Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La muerte se llamaba Laurent

La página de la semana pasada referida al alzamiento popular armado del 5 de Septiembre en Cienfuegos, trajo el mal recuerdo del teniente Julio Laurent, oficial del Servicio de Inteligencia Naval, a quien se le imputa el asesinato del alférez de fragata Dionisio San Román, uno de los responsables de la sublevación mencionada, y, en una larga cadena de crímenes, de la muerte de Lydia y Clodomira, así como de Jorge Agostini, excomandante de la Marina de Guerra y connotado atleta.

A Agostini, Laurent lo ametralló en plena calle. Enviado de operaciones a la antigua provincia de Oriente, ultimó a prisioneros indefensos y sembró el terror y la muerte. Los cadáveres de San Román, Lydia y Clodomira nunca aparecieron. Laurent llevaba a sus detenidos al torreón de La Chorrera, donde operaba en los meses finales de la dictadura batistiana, y allí, a la sombra del comandante Blanco, jefe del establecimiento, los sometía a torturas sin cuento. Cuando constataba que no delatarían a sus compañeros y que nada revelarían de lo que pudieran saber acerca de los planes de la organización en la que militaban, los hacía salir por el portón del fondo del enclave, que da directamente a la costa, los montaba en una lancha y, metidos en sacos con piedras, los iba hundiendo en el agua y sacándolos hasta que, convencido de su silencio, dejaba que el mar se los tragara. No había forma de que aparecieran sus cuerpos.

Laurent y Blanco, en compañía de otros oficiales de la Marina, huyeron de Cuba por mar el 1ro. de enero de 1959. Cree recordar el escribidor que para hacerlo se posesionaron a la fuerza de un yate en Barlovento —actual Marina Hemingway— y obligaron a su tripulación a que los condujeran a territorio norteamericano.

En varias ocasiones el Gobierno cubano solicitó a Washington la extradición de Julio Stelio Laurent Rodríguez. Se le menciona en la nota que el Ministerio de Estado (Relaciones Exteriores) cursó al Gobierno norteamericano el 9 de enero de 1959, en la que se solicita se le retenga hasta tanto se formalice la extradición, atendiendo a sus delitos en Cuba. Vuelve a mencionársele en los cables que el 26 de enero del propio año dirige La Habana a su Embajada en Washington, en los que indica «solicitar a las autoridades correspondientes de Estados Unidos la detención provisional, a los efectos de su posterior extradición, de los prófugos de la justicia que se encuentran en el Centro Migratorio de McAllen, en Texas, entre ellos Julio S. Laurent Rodríguez». Otro intento más se hizo en la nota diplomática del 21 de octubre de 1959, que remitió el Ministerio de Estado a la embajada norteamericana en La Habana, en la que se reitera «la solicitud de extradición del ciudadano cubano Julio Stelio Laurent Rodríguez, acusado como autor de delitos de asesinato, adjuntando la documentación judicial y su traducción».

El sujeto no fue extraditado. Las autoridades norteamericanas no lo molestaron. Un lector cubano, radicado en Puerto Rico, dijo al escribidor que hace muchos años vio a Laurent en Miami. Trabajaba como carpetero en un hotel de cuarta categoría en esa ciudad.

Peor que Ventura

El 11 de septiembre de 1958 fue ejecutado, en Regla, un confidente de los cuerpos policiacos, y el hecho desató la represión en toda la capital. Uno de los detenidos no pudo aguantar el interrogatorio al que fue sometido y delató el paradero de los compañeros que realizaron el atentado.

Por aquellos días, y por separado, habían llegado a La Habana dos mensajeras de la Sierra Maestra. Llegó primero Lydia Doce Sánchez y después, el 9 de septiembre, Clodomira Acosta Ferrales. Ambas se hospedaron en la casa de un combatiente clandestino, en el reparto Juanelo, que producto de la delación fue asaltada por la policía a altas horas de la noche. Después de golpearlos brutalmente fueron acribillados a balazos Alberto Álvarez, de 21 años de edad; Leonardo Valdés, de 23; Onelio Dampiel, de 22 años, y Reynaldo Cruz, de 20. Lydia y Clodomira se abalanzaron sobre los asesinos, siendo arrastradas fuera del edificio y llevadas a la 11na. Estación de Policía, en la esquina de Toyo.

El cabo Caro, en declaraciones en el juicio que se le siguió y antes de ser ejecutado, dio detalles sobre la muerte de Lydia y Clodomira. Ambas gozaban de la absoluta confianza de Fidel y los jefes principales del Ejército Rebelde. Lydia se arriesgaba tanto en el cumplimiento de las misiones que se le confiaban, que otros mensajeros eludían su compañía. Clodomira debía convertirse en el principal enlace del Che, ya en el Escambray, con La Habana.

Dijo el cabo Caro que su jefe, el siniestro teniente coronel Esteban Ventura Novo, le ordenó que las sacara de la 11na. Estación y las condujera a la 9na., en la calle Zapata. Ya en el sótano, Ariel Lima, otro esbirro, las empujó con violencia y como Lydia no pudo levantarse, le dio con un palo en la cabeza. Ese golpe le propició uno nuevo en la cabeza, contra un quicio, y se le botaron los ojos. Ya no habló más: solo se quejaba. A Clodomira le rompieron la boca a golpes. Solo se le entendían las mentadas de madre que propinaba a sus torturadores.

Laurent llamó a Ventura y preguntó si las mujeres habían hablado. Estos animales les han pegado tanto que la mayor (Lydia) está sin conocimiento y la más joven tiene la boca hinchada y rota por los golpes, y solo se le entienden malas palabras, respondió Ventura. Laurent solicitó entonces que se las enviara y Ventura se las mandó «prestadas», pues eran sus prisioneras. Caro las llevó a La Chorrera en el carro de leche, un camión que fue de una lechería y que se movía con detenidos a bordo sin llamar la atención.

El final ya lo imaginará el lector. Laurent, que podía ser peor que Ventura, lo que es mucho decir, en los tormentos, no logró hacerlas hablar y les dio el conocido «paseíto» por La Puntilla.

«¡Me acojo a la amnistía!»

Fue un crimen abominable, en plena vía pública y a la vista de todos. La tranquila manzana enmarcada por las calles 2, 4, 15 y 17, en el Vedado, se vio perturbada aquel atardecer por la presencia de numerosos autos policiales cuyos ocupantes se mantenían a la expectativa. Un hombre vestido con una bata de médico, en cuyo bolsillo superior izquierdo se leía el nombre de Dr. Suárez, descendió de su vehículo, penetró en una casa de la calle 4 y escapó por el fondo para ganar el Hospital Anglo-Americano. Salió a la calle 2 y caminó unos pasos cuando una voz lo detuvo: «Dese preso, comandante Agostini». «Me acojo a la amnistía», respondió de inmediato el aludido.

Era una de las figuras más conocidas de la vida pública cubana. Luchó contra la dictadura de Machado y fue compañero de Antonio Guiteras. Entre 1936 y 1938 peleó en España al lado de la República. El barco que mandaba hundió una embarcación franquista a la altura de Gibraltar. Defendió los colores patrios en los Juegos Panamericanos de Buenos Aires, en varias competencias de tiro con pistola y esgrima, y en las Olimpiadas con Londres, donde compitió en florete y espada. Se le consideraba uno de los mejores tiradores profesionales de la República. Fue jefe del Servicio Secreto del Palacio Presidencial bajo los mandatos de Grau y Prío, y pasó a la oposición tras el golpe de Estado del 10 de marzo.

En 1954 tuvo que buscar asilo en la Embajada de México. Se le acusó de participar, con miembros de la Marina de Guerra, en una conspiración contra la dictadura batistiana. Lo benefició la amnistía decretada por Batista en 1955, lo cual lo situaba, al menos en apariencia, en un plano de pacificación política.

No puede precisarse ya si el capitán Juan Castellanos, jefe de la Sección Política del Buró de Investigaciones de la Policía Nacional, que dirigía el operativo, llamó por radio al teniente Laurent una vez efectuada la detención, o si Laurent estaba allí o apareció sin que nadie lo llamara. Dicen que exigió a Castellanos la entrega del detenido, pero tampoco se sabe si Castellanos lo hizo no sin resistencia. Se dice que en un primer instante hubo negativa por parte del oficial del Buró de Investigaciones, pero que, a una llamada de Laurent, un oficial superior se comunicó con Castellanos y le ordenó que entregara al detenido. Era Laurent el oficial a cargo de su persecución directa.

—¡Agárrenmelo! —ordenó Laurent y dos de sus hombres sujetaron a Agostini. El oficial del Servicio de Inteligencia Naval le pegó entonces en la nuca con la culata de su ametralladora y Agostini se desplomó, inconsciente. Laurent disparó entonces varias veces. Le dio dos tiros de gracia. Uno le salió por el pómulo izquierdo y el otro le vació el ojo derecho. Conducido en un automóvil a la casa de socorros del Vedado, lo tiraron allí sobre el pavimento y lo arrastraron por las piernas hacia la instalación de salud hasta que la protesta de los vecinos obligó a buscar una camilla. Los médicos constataron un cuadro pavoroso: contando solo los orificios de entrada, el cadáver —cabeza, tórax y abdomen— lucía rociado de plomo.

¿Quedará sin castigo la salvajada?

No había en aquellos días censura previa y la prensa oposicionista pudo informar en detalle sobre el alevoso asesinato. La FEU, por boca de José Antonio Echeverría, su presidente, denunció al régimen de Batista como responsable directo de tan horrendo crimen y señaló por su nombre a los autores materiales e inmateriales.

Fidel Castro, recién salido de la prisión, arremetió contra el crimen desde las páginas del matutino La Calle. Decía:

«¿Quedará sin castigo la salvajada? ¿Tiene acaso un grupo de hombres el derecho de arrancarle la vida a sus semejantes con más impunidad que la que tuvieron nunca los peores gánsteres?». —se preguntaba Fidel. Y concluía: «Hoy es Jorge Agostini, nuevo mártir en la lucha por la liberación nacional. ¿Quién será el próximo combatiente en caer acribillado?».

Coda

Juan Castellanos salió de Cuba con el triunfo de la Revolución y se radicó en República Dominicana. Poco después era apresado por la Inteligencia trujillista y sometido a torturas: le aplicaron descargas eléctricas y lo mantuvieron sumergido, hasta la barbilla, en un tanque de agua pestilente durante varios días. Nada reprobable hizo el exoficial cubano en Santo Domingo. El hecho fue producto de las rencillas existentes entre el exdictador Fulgencio Batista y Rafael L. Trujillo, el sátrapa dominicano. Lo cuenta el coronel Orlando Piedra, quien fuera jefe del Buró de Investigaciones de la Policía cubana, en sus memorias. Castellanos requirió de un tratamiento de electroshock para reponerse del mal momento.

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