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Un cayo y varias historias

Una pequeña ínsula tunera ostenta el orgullo de acoger en su litoral el primer pedraplén construido en Cuba

Autor:

Juan Morales Agüero

CAYO JUAN CLARO, Puerto Padre.— En los lejanos tiempos en que las aguas adyacentes a Cuba estaban infestadas de piratas, uno de aquellos aventureros de pata de palo, argolla y parche sobre un ojo levantó campamento en un islote cercano a este municipio. Durante varios años, él y sus forajidos fueron los únicos habitantes del paraje. El filibustero, a todas luces de origen español, tenía por nombre Juan Claro. Así que, a falta de otro mejor, la gente de la línea costera dio en llamar Cayo Juan Claro al inhóspito segmento de tierra.

Se ignora hasta cuándo permaneció allí el bucanero, al acecho quizá de algún desprevenido galeón repleto de oro y plata con destino a la Madre Patria. Sí está probado que a inicios del siglo XX, Mario García Menocal, un ingeniero graduado en la Universidad de Cornell y fichado por una empresa norteamericana en calidad de administrador, descubrió en el isleño litoral las condiciones ideales para construir un puerto por donde exportar la producción azucarera de los novísimos centrales Chaparra y Delicias hacia la gran nación del norte. Menocal, por cierto, era mayor general del Ejército Libertador y llegó a ser presidente de la República.

La primera urgencia consistió en establecer alguna conexión entre la costa y el cayo. Para eso pensaron en una vía férrea. Pusieron manos a la obra en una franja de casi dos kilómetros de longitud, en un sector poco profundo de la bahía de Puerto Padre. Luego de rellenarla, se empotraron horcones de madera en su lecho y los aseguraron con tablones en forma de crucetas y con un recubrimiento de piedras. Finalmente, sobre la estructura se tendieron los rieles.

Según reseñan los anales de la época, los trabajadores empleados en las faenas procedían de Cascarero, zona costera próxima al Cayo Juan Claro y, hasta entonces, puerto por donde se embarcaba el azúcar de los citados ingenios. Sus familias devinieron fundadoras de la comunidad y las primeras en dinamizar su entorno en medio de los resoplidos de las locomotoras de vapor y de los pitazos de los barcos que pedían autorización para arrimar sus costillares al muelle.

Cayero de pura cepa

José Luis Pérez tiene 83 años de edad, todos vividos en Cayo Juan Claro. Conoce al dedillo la historia de su terruño, y su mirada denota agrado cuando explica a varios jóvenes el contenido de unas viejas fotografías exhibidas en un mural. Su palabra es como un paseo por las etapas de una comarca isleña en cuya evolución él ha puesto su granito de arena.

«Aquí la mayoría de los barcos que atracaban antes de 1959 eran norteamericanos. En los años 40, durante la Segunda Guerra Mundial, algunos venían hasta con cañones emplazados en la popa, para defenderse en caso de algún ataque alemán. Cuando sus marineros bajaban a tierra, siempre formaban líos y hacían lo que les daba la gana sin que las autoridades de la localidad hicieran nada por impedirlo», recuerda.

«Tan pronto llegaban, comenzaban a hacer de las suyas en el pueblo. Se emborrachaban, se metían con las mujeres, entraban sin permiso en las casas, compraban y se negaban a pagar, disparaban al aire… Y todo con una impunidad absoluta. El que tocara a uno de aquellos energúmenos, iba directo para el calabozo. Fíjese qué tremenda injusticia, ¡encerrar a alguien por defender sus derechos! Eran cosas del pasado».

José Luis reseña lo que ocurría otrora en el puerto y en los almacenes donde se amontonaban los sacos de azúcar.

«Yo fui lo que se llamaba por entonces un “caballo”. Era denigrante, pero había que aceptarlo para no morirse de hambre. El caballo le trabajaba al dueño de una plaza para que este, cuando cobrara su salario, y sin haber doblado el lomo en los muelles, le diera unos pocos pesos. En los almacenes ocurría igual con las carretillas. Lo hacíamos gratis para que nos tuvieran en cuenta para trabajar cuando arribara algún barco mercante», recuerda.

«La compañía americana nos explotaba y engañaba como si fuéramos esclavos. Me viene a la mente lo ocurrido a un gallego estibador de nuestro grupo. El hombre estaba casi derrengado por el peso de aquellos sacos enormes donde se envasaba el azúcar. Una tarde casi se cae con uno encima. Dijo: “Qué va, este saco pesa más de 325 libras”. Lo llevó hasta una báscula y totalizó 407. Dimos la tángana con el sindicato y la compañía tuvo que pagarnos sobrepeso».

Indignaciones de una época

Nacido y criado en Cayo Juan Claro hace 76 años, Máximo Ramos recuerda la etapa capitalista como la más difícil de todas.

«Aquí, prácticamente, no teníamos vida. Todo se volvía trabajar, trabajar y trabajar… cuando encontrábamos algún empleo. Las humillaciones que sufríamos de parte de los marineros de las goletas norteamericanas todavía me encienden de rabia. Llegaban al pueblo y tiraban algunas monedas al suelo para que los niños nos fajáramos por cogerlas. Para ellos era una gracia. Al vernos revueltos en el polvo, los muy sinvergüenzas se reían a carcajadas», asegura.

«Cuando alguien, en medio de los aprietos actuales, me dice que aquí antes se vivía mejor, le pongo un ejemplo. Le digo: “A ver, ¿tú te acuerdas de la carnicería del pueblo? ¿Sí? Bueno, entonces te acordarás también que cuando no teníamos dinero para comprar carne, y la de los ganchos amenazaba con pasarse de tiempo, el carnicero la metía dentro de un hueco, la regaba con gasolina y le prendía candela para no tenerla que regalar. ¿Se te olvidó eso?” Y lo dejo sin palabras».

Máximo conserva intacto en su recuerdo aquella mañana en que el primer barco procedente de la Unión Soviética atracó en el muelle. Según él, a algunos militantes del Partido Socialista Popular en la zona se les ocurrió hacerle un recibimiento a la tripulación y compartir un rato con sus miembros. No llegaron a hacerlo, porque, al enterarse, desde el puesto de la Marina de Guerra llamaron a la Guardia Rural y hubo que suspender el agasajo para una mejor oportunidad.

«Con nosotros trabajaban españoles, holandeses, jamaicanos, ingleses, haitianos, barbadenses… A casi todos los trajo la compañía americana como mano de obra barata. Vivían en cuarterías, se cocinaban sus caldos y dormían en hamacas de saco. En los años 40 deportaron a casi la mitad. Se decía que ya eran demasiados. No fue solo aquí, sino en toda Cuba».

Primer pedraplén cubano

La construcción del pedraplén que corre paralelo a la vía férrea alimenta aún la autoestima de los habitantes de Cayo Juan Claro. La vía tiene 5,5 metros de ancho y 1 600 de largo. Estudios de la Academia de Ciencias avalan que su curso no afecta el ecosistema de la zona. Por su connotación, esta obra figura en la lista de las siete maravillas de la ingeniería civil tunera de todos los tiempos.

«Fue la mayor hazaña realizada por nuestra gente —asegura Víctor Ramos Pérez, un septuagenario también nativo de esta diminuta ínsula puertopadrense. Sucedió en 1960, ya con la Revolución en el poder, y movilizó durante un buen tiempo a casi todos los vecinos, incluyendo mujeres y niños.

«Toda la piedra utilizada en el pedraplén la acopió la población a mano, encima de varias góndolas cañeras tiradas por una locomotora de vapor. Íbamos hasta los lugares donde abundaba ese material y cargábamos todo lo que podían nuestras fuerzas. Cualquier día era bueno para la tarea. Pero los domingos la movilización era masiva. El premio fue nuestro pedraplén, el pionero de su tipo en Cuba. Por primera vez pudieron llegar vehículos automotores a la comarca».

Vitico —antiguo jefe de operaciones en el puerto— cuenta que no fue el único momento trascendental de Cayo Juan Claro. El 20 de enero de 1978, el Comandante en Jefe Fidel Castro inauguró en el islote la terminal de azúcar a granel de Puerto Carúpano, una de las más eficientes del país, llamada así en honor a una rada venezolana del mismo nombre, donde el 4 de mayo de 1962 se produjo una rebelión militar contra el Gobierno del presidente Rómulo Betancourt. En lengua indígena, carúpano significa «tierra que tiene casa».

Por nosotros mismos

Hoy Cayo Juan Claro transita con paso seguro al socaire del proyecto comunitario Por nosotros mismos, un movimiento generador de transformaciones tanto de infraestructura como de mentalidad. Al calor de su influjo, sus habitantes han impulsado tareas ligadas al mejoramiento socioeconómico. Ahí están para probarlo los más de 2 000 metros cúbicos de escombros movidos, la rehabilitación de viviendas, las inversiones eléctricas, las instalaciones recuperadas…

En sus predios instaló su puesto de mando un presidente de Consejo Popular pletórico de entusiasmo: Ernesto Mulet.

«El puerto y la pesca son nuestras principales actividades económicas. Pero trabajamos en numerosos frentes. Aquí tenemos escuela primaria, instalaciones deportivas, círculo sociocultural, consultorio médico, campamento de pioneros, áreas recreativas, destacamento Mirando al mar y hasta escritores y poetas aficionados que se inspiran en su terruño. A la gente solo hay que motivarla», afirma.

Sí, Cayo Juan Claro ha cambiado mucho. Ya ningún marino borracho mancilla la dignidad de su gente. Ni el puerto es un antro de injusticia y explotación. Ni la Guardia Rural coacciona el derecho a recibir a un colega de oficio. Ni nadie les lanza monedas a los niños para verlos pelear…

Ahora les toca a los cayeros preservar lo conseguido con sus iniciativas y sus ardores. Y convertir cada conquista en un acicate para lograr la próxima. Y, sobre todo, convertir el trabajo comunitario en una conducta, en un estilo de vida.

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