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Aquellos candidatos de ayer (2)

Llevar a juicio a un parlamentario, así fuera por una infracción de tránsito, era fruto de un proceso que comenzaba cuando un tribunal suplicaba al cuerpo colegislador al que pertenecía el presunto culpable que le retirara la inmunidad a fin de que pudiese ser juzgado; suplicatorio que debía ser aceptado o rechazado en el plazo de los 40 días siguientes de haberse librado. No habían transcurrido todavía diez días de la muerte del representante Arturo Vinent Juliá cuando el Senado se reunía para considerar el pedido que en ese sentido hacía el Tribunal Supremo en contra de su asesino, senador Luis Caíñas Milanés.

No era un procedimiento inédito en el parlamento cubano. En los comienzos de la República, la Cámara de Representantes le retiró la inmunidad al general Silverio Sánchez Figueras por la muerte, en un duelo irregular, del también legislador Severo Moleón (Ver JR, 25-1-2004) y en 1931 el senador Vidal Morales y el representante Arias se vieron privados de las suyas por su implicación en el tiroteo donde perdió la vida el jefe de la Policía habanera (JR, 4-4-2004). Luego, en 1922, el representante José Cano dio muerte en el hotel Luz a su colega Martínez Alonso. También se le retiró la inmunidad, pero logró huir al extranjero (JR, 1-2-2004) como hizo en 1931 el senador Modesto Maidique luego de matar a tiros al también senador Zayas Bazán (JR, 13 y 20-6-2004). Cuando el representante Mariano Corona, comandante del Ejército Libertador y director de El Cubano Libre, fue acusado de la muerte del periodista Constantino Insua, él mismo pidió a la Cámara que se le privase de su inmunidad. Fue absuelto en el juicio, como lo fue Vidal Morales y no así Arias, que enloqueció en el Castillo del Príncipe.

En cuanto al pedido de supresión de la inmunidad de Caíñas Milanés, el Senado tenía interés en poner punto final cuanto antes a tan espinoso problema a fin de librarse de las presiones que por un lado sufrían sus miembros por parte del superministro José Manuel Alemán que, con el propósito de que no se accediera al suplicatorio, intentaba comprar a todos —oposicionistas y partidarios del régimen— con el ofrecimiento de una nutrida lista de puestos burocráticos con cargo al célebre Inciso K y la Renta de Lotería, y, por otro, las de la viuda de la víctima, señora Amelia Ross, que con lágrimas, pero con firmeza pedía justicia para su esposo desaparecido. Por encima de esas presiones gravitaba la mirada vigilante y fiscalizadora de la opinión pública.

BOLA NEGRA

Así, el día 27 de octubre de 1947, a las cuatro de la tarde, el comunista Juan Marinello, senador por Camagüey y vicepresidente del Senado, declaró abierta la sesión donde se dirimiría el asunto, y cinco minutos después traspasaba su responsabilidad al auténtico Miguel Suárez Fernández, senador por Las Villas y titular en propiedad del cuerpo, que había llegado tarde al ala izquierda del Capitolio. Efectuado el pase de lista, se comprobó que había quórum para celebrar la reunión, pues asistían 45 del total de los 54 senadores (eran nueve por cada una de las seis provincias) y enseguida «Miguelito» anunció que como se abordaría un asunto que afectaba a un miembro del Senado, la sesión sería secreta, por lo que se desalojarían las tribunas públicas. Invitó, además, a los periodistas a que abandonaran el local, y también fueron sacados del recinto los ujieres y taquígrafos antes de que se iniciara la lectura del largo y farragoso documento del Supremo, que reproducía el auto de procesamiento por el asesinato de Arturo Vinent y la petición en cuanto a su asesino.

Terminada la lectura, solicitó  la palabra el ortodoxo Pelayo Cuervo; demandó una votación nominal, de manera que quedase constancia en acta de quiénes votaban a favor del suplicatorio del Supremo y quiénes en contra. A eso se opusieron varios senadores, entre ellos el republicano Santiago Rey que, invocando preceptos legales, exigió que la votación se hiciera con bolas negras y blancas, como era habitual en los casos donde se enjuiciaba la conducta de un miembro del cuerpo. La discusión en torno a ambas propuestas parecía hacerse interminable. Ortodoxos y comunistas —había tres entonces en el Senado— se pronunciaban  sin vacilaciones por la votación nominal, pero la mayoría de los restantes se apegaba a la idea de la votación secreta. Era un momento difícil para muchos de ellos, en especial para Carlos Prío, ministro y senador por Pinar del Río, que como parte del equipo gobernante debía votar en contra de que se le retirara la inmunidad a Caíñas,   pero que como aspirante a la Presidencia de la República debía hacerlo a favor para no enajenarse el apoyo de los seguidores de Vinent.

Al fin, por 27 votos contra 18, triunfó la propuesta de la votación secreta y dos mujeres penetraron entonces en el hemiciclo. Una portaba una copa cubierta; la otra, una caja pequeña con las bolas. Cada uno de los senadores presentes debía escoger la suya: blanca, si accedía al suplicatorio; negra, en caso contrario, y la depositaría en la copa. El conteo final arrojó las cifras siguientes: 28 bolas blancas y 17 negras. Luis Caíñas Milanés, privado de sus fueros, debía responder ante la justicia por su crimen. Pero no llegó a hacerlo. Fuera del Capitolio, en  compañía de José Manuel Alemán, esperó el fin de la sesión y una vez enterado del resultado del conteo de bolas salió del país con destino a la Florida.

POSTULADO

Todo parecía haber acabado para él. En rebeldía, los tribunales le iniciaron un proceso con exclusión de fianza. Debía ser internado en un establecimiento penal como medida preventiva y se reclamó su extradición al gobierno norteamericano, que nunca lo repatrió. Pero en la Isla, Caíñas Milanés tenía amigos que trabajaban a su favor y las gestiones y el interés singular de Alemán y del republicano Guillermo Alonso Pujol, senador por Matanzas y aspirante, por la Coalición Auténtico Republicana, a la Vicepresidencia de la República, dieron sus resultados cuando la asamblea del Partido Auténtico en la provincia de Oriente lo postuló como representante a la Cámara.

La viuda de Vinent, con indignación y dolor, dirigió entonces una carta al doctor Grau, cabeza cimera de ese partido. Pero no se contentó con aquella misiva al mandatario, sino que promovió en la Junta Provincial Electoral de Oriente un recurso de impugnación contra Caíñas que pareció que progresaría cuando esa instancia dispuso que se le tachara de la lista de candidatos por no gozar de todos los derechos civiles y políticos, limitados por el auto de procesamiento, y porque la Instrucción General 40 de 1944 impedía postularse a procesados por delitos políticos contra personas. Amigos y correligionarios de Caíñas, luego de insistir en su inocencia, acusaron a su vez a la parte contraria de querer barrerlo de la escena política y de que preparaban un complot para asesinarlo, lo que impedía a Caíñas retornar a Cuba y enfrentar el juicio correspondiente.

Mientras tanto, en Miami Beach, cómodamente instalado en la casa marcada con el número 11 de la calle Terrace, lo que era sabido tanto en Cuba como por las autoridades migratorias norteamericanas, Caíñas se quejaba, con amargura, de que José Manuel Alemán no lo recibía ni Alonso Pujol tampoco. Sin nada que hacer —«nadie se acuerda de mí», repetía— dormía durante casi todo el día y recorría a pie la playa por la noche.

Nada evitó al cabo que Caíñas figurase en el ticket cameral del Partido Auténtico y que saliera electo en los comicios del 1ro. de junio de 1948. Todavía, sin embargo, quedaba una oportunidad  para impedir su acceso a la Cámara de Representantes cuando el pleno de ese cuerpo se reuniera, el 24 de septiembre, para dictaminar sobre los certificados de elección de sus miembros. El día 23 la viuda de Vinent volvió a la carga. En una misiva dirigida esa vez a cada una de las esposas de los legisladores les pedía que hicieran cuanto estuviese a su alcance para impedir la validación del acta de Caíñas Milanés. Decía: «Ayer la víctima fue mi esposo; mañana puede ser el de usted si quedan impunes los crímenes de esta naturaleza…».

El día del pleno, los parlamentarios ortodoxos y comunistas pidieron la tacha del acta de Caíñas, todavía en EE. UU. Solo un legislador auténtico, Teodoro Tejeda Setién, les dio su apoyo, velando por la higiene moral del Congreso y la República, y la propuesta, carente de votos suficientes que la respaldaran,  no progresó. La Cámara de Representantes abría así sus puertas a un asesino.

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