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El III Reich por dentro

Un apasionante libro, aún inédito, sobre los horrores del nazismo, de Roberto Regincós y el colega Luis Hernández Serrano, ofrece desgarradoras revelaciones acerca de aquel flagelo

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Juventud Rebelde

Uno de los sacerdotes del campo de concentración de Dachau, ya moribundo, a punto de ser asesinado en la cámara de gas por los verdugos nazis, comentó: «¡No tengo ninguna deuda con Dios, pues ya estoy en el Infierno!».

Así comienza el resumen hecho para JR por Roberto Regincós y Luis Hernández Serrano, el primero, el compilador de la información —y uno de los cubanos que con más profundidad ha recopilado los espantos del nazismo— y el segundo, el redactor de la obra definitiva.

Los dos han estructurado un libro bajo el título de El III Reich por dentro. Es una obra que parece haber sido conformada luego de escudriñar —como con un microscopio electrónico— en las espeluznantes maniobras secretas del bunker hitleriano y de la vida y conducta íntima de la inmensa mayoría de los oficiales y jefes nazis.

El texto tiene 15 capítulos, dos testamentos de Hitler —el personal y el político—, biografías de los principales jefes nazis, sus símbolos y grados militares y decenas de reveladoras anécdotas y fotos.

La vida no vale nada

El texto es una estremecedora compilación de las barbaries nazis. Con monóxido de carbono, cianuro, ácido clorhídrico y Zyklon B ahogaban a los prisioneros. Con solo un cuarto de litro mataban a 2 000 personas, a un costo de medio centavo por víctima, refiere el libro.

«La vida no valía absolutamente nada cuando un ser humano entraba a un campo de concentración o de exterminio dirigido por un comandante de las SS alemanas», apunta Roberto.

Y estaban condenados a muerte irremisiblemente, sobre todo los que tenían aunque solo fuera un miligramo de sangre judía en sus venas.

El castigo más «suave» a que sometían los oficiales nazis a sus prisioneros, era obligarlos a remolcar un carro cargado de piedras o de hierros, enganchados a él como bueyes. Y si algún varón, joven o viejo, adquiría allí sífilis o blenorragia, era «curado» de manera «infalible» mediante la inmediata castración, sin anestesia alguna, argumentan.

Heinrich Himmler, quien fuera comandante en jefe de las SS* y ministro del Interior fascista, obligaba a cumplir su orden de que «ningún prisionero nuestro puede caer vivo en manos del enemigo». Era el mismo jefe nazi que ordenaba matar a los niños «para que en el futuro no pudieran vengarse de nuestros hijos o nietos».

El campo de prisioneros de Auschwitz —el escenario del mayor genocidio de la historia, el centro de exterminio más brutal de los anales del nazismo— produjo más muertos que las bajas británicas y norteamericanas de la II Guerra Mundial.

Allí se apilaban los cadáveres uno encima de otro, como maderos. Un dentista abría la boca de los asesinados y les sacaba el oro de los dientes. El hedor de los cuerpos en descomposición se podía oler a diez kilómetros de distancia.

Roberto Regincós confesó que ha llorado a ratos recopilando detalles de los crímenes horrendos cometidos por los hitlerianos en toda Europa, pero cuando releyó los apuntes para que Luis les diera la redacción definitiva al libro, sintió una inmensa tranquilidad y una gran paz interior, al volver sobre el dato de que el 17 de julio de 1945 desfilaron por la Plaza Roja de Moscú 57 000 prisioneros alemanes de los que se mancharon las manos de sangre, entre ellos 19 generales que ordenaron sus tenebrosas y brutales masacres. Había terminado el exterminio.

Explican que tres millones de soldados alemanes invadieron por sorpresa la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) el 22 de junio de 1941, y al terminar ese año, entre 500 000 y 800 000 soviéticos fueron asesinados por los fascistas, un promedio de 2 700 a 4 200 por día.

Pero a la larga, el frente soviético-alemán constituyó el inmenso campo de batalla principal del segundo incendio bélico universal. Solo el 1ro. de junio de 1944, de las 328 divisiones alemanas del momento, actuaron en ese frente 201. Durante dos años completos combatieron contra el Ejército Rojo casi todas las fuerzas en campaña del ejército nazi.

Puntualizan que, solamente en julio de 1944, los soldados de la URSS se batieron sin tregua contra casi 175 divisiones alemanas y 61 de los países aliados al poder nazi. En resumen, el Ejército Rojo aniquiló, hizo prisioneros o derrotó durante la guerra a más de 506 divisiones de las más selectas del ejército hitleriano, sin contar cien divisiones de los satélites de Alemania.

Recogen también que Winston Churchill, el primer ministro británico, el 27 de septiembre de ese año 1944, escribió a José Stalin, el líder soviético: «(…) el ejército ruso ha sacado las tripas a la máquina bélica hitleriana, y en el momento actual retiene en su frente a un número incomparablemente mayor de fuerzas del adversario».

Los soldados fascistas de las SS, quienes tenían su grupo sanguíneo tatuado en el interior del brazo izquierdo, asesinaron entre 15 y 20 millones de seres humanos. En 1932 eran 52 000 hombres, y en 1933 ya sumaban más de 200 000. Su gorro negro llevaba el símbolo de una calavera con dos tibias entrecruzadas.

El fascismo en Europa provocó una guerra de casi 70 millones de muertos y, de 1939 a 1945, sembró el pánico y la incertidumbre en 61 países, a 1 700 millones de habitantes, las tres cuartas partes de la humanidad entonces.

La URSS soportó en sus espaldas el peso principal de la lucha contra el fascismo alemán, y perdió en ella a cerca de 30 millones de sus hijos.

Avaricia criminal

Contrasta grandemente con lo anterior la avaricia en los negocios del bisabuelo paterno de George W. Bush, estrechamente vinculado con los intereses económicos de Adolfo Hitler.

De ahí que Allen Dulles, amigo de los Bush, recibiera la misión de impedir que se filtrara a la prensa esa relación carnal. Enseguida fue nombrado director de la OSS, el Servicio Secreto predecesor de la CIA. Dulles se reunió en Suiza con Kart Wolf, jefe de personal del comandante de las SS, Heinrich Himmler, para proyectar la campaña de emigración silenciosa que hizo entrar medio millón de europeos en los Estados Unidos, de 1948 a 1952. Entre ellos lo hicieron 10 000 criminales de guerra nazis.

Pero es mucho más amplia la colaboración de los fascistas con grandes instituciones, empresarios norteamericanos y funcionarios gubernamentales de Estados Unidos. Por ejemplo, Thomas Watson, fundador de la IBM, fue a Alemania para ofrecer sus servicios al Führer, y al poco tiempo recibió de Hitler en persona la llamada Cruz al Mérito del Águila Germana. No obstante, ninguno de esos personajes siniestros —que actuaban a espaldas del mundo— fue juzgado en Nüremberg.

Insólita barbarie

En el libro El III Reich por dentro, aparecen cosas insólitas apenas conocidas sobre los fascistas y sus barbaridades, como, por ejemplo, que obligaban a los prisioneros, mediante torturas, a «declarar» su deseo de estar en los campos de concentración.

El teniente general Reinhard Heydrich, entonces jefe de la Oficina Principal Central de Seguridad del III Reich alemán, decía que «los detenidos debían ser inmediatamente ejecutados, sin juicio alguno, y las personas de que queramos prescindir —como los nobles, los sacerdotes, los judíos y los comunistas— deben ser ahorcadas sin vacilación».

Para Adolfo Hitler el tema judío era la cuestión esencial del nazismo. Rudolf Hoess, comandante del campo de concentración de Auschwitz, contó en sus memorias que Heinrich Himmler, en el verano de 1941, le dijo: «El Führer ha dado la orden de proceder a la “solución final” del problema judío. Nosotros, los SS, somos los encargados de llevar a cabo esta orden. A usted le incumbe esta tarea». Unos seis millones de judíos murieron: dos tercios de todos los que vivían en Europa en 1939. La Conferencia de Wannsee, el 20 de enero de 1942, en Berlín, conduce al conocido Holocausto, el mayor genocidio de la historia humana.

Los judíos eran trasladados a los campos de prisioneros en vagones de ganado. Quienes sobrevivían al viaje en tren, eran seleccionados a su llegada para los trabajos forzados, y los más débiles eliminados con tiros en la nuca, gases venenosos o enterrados vivos en fosas con cal ardiente.

A los más fuertes se les sometía a todo tipo de vejaciones y torturas, e incluso a experimentos «científicos» hasta que morían por inanición o vómitos y diarreas. Una lámpara, de la esposa del comandante del campo de Buchenwald, tenía en su pantalla la piel tatuada de uno de los asesinados.

Para los cómplices y generales de Hitler, judío era quien tuviera al menos tres abuelos judíos, fuera cual fuera su religión. No obstante, Hermann Wilhelm Goering, lugarteniente de Hitler y prominente figura del partido nazi, decía: «Yo decido quién es judío y quién no». Y el médico Joseph Mengele, El Ángel de la Muerte, ordenaba que se les vendaran los senos a las parturientas para que no pudieran amamantar a sus criaturas.

El Verdugo de Plaszow, Amon Leopold Goeth, disparaba contra prisioneros, y exigía la ficha de los muertos, para asesinar también a sus familiares, porque no quería «insatisfechos» en su campo de concentración.

Aribert Heim, «el Doctor Muerte», inyectaba tóxicos directo al corazón; operaba apéndices sanas sin anestesia; amputaba brazos y piernas, y medía el tiempo en que se desangraban los operados. Pasó a la historia de la infamia cuando a dos jóvenes de 18 y 20 años los abrió en el quirófano, les cortó las cabezas y las hirvió como si fueran viandas. Regaló una a un colega, y la otra la empleó como pisapapeles.

Pero el 2 de mayo de 1945 los soviéticos entraron en el bunker hitleriano, ya habían colocado la bandera de la URSS en la cúpula del Reichstag, y el 8 de ese propio mes, hace 65 años, el mundo festejaba el fin del fascismo.

*Schutzstaffel: en español, escuadrón de defensa. Fue una organización militar y de seguridad del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.

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