Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los stereo-típicos (Remix)

La existencia de grupos como los repas, mickies y freakies no es algo exclusivo de Cuba. ¿Hay motivos para preocuparse de sus conductas extravagantes? 

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No hay conducta extravagante que pase inadvertida. De hecho, esa es una de sus finalidades: ser advertida, comentada y adorada, aunque no enjuiciada con espíritu crítico. Para muchos, los que están a la moda son unos extravagantes conscientes; pero no siempre ser extravagante supone estar a la moda, al tanto de «la última». Para serlo basta con crearse un tipo social cuya imagen y comportamiento lo distancie lo más posible de la mayoría. Claro que no todos en esta vida están dispuestos a asumir estoicamente el régimen que impone parecer distinto, máxime cuando dicha transformación trae consigo el consabido rechazo; al menos, el mirar torcido de algunos.

Sin embargo, no faltan los individuos que se arriesgan y montan su propio personaje, a veces ignorando que a la larga esa supuesta exclusividad alcanzada será pasajera, y tarde o temprano serán uno más. Y es que así es la vida: nada permanece en los márgenes por demasiado tiempo; todo viene, como por gravedad, aunque a su tiempo, a caer en el centro mismo de lo común, de lo «normal».

Ninguna sociedad escapa de sus extravagantes, de sus diferentes; pero dejemos las cosas claras desde el inicio: no hay por qué alarmarse. Para nada son una plaga. Y resulta llamativo cómo los tipos sociales de los que hemos venido hablando estas últimas semanas —repas, mickies, freakies...— no son exclusivos de Cuba (aunque adopten otros nombres) y no pocas veces son retratados precisamente por una expresión artística que es, la mayoría de las veces, su motivo de aglutinación: la música.

En otros países los ejemplos sobran: Rubén Blades con el tema Chica plástica; Joaquín Sabina y su graciosa canción Barbi superstar... La lista sería interminable. Y claro, esta tierra también tiene sus cronistas, desde las orquestas de música popular, hasta los raperos y los trovadores. El joven cantautor Adrián Berazaín cuenta con una pieza de ese corte:

Esa muchacha con sus ojos verdes Benetton,/ un Chanel de excusa por olor/ y un vestido corto Christian Dior,/ qué facha.

Tiene un celular para cuando llame su papá,/ tiene carro y lo saca a pasear,/ vive muy feliz en Miramar, / que estampa.

Pobre corazón y no se da cuenta./ Pobre corazón y no se da cuenta.

«Este tipo de canción no es para nada algo nuevo. Yo simplemente trato de ser la voz de una parte de mi generación. No critico la superficialidad de los mickies, sino la importancia que esta llega a tener para ellos, o sea, lo material. Es curioso, reflexiona Berazaín, cómo mientras para los mickies lo exterior es lo esencial, la gente los ve con mejores ojos, por ejemplo, que a los roqueros. Yo pienso que estos últimos, que tienen una inmerecida fama de violentos, de irresponsables, son, sin embargo, menos excluyentes que los primeros».

Con lo dicho hasta aquí, el lector podría pensar que ya está preparado para identificar algunos de estos individuos: ropa negra, tatuajes y manillas metálicas, freaky; gorra ladeada o con la visera hacia atrás, y pulóveres anchos de colores vivos, repa; zapatillas de marca, pantalones ajustados y celular en la cintura (o en la cartera), mickies... Mas no, esto sería un criterio muy reduccionista del fenómeno. Se estaría cayendo en un juicio a priori solo avalado por lo aparencial, y no en un análisis que vaya al encuentro de lo que se esconde debajo de los atuendos.

ESTEREOTIPO DEL ESTEREOTIPO

Es jueves por la noche y el Salón Rosado de La Tropical está a tope. El ambiente que se mueve a ritmo de los roqueros y, sobre todo, la música estridente, espanta a no pocos vecinos del lugar. Esa misma noche, a la salida de la discoteca de Línea y F, los que habitan en sus cercanías duermen tranquilos. Esa repulsión hacia los noctámbulos de La Tropical es resultado de una tergiversación del estereotipo: ¿por qué tienen necesariamente que aflorar allí comportamientos agresivos, y en este otro sitio no? ¿Solo porque los mickies lucen más «correctos»?

«Los estereotipos que han hecho que se excluya a un grupo en específico, son también estereotipos en sí mismos. Cuando se opera de esa manera, se corre un peligro: el “excluido” hará todo lo que esté a su alcance para reafirmar su identidad, incluso ir más allá de lo aceptado socialmente», apunta Dalgis López Santos, investigadora del Centro de Estudios sobre la Juventud (CEJ).

Su colega, Ana Isabel Peñate Leiva, aporta otro elemento: «La exclusión es contraproducente. Si yo me siento apartada, si no me aceptan porque me visto diferente a la mayoría, busco a quienes son iguales a mí, que comparten mi mismo gusto. Es como un mecanismo defensivo. No olvidemos que otro rasgo de la juventud es su tendencia a transgredir las normas».

José Lázaro Hernández Gil, director del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS), opina que «la identidad del cubano no incluye solo su homogeneidad, sino también su diferenciación. Si los jóvenes se dividen en diversos grupos, el reto está en crear principios comunes que logren unirlos e incorporarlos a aquellas tareas más útiles.

«Tengamos en cuenta que los freakies, mickies y repas son un producto de la sociedad. Si se les cuestiona, entonces la estamos criticando también a ella. Es necesario desarrollar una política diferenciada. Buscar dentro de esa diversidad aquellos elementos que les atraen, estudiarlos, analizar cómo compartir con ellos, y a la vez dejar que se desarrollen».

Mientras, la psicóloga Mareleen Díaz Tenorios, jefa del Departamento de Familia de dicho instituto, haciendo un poco de historia, recordó que los 90 se caracterizaron por una aguda crisis socioeconómica, que potenció la diferenciación. «Esta división entre los jóvenes, por ejemplo, siempre existió, pero con la llegada del período especial se hizo más evidente. Esto no debe verse como algo negativo: las personas son distintas y se pueden agrupar de acuerdo con intereses comunes, y mantener su identidad, sus valores: su esencia humana.

«No es correcto valorar superficialmente a esos jóvenes, que por las características psicológicas de la edad, asumen preferencias y gustos extravagantes. En tanto esas necesidades o prioridades no sean completadas con vicios como el alcohol, la droga u otros delitos, no hay por qué negarlos; ellos también merecen respeto», alerta.

¿QUIÉNES SON?

Reunirse en grupo le posibilita al joven y al adolescente, además de identificarse, diferenciarse de otros. No obstante, formar parte ahora de un colectivo determinado no significa que lo integrará por siempre, justamente porque la juventud es una etapa de la vida en que la identidad está en un proceso de construcción perenne, en que constantemente se están adicionando nuevos significados. Lo que hoy es interesante, mañana no, es decir, que el hecho de que ahora sea freaky, roquero, repa o micky no significa que lo será eternamente, o a lo mejor sí, pero esto puede cambiar.

Según la psicóloga Laura Domínguez, profesora titular de la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana, en la adolescencia encontrar el lugar a que se aspira dentro del grupo de iguales es fundamental para el bienestar emocional del adolescente. «Es por ello que cuando lo logra, sigue “ciegamente” los requerimientos y las normas que establece el grupo, aun cuando no esté completamente convencido de que estas son las que se ajustan a sus deseos, con tal de saberse aprobado por los demás. Y es que es justamente en este espacio, donde satisface las necesidades propias de esta edad, donde se siente más independiente y puede autorreafirmarse.

«Los mickies, freakies, repas, son una expresión de esa necesidad, que puede canalizarse a través del uso exagerado de la moda, o de una preferencia musical que puede convertirse en casi una adicción».

Laura está convencida de que si el grupo refleja adecuadamente los valores sociales deseables, entonces este colectivo se convierte en un lugar de desarrollo de la personalidad del adolescente o del joven, «de lo contrario puede conllevar a que protagonice actos francamente reprochables, porque cuando se está en el grupo nadie es responsable en particular, sino que se genera una cierta impunidad.

«Cuando sucede esto, no pocas veces, al indagar sobre estos adolescentes o jóvenes, descubres que no tuvieron una infancia del todo feliz, que provienen de familias disfuncionales, que en sus hogares el estilo de comunicación es autoritario o que no existe el diálogo abierto y sincero con el joven o adolescente de modo que al mismo tiempo que conozca sus deberes sienta que se les respetan sus derechos. Sin duda, el espacio donde él puede burlar el control del adulto es en el grupo.

«No obstante, el hecho de que un adolescente o joven se asocie a un grupo determinado es completamente normal, solo que en los casos que nos ocupan, como no hay una cultura de aceptación de lo diferente, nos asustamos y es cuando aparece el rechazo social. Lo más importante es tratar de acercar a estos grupos a lo deseable de una manera instructiva, y sin reprimirlos.

«Si les ofrecemos un espacio, donde se sientan reconocidos, no tendrán por qué contravenir las normas», enfatiza Domínguez.

SÍMBOLOS MÁS QUE BOMBAS

Quizá los artículos anteriores sobre este tema hayan dejado dudas en los lectores, acerca del alcance del fenómeno. Al respecto Ana Isabel Peñate, especialista del CEJ, esclarece. «Tengo la sensación de que esto se da fundamentalmente en la Ciudad de La Habana, que tiene sus particularidades por ser la capital del país, a pesar de que estos grupos pueden aparecer en otras provincias. Por tanto, no son todos los jóvenes cubanos, pero sí una parte de ellos, lo que es suficiente para que se les preste atención.

«Este hecho no es exclusivo de Cuba, ni lo es tampoco del presente. En estas edades, escuchar música, por ser una de las maneras principales de recreación, es esencial. Pero la música transmite formas de comportarse, de vestir, de actuar».

Y justamente aquí puede estar el principal peligro. Posiblemente de tanto repetirse, algunos no le presten la debida atención a lo que representa la guerra cultural, esa que, según Luis Britto García, no se gana con bombas, sino con símbolos. En su libro El imperio contracultural: del rock a la postmodernidad, el destacado escritor venezolano comenta cómo las grandes potencias acuden a las armas cuando se les han agotado los recursos de persuasión y de control mediante la industria de la cultura. De ahí la necesidad de estar avisados contra la reproducción por algunos de nuestros medios de patrones que tienen su origen en esta estrategia de manipulación.

Britto asegura que las grandes potencias están convencidas de que mediante la cultura se logra la imposición de la voluntad, se inculcan conceptos del mundo, valores o actitudes. «Con operaciones de penetración, escribe en las páginas de El imperio contracultural..., de investigación motivacional, de propaganda y de educación, los aparatos políticos y económicos han asumido la tarea de operar en el cuerpo viviente de la cultura.

«Esta operación tiene como instrumental quirúrgico, un arsenal de símbolos; como campo, el planeta, como presa, la conciencia humana. Sus cañones son los medios de comunicación de masas, sus proyectiles las ideologías».

Y claro, en ese amplio campo el más vulnerable y atractivo para trabajar «culturalmente» es el sector juvenil. Este mercado, ante todo, analiza Britto, es lo suficientemente amplio como para que el sistema industrial le preste atención e intente ganárselo mediante una especial conformación de los productos y de la propaganda, consciente de que en el joven su área de decisión en el consumo se refiere a bienes más rápidamente perecederos y en los cuales la utilidad simbólica prevalece sobre la real: ropa, grabaciones musicales, adornos, artículos deportivos, vehículos no utilitarios, juguetes.

«El joven dotado de capacidad creativa inventa estos símbolos; aquel que no la tiene, los consume. El joven obsesionado por la integración consume los que le acercan al rol que se espera de él; el distanciado usa aquellos que lo diferencian. En todo caso se trata de un mercado de símbolos, de un mercado cultural».

PUNTO ROJO

Estas ideas de Luis Britto pueblan los pensamientos de no pocos en la Isla, quienes señalan como un punto rojo el hecho de que el consumismo, la banalidad, la superficialidad, señoreen entre los muchachos que integran estos grupos. Algunos incluso preferirían establecer un filtro para decantar todo lo que podría ser perjudicial para estos jóvenes.

Sobre el tema, Dalgis López opina que el camino debe ser otro: «Tenemos que ubicarnos en que Cuba está abierta a influencias de todo tipo: económicas, políticas, culturales..., y eso siempre constituye un riesgo en relación con qué nos puede llegar y qué podemos asumir. El modo de contrarrestar lo que pueda ser perjudicial es brindar un producto nacional auténtico, capaz de competir con otros patrones, para que no lleguen a imponerse, a estar por encima de los nuestros. No será la primera vez que se tome lo mejor, lo más revolucionario de lo que nos llega, y lo aplatanemos».

«Ser un joven roquero, freaky, micky o repa, esclarece Ana Isabel, no significa que mis principios y mis valores estén contra el proceso político social que se lleva a cabo en el país, una cosa no lleva necesariamente a la otra. Ahí entra a jugar la escala de valores individuales, del grupo.

«No obstante, todos los medios de comunicación tendrían que trazar una estrategia con el fin de ofrecer productos atractivos para este sector, cuya existencia se define por una pluralidad de vacíos, y que está a merced tanto de influencias negativas como positivas».

«Estoy convencida, dice Dalgis, de que grupos como estos no se hubieran formado en la década del 70, porque las juventudes tenían otra visión del mundo. Lo más importante entonces era identificarse, más que todo, como jóvenes cubanos. Ahora no podemos escapar de la globalización, el turismo nos ha “invadido” con influencias culturales y símbolos de todo tipo, y los jóvenes, sin dejar de perder su apego por lo cubano, se sienten más universales».

Algo es evidente. Y es que una buena parte de la sociedad cubana no mira con buenos ojos a estos grupos, quizá porque, por lo general, se agrupan alrededor de culturas foráneas, que a veces se asocian (en no pocas ocasiones sin razón) con fenómenos eminentemente negativos.

«Las dos investigaciones del Centro de Estudios sobre la Juventud considera que en la medida en que se vean como algo más natural, la actitud de la gente hacia estos jóvenes será diferente. El tatuaje, por ejemplo, siempre fue vinculado con los marineros, los presidiarios, con la prostitución, sin embargo, ahora se habla hasta de arte. No es que la sociedad esté ciento por ciento de acuerdo con eso, pero al menos la gente reflexiona y piensa. Ya no es tan categórica. La sociedad cambiará, pero eso requiere de tiempo», ejemplifica Dalgis.

Estas especialistas consideran que lo peor es que cedemos terreno. «A los jóvenes les atraen las viseras, las gorras, los pulóveres, los llaveritos, y nosotros tenemos muchas cosas buenas que entregar, pero no tenemos el soporte necesario, y eso, que puede parecer una bobería, algo superficial, para ellos es importante», explica María Isabel.

«Si yo sé que para el joven eso es esencial, ¿por qué no promover un determinado ideal que se corresponda con lo que queremos? Pero en ocasiones les cedemos el espacio a otros. Nuestros artistas podrían ayudar mucho en ese sentido, pero a veces son un reflejo exacto de lo foráneo. Y no es que tengan que cantar rap en guayabera, pero no deben olvidar que ellos se convierten en patrones para los adolescentes y jóvenes, en sus ideales. No es tan complicado, solo deben mostrar una imagen creíble».

Evidentemente, la escasez de opciones recreativas que satisfagan las exigencias de los adolescentes y jóvenes se halla entre las razones que han propiciado el surgimiento de mickies, freakies, repas... Y aunque este asunto no ha dejado de estar en el centro de atención de muchos, Dalgis considera que aún no es suficiente, que resta mucho por hacer.

«Hay que pensar en espacios donde puedan reunirse, recrearse, y donde les propongamos cosas nuestras, que sean interesantes, atractivas, que los propios jóvenes participen en su concepción, pues la mayoría de las veces somos los adultos quienes diseñamos o pensamos cómo deben ellos divertirse y no tomamos en cuenta sus intereses y necesidades. De lo contrario siempre estará la posibilidad de que aparezca un “inteligente” que aproveche esa necesidad de esparcimiento de los muchachos para involucrarlos en cosas que nada tienen que ver con las preferencias musicales y las conductas extravagantes».

Invasión desde el ocultismo*

Desde el ocultismo, pasando por los delirios, la rebelión y los deportes de riesgo, parece que la eterna necesidad de escapar del mundo nunca ha gozado de tan buen marketing especializado.

Impulsadas por la promesa de las marcas y por el mercado juvenil, las empresas atravesaron un período de energía creativa. Lo cool, lo alternativo, lo joven, lo novedoso o como se le quiera llamar constituía la identidad perfecta para las empresas dedicadas a productos que deseaban convertir en marcas basadas en imágenes trascendentes. Los anunciantes, los directores de marcas y los productores de música, de cine y de televisión, se apresuraron a volver a la escuela secundaria, estudiando a los alumnos en un frenético esfuerzo para aislar y reproducir en anuncios de televisión la «actitud» exacta que los adolescentes y los veinteañeros iban a ser inducidos a consumir al mismo tiempo que las comidas rápidas y las canciones.

Lo cool (...) es lo que vende servidores psicodélicos de Internet; es equipos deportivos de última, relojes irónicos, zumos de fruta inimaginables, vaqueros kitsch, zapatillas posmodernas y colonias hombre-mujer. Nuestra «edad ideal», como se dice en los estudios de marketing, se sitúa alrededor de los 17 años. Esto vale tanto para los hijos de la explosión demográfica de 47 años de edad que temen perder su cool como para los niños de siete que imitan a los Back Street Boys.

Durante la década pasada, los jóvenes negros de los suburbios estadounidenses han sido el mercado más agresivamente investigado por los grandes de las marcas, que buscaban en ellos un «significado» y una identidad prestadas. Esta fue la clave del éxito de Nike y de Tommy Hilfiger, que fueron catapultadas al superestrellato de las marcas en no pequeña medida por los muchachos pobres que incorporaron a Nike y al Hilfiger al estilo hip-hop en el mismo momento en que MTB y Vibe (la primera revista hip-hop, fundada en 1992) ponían el rap ante los reflectores de la cultura juvenil.

Ahora las grandes marcas han aprendido que las ganancias que ofrece la ropa de marca no solo emanan de su compra, sino también de que la gente vea el logo de la empresa en las personas «adecuadas».

* Fragmentos tomados del libro No logo, de la escritora canadiense Naomi Klein

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