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Cómo se derribaron las murallas

Hace unos diez años abordamos en esta página el tema de las murallas. Hoy vuelve el escribidor sobre el asunto, para hablar, sobre todo, del derribo de aquel cinturón de piedra que, decía el historiador Emilio Roig, rodeaba y defendía, como inexpugnable fortaleza de su época, «la primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San Cristóbal de La Habana». Y recrear, de paso, la vistosa ceremonia que precedió a su demolición.

Sí, pero no

Las murallas comenzaron a construirse el 3 de febrero de 1674 y se concluyeron  hacia 1797. Fueron el refuerzo y el colofón, dice el profesor Félix Julio Alfonso López, del poderoso complejo defensivo de La Habana en los siglos XVI y XVII que comprendía las fortalezas abaluartadas del Morro, La Punta y La Fuerza. Por su parte terrestre iban desde el Arsenal (actual Terminal de Ferrocarriles) hasta el castillo de la Punta, y por la parte marítima, desde esa fortaleza hasta el Arsenal.

Precisa Félix Julio que en el tramo que comprendía la parte terrestre, el muro tenía la forma de un polígono irregular y contaba con nueve baluartes y tres semibaluartes unidos por cortinas intermedias de dos metros de espesor. Los paños de cortina alcanzaban hasta diez metros de alto y el foso que la rodeaba y que nunca llegó a tener agua, era poco profundo, pero bastante ancho. A partir de la base de las murallas solo se podía edificar a una distancia de 1 500 yardas (1 yarda = 0,914 metros) que era el alcance de un tiro de cañón. Tenía una longitud total de 4 852 metros.

Roig, siguiendo al historiador Pezuela, no se entusiasma mucho con la obra. Apunta que las cortinas intermedias eran reducidas y que la anchura de los fosos no guardaba proporción con la profundidad. Añade que el camino cubierto, con sus correspondientes plazas de armas carecía de troneras, tenazas, caponeras y rebellines, y se comunicaba con el exterior por medio de seis fuertes.

El muro que daba al mar, recuerda Emilio Roig, era la parte mejor de las murallas, y desde allí lucharon cruenta y heroicamente, en 1762, las milicias habaneras y esclavos africanos que defendieron la ciudad contra el ataque del ejército y la armada británicos; capitularon solo cuando los jefes militares y navales españoles se rindieron el 12 de agosto de aquel año.

22 años de espera

La Habana crecía y crecía hacia fuera. Empezaba a hablarse de una Habana vieja o antigua y de otra nueva o moderna. Con los años aquel enorme cinturón de piedra, levantado con mano de obra esclava, fue haciéndose cada vez más inoperante y  perdiendo su significación para la defensa de la capital. Cada vez era mayor la parte de la ciudad que quedaba fuera de su protección y  los progresos alcanzados por la artillería y las artes de la guerra hacían obsoletos aquellos gruesos muros que, de noche, incomunicaban la villa y de día dificultaban y demoraban el tráfico.

En 1841, el Ayuntamiento habanero pidió permiso a Madrid para el derribo de las murallas. Demanda que acogió e hizo suya José Gutiérrez de la Concha, Marqués de La Habana, Gobernador de la Isla entonces. Pedido que se reiteró en 1855 y 1857 y que no se concedería hasta 1863 gracias a las gestiones del gobernador Domingo Dulce Garay, Marqués de Castell Florit, y al apoyo que en ese sentido dio Gutiérrez de la Concha, a la sazón Ministro de Ultramar. La autorización oficial llegó por Real Orden de 22 de mayo. Otra orden de 11 de junio hacía las precisiones pertinentes para el derribo de las murallas desde el fuerte de La Punta  hasta la puerta del Arsenal.

Se disponía que el Ayuntamiento habanero fuera el encargado de abrir en el muro los boquetes necesarios, trazar las calles nuevas y empalmarlas con las antiguas, tirar las aceras y asumir la construcción de las alcantarillas, así como la infraestructura para el agua, el gas y la electricidad. Las órdenes establecían además que el Cuerpo de Ingenieros podía reclamar los materiales resultantes del derribo que necesitara, y facultaban al departamento de Hacienda a subastar los terrenos que luego del trazado de las calles quedasen disponibles. Se exceptuaban de esa subasta los solares que, siempre que no fueran de los más costosos, se escogieran para edificar cuarteles y otras instalaciones militares. Hacienda indemnizaría al Departamento de Guerra por los perjuicios que el derribo ocasionara en sus dependencias. Los particulares tendrían un plazo preestablecido para comenzar sus edificaciones en los terrenos que adquirieran.

El escenario

Quiso el Ayuntamiento solemnizar el inicio del derribo. Una alocución de Domingo Dulce anunciaba que el 8 de agosto de 1863, a las siete de la mañana, se pondrían manos a la obra y hacía saber que serían feriados los día 9 y 10. La Gaceta de La Habana daba a conocer los detalles del ceremonial del primer día. El periódico La Prensa, del 9 de agosto, relató los pormenores del acto.

La fiesta estuvo a un tilín de aguarse por la lluvia pertinaz que cayó desde las cinco de la mañana. El tiempo mejoró y a las seis con treinta minutos pudo reunirse el Ayuntamiento en la sala del Cabildo y pasar de inmediato a presencia del Gobernador para salir, poco antes de las siete, hacia las puertas de Monserrate, lugar preparado para la inauguración.

Allí, entre las dos puertas, la de Obispo y la de O’Reilly, se había levantado una plataforma a la que se accedía gracias a una escalinata flanqueada por dos leones de bronce y los escudos de España y La Habana. Una gruesa alfombra cubría el piso de la tarima y tres grandes toldos la protegían del sol, mientras que jarrones, paños de seda carmesí y banderas adornaban la escena. Cerca, de cara a la plazoleta, se erigía un altar recubierto de terciopelo púrpura y encajes blancos y en el frente principal de la plataforma un dosel resguardaba los retratos de los reyes, cubiertos por una cortina carmesí. Tres sillones se hallaban dispuestos en el tablado, destinados al Capitán General; el Obispo de La Habana, y el jefe del Apostadero.

El ceremonial

La comitiva oficial, al salir de Palacio, iba precedida de los clarines, maceros y ministros de varas del Ayuntamiento. Les seguían el secretario de dicha corporación, síndicos regidores, tenientes de alcalde y el regente de la Audiencia pretorial. También, en ese orden, el Intendente General del Ejército y Hacienda, el Conde de Cañongo, alcalde municipal, el Gobernador Político, el Comandante del Apostadero y el Obispo. Cerraba la marcha el gobernador Domingo Dulce con su ayudantía.

Los invitados esperaban la llegada de esas autoridades en el terrado de la plaza. Los curiosos trataban de seguir el acto desde las calles de Obispo, O’Reilly y San Rafael, apiñándose además en balcones, ventanas y azoteas. Un cuerpo de tropas escogidas, con uniforme de gala de verano, rendía guardia en la plazuela.

Poco antes de las siete llegó la comitiva y fue recibida con grandes miramientos al pie de la escalinata. A los acordes de la Marcha Real descendió el Capitán General de su carroza de lujo tirada por caballos empenachados y servida por cochero, paje y cazador, todos de gran librea. Acompañado del Obispo, el Comandante del Apostadero y otras autoridades, subió Dulce a la plataforma y descorrió el velo que cubría los retratos de Isabel II y de Francisco de Asís, alias «Paquito», el rey consorte cornudo, mientras que la brigada de artillería, apostada en la cortina del Tívoli, saludaba el acto con 21 cañonazos.

El Secretario del Ayuntamiento, visiblemente emocionado, leyó la Real Orden que disponía el derribo de las murallas, palabras que el Capitán General cerró con un ¡Viva la Reina! que los presentes corearon. A continuación el Conde de Cañongo expresó el agradecimiento del pueblo de La Habana a la Corona «por la disposición soberana que ha permitido reunir las dos poblaciones que tenían divididas estas murallas; murallas que la ciudad levantó para su seguridad, y que se volvieron inútiles por la prosperidad y crecimiento de la villa». Ocupó Dulce la tribuna y resaltó lo grande que debía ser la gratitud de los habaneros a la Reina por la merced que la augusta señora acababa de concederles. Afirmó: «Cuántos beneficios debe reportar a la población entera el derribo de las antiguas murallas de La Habana y la nueva línea de fortificaciones de la ciudad que se ha de llevar a cabo con toda la rapidez posible, y cuánto bien debe esperar el país siempre regido por el suave cetro de doña Isabel II».

Entonces el Obispo, revestido de pontifical, con báculo de oro macizo y pectoral formado de grandes amatistas y diamantes, incensó al Capitán General, a la concurrencia y a la muralla e hisopeó con agua bendita a cuantas personas se concentraban en el lugar.

El picazo

Al terminar la ceremonia religiosa, el Gobernador Político y el Alcalde acompañaron al Capitán General al lugar designado para derribar la primera piedra y con el pico de honor que le entregaron dio un golpe en ella. Dijo: «En el nombre de Dios Todopoderoso, y en el de Su Majestad, nuestra excelsa Reina, que Dios guarde, y cumpliendo lo dispuesto en su Real Orden, inauguro el derribo de las murallas. ¡Viva la Reina!».

Enseguida los zapadores, en traje de gala, hicieron caer la piedra al foso y continuaron el derribo hasta dejar abierto un boquerón.

Otros 21 cañonazos cerraron el acto.

Final

Los boquetes para que las calles enlazaran las dos Habanas se abrieron con relativa rapidez, y con igual celeridad se derribaron algunos de los lienzos de murallas para construir plazas, paseos y algunas edificaciones. Pero su demolición total, asumido en sus primeros años por esclavos, demoró décadas en concluir. Durante la ocupación militar norteamericana (1898-1902) se aceleraron las obras, pero al advenir la República quedaba aún mucho por hacer. Obras de crecimiento y ensanche de la ciudad, al igual que de saneamiento, impusieron la destrucción total de los viejos muros.

El costo de su derribo corría por cuenta de los que adquirían los solares y que debían pagar, adicionalmente al valor del terreno, el precio de la piedra que se calculaba le serviría para las construcciones.

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