Pero la noche siguiente, al regresar muy tarde a mi hotel con la esperanza de hallar a Nino dormido, me sorprendió no encontrarlo; y más aún, ver sobre mi mesa de luz una botella mediada de coñac, dos manzanas y 20 marcos. Me había dejado también una nota donde me decía: «Me ne vado a Francoforte. Ritorno dopodomani» (Voy a Frankfurt. Vuelvo pasado mañana).

Y al volver unos días después me entregó 200 marcos; y a la semana otros cien. Así siguió durante unos dos meses en honroso cumplimiento de nuestro pacto, cuando por orden repentina de su capo regionale (jefe regional), Nino debía  trasladarse a Múnich. Eso significó la disolución de nuestra hermandad momentánea, porque en el inciso 4º dell’ undicessima régola (de la oncena regla), se establecía la caducità automática del juramento dado, que perdía todo su efecto cuando ambos cofrades ya no compartían la misma vivienda.

Su despedida me suscitó sentimientos contrapuestos: cada vez que Nino compartía sus ganancias conmigo, yo las aceptaba por temor a ofenderlo, pero me avergonzaba por no poder corresponderle. Él nunca me lo reclamó. Se veía sincero y satisfecho de cumplir nuestro pacto. Pero yo nunca pude disfrutar de su generosidad sin remordimiento. De otra parte, me alegré mucho por liquidar mis compromisos con la oncena regla, porque en su inciso 7º se establecía que si mi fratello occasionale necesitaba que yo robara o apuñalara a alguien, no podía fallarle sin perder mi propia vida.

(Solo publicado en Cuentos para ser oídos, de mínima distribución y casi desconocido en Cuba.)

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