Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cartas que se acumulan

Tengo encima de mi mesa varias cartas que esperan por respuesta. No pocos lectores escribieron en el transcurso de las últimas semanas inquiriendo sobre temas disímiles. Juana Torres, una de las seguidoras más fieles de las páginas del escribidor, se interesa por conocer los orígenes del circo Santos y Artigas, en tanto que Guillermo Maza, de Santos Suárez, pide que aluda —tema que se las trae— a los jefes de la Policía Nacional: José Eleuterio Pedraza, José Caramés, Rafael Salas Cañizares, Hernando Hernández y Pilar García, entre otros muchos. Otro personaje del pasado trae a colación Nyls Gustavo Ponce: insiste en que escriba sobre Otto Meruelo, su historia y su fin, y Rita Ruiz Martínez, del reparto Santa Catalina, en La Habana, pide que me refiera a Fermina Lázara Carmela Batista y Estévez, hija del dictador Fulgencio Batista que hace menos de dos meses fue noticia en el sur de la Florida y acaparó las primeras páginas de los periódicos, cuando perdió su casa por deudas y se vio obligada a pernoctar en el parque de Stranahan, frente a la biblioteca pública de Fort Lauderdale, junto con Ana, su hija adoptiva de 28 años de edad.

El piano de Digna guerra

A estas y otras inquietudes dará respuesta el escribidor, espacio mediante, en la presente página. Antes, sin embargo, dará cabida a dos cartas recibidas en días recientes. Una de ellas, remitida por el doctor Benjamín Suárez Rodríguez, el esposo de Digna Guerra, tiene que ver con ese curioso personaje que fue Diego González, periodista del diario Avance y de la TV, medios donde mantuvo un espacio que llevaba el nombre de Tendedera que se convirtió en el sobrenombre del diarista y al que aludí el pasado 9 de julio. Sucede que, como se verá en la carta, Tendedera fue el gestor del primer piano que tuvo la famosa directora del Coro Nacional de Cuba y del coro de cámara Entrevoces. La otra carta, la envía desde Puerto Rico el musicógrafo cubano Cristóbal Díaz Ayala. Nada tiene que ver con la música, sino que en ella el querido y admirado amigo retoma un tema de su época de abogado recién graduado. Veamos ambas misivas.

Digna tiene una interesante historia de contacto con Dieguito Tendedera, refiere el doctor Benjamín. Ella nació en un solar de la calle Ánimas, en el seno de una familia muy humilde; el padre era albañil y la madre lavaba y planchaba para la calle. Cada vez que la niña pasaba con su madre frente a la tienda de instrumentos musicales de los Hermanos García, en la calle San Lázaro, se extasiaba con los pianos que allí se exhibían y repetía que le pediría uno a los Reyes Magos. «La solución al alcance de la familia, dice Benjamín, fue la de comprarle un pianito de juguete».

«Esta niña tiene talento», decían sorprendidos los que la escuchaban reproducir en su pequeño piano los sonidos musicales que propagaba la radio. Un conocido le sugirió que escribiera a Dieguito Tendedera. «Va y te consigue el piano con una de esas colectas que él auspicia». Con la ayuda de la mamá, que sufría por no poder complacerla, Digna hizo la carta. Decía que era una niña pobre, que le encantaba la música y que soñaba con tener un piano de verdad porque el de juguete tenía muy pocas teclas.

Pasaron unos dos meses hasta que una noche la única vecina que poseía un televisor en todo el solar, gritó: «Raquel, Raquel, ¡corre! Tendedera está hablando sobre tu hija». En efecto, decía que se había completado la colecta para comprarle un piano a Digna Guerra Ramírez, de la calle Ánimas. Asegura el doctor Benjamín Suárez: «Se podrá imaginar usted la alegría que embargó a todos, alegría solo superada cuando llegó el piano en un camión de mudanzas. Era tan pequeña la habitación para la familia de cinco personas que hubo que deslizar el catre de Digna debajo del piano y ella durmió cada día abrazada a una de sus patas como para asegurar que no se escaparía de sus brazos».

De bufete a bufete

Respecto al Túnel de La Habana, mencionado por el escribidor en su página del 16 de julio, escribe Díaz Ayala que a los cubanos que conocían el Lincoln Túnel que pasaba bajo la bahía para conectar Nueva York con Nueva Jersey, los obsesionaba la idea de que La Habana tuviese algo similar para facilitar la comunicación con el este de la Isla. El proyecto se hacía incosteable para el Estado, y el doctor Grau Triana, conocido abogado y notario habanero, llevó al bufete de Gorrín, Mañas, Maciá y Alamilla, en el cuarto piso del edificio Horter, frente a la Plaza de Armas, donde Díaz Ayala se estrenaba como letrado, una idea interesante: como los propietarios de las tierras aledañas a la salida del túnel y de la carretera que seguiría hacia el este se beneficiarían con dichas obras cuando se ejecutaran, Grau proponía gravar esas tierras, casi todas baldías, con una hipoteca que correría entre los dos pesos y los 50 centavos por metro cuadrado en dependencia de su ubicación más cercana o más lejana al viaducto. Dieron su conformidad los propietarios, aparecieron los bancos dispuestos a prestar el dinero al Estado, y se abrió la subasta para ver qué compañía asumiría la obra.

Recuerda Díaz Ayala que varias firmas norteamericanas pujaron en la licitación, pero fue una compañía francesa, la Grand Travaux, de Marsella, la que obtuvo la licencia. Traía una propuesta novedosa. No cavaría un túnel en el fondo de la bahía, sino que practicaría un hueco sobre el que se colocarían, empatándolos, los tubos por donde circularían los vehículos, con lo que la obra ganaría en brevedad. Planeada para materializarse en 30 meses, la lluvia obligó a demorarla dos meses más; 32 meses. Tenía la propuesta francesa una ventaja adicional. La empresa aceptaba como parte del pago los azúcares almacenados; producto que había negociado de antemano. El peaje del túnel completaría la financiación de la obra.

«La pérdida del negocio para su país, colocó al borde de la embolia al embajador norteamericano en La Habana», afirma Cristóbal Díaz Ayala. Añade: «Washington a la larga le pasaría la cuenta a Batista».

La hija del dictador

Dice Rita Ruiz que ella recuerda a tres hijos del dictador Batista: Mirta, Fulgencio Rubén y Elisa Aleyda, pero que a Fermina nunca la oyó mencionar. Los tres primeros son fruto del matrimonio del mandatario con Elisa Godínez. Mirta, nacida en 1927, y Fulgencio Rubén, apodado Papo, nacido en 1933, fallecieron hace años. Elisa Aleyda aún vive y hasta donde conoce el escribidor es empleada del Hospital Monte Sinaí, de Miami. Nació el 7 de febrero de 1941 y fue el primer niño que vio la luz en el Palacio Presidencial habanero. Cinco hijos se procrearon en un segundo matrimonio de Batista; esta vez con Marta Fernández Miranda. El primero de ellos, Jorge, nació en la finca Kuquine, cuando el hombre estaba todavía casado con Elisa. La más pequeña, Marta María, nació en 1953. De esos cinco muchachos hay uno fallecido, Carlos Manuel, que murió de leucemia en 1969, con 19 años de edad. Está enterrado en Madrid en la misma bóveda donde en 1973 sería inhumado el dictador y en la que en 2008 se enterró a su viuda.

A Fermina, Batista le llamaba Carmelita, Carmelina o Carmela, que era el nombre de su madre. Nació el 7 de julio de 1935 y es hija de Marina Estévez, con la que nunca contrajo matrimonio, aunque sí reconoció a la niña y no la olvidó en su testamento.

Por indicaciones de su padre, Fermina salió de Cuba días antes de la huida de su progenitor que le pidió, a través del coronel Hernández Volta, su ayudante de toda la vida, que se trasladara a Nueva York. Se instaló después en Coral Ridge y en 1975 se mudó a Fort Lauderdale. Su matrimonio duró menos de un año. En 1989 adoptó a Ana. En 2015 la desalojaron de su casa por problemas con los pagos.

El Nuevo Herald, en su edición del 22 de junio pasado, daba a conocer la historia de Fermina Batista. Una foto de primera plana la mostraba sentada en el suelo, bajo un árbol y rodeada de otros indigentes. Dijo a la prensa que pensaba recuperarse pues Ana, gorda y poco agraciada, había conseguido empleo en Orlando. De hecho, desapareció del parque y de los medios, quizá rescatada por la familia.

Santos y Artigas

Lo cuenta Germinal Barral, aquel infatigable cronista que utilizaba el seudónimo de Don Galaor, en una de sus páginas en la revista Bohemia correspondiente a 1954. En el nacimiento del circo Santos y Artigas hubo mucho de casualidad y mucho de soberbia. El ecuánime y sereno Pablo Santos y el impulsivo Jesús Artigas ganaban una fortuna como productores de cine y, entre otros negocios, tenían arrendado el viejo teatro Payret. En esa época —hablamos del ya lejano año de 1915— cuando se hablaba sobre circos cubanos, se hacía imprescindible aludir al Pubillones, regenteado por dos hombres legendarios: Santiago Pubillones y su sobrino Antonio.

Cada año, en diciembre, Santos y Artigas subarrendaban el teatro Payret a Antonio Pubillones para que presentara su espectáculo circense. Santos y Artigas se desvivían por atender a Pubillones. Podía Antonio Pubillones sentarse a pedir por aquella boca que Santos y Artigas no demoraban en complacerlo.

Pero un día, a comienzos de la temporada de 1915, ocurrió lo inexplicable. Necesitaba Jesús Artigas satisfacer a un amigo, con el que tenía compromisos ineludibles, y mandó a pedirle un palco a Pubillones a fin de que el sujeto pudiese disfrutar del espectáculo en compañía de su familia. ¡Asombro! Pubillones respondió que no podía cederle palco alguno.

La respuesta del impulsivo Artigas no se hizo esperar entonces. Dijo a quien le había llevado el mensaje: Pues dígale al señor Pubillones que el año próximo Santos y Artigas tendrá su propio circo.

Enseguida ambos socios le metieron el hombro al proyecto. Pidieron al banco un préstamo de 30 000 pesos y ya con el dinero en la mano fueron a visitar a un agente que podía ocuparse de conformar el programa y de la contratación de los artistas.

—¿Treinta mil pesos? ¡Eso no alcanza ni para empezar!

Al año siguiente, tal como se lo habían propuesto, el circo Santos y Artigas era una realidad, mientras que el circo Pubillones desaparecía en 1923. La nueva agrupación, que durante años desplegó su carpa en la esquina de Infanta y San Lázaro, renovó e inyectó vigor a la escena circense cubana, y dotó a sus actuaciones de un ritmo vivo y picado. Con perseverancia e incluso con el fracaso económico, decir Santos y Artigas era decir circo cubano.

Hasta aquí la respuesta a Juana Torres. Decididamente, Otto Meruelo y los jefes de la Policía Nacional quedan para otra ocasión.

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