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Los abrazos que nunca pudieron darse (+ Video)

A 43 años del horrendo crimen de Barbados, el pueblo cubano no olvida a jóvenes como Inés Luaces Sánchez, cuyas vidas fueron segadas por el odio imperialista

Autor:

Liudmila Peña Herrera

Mercedes Atencio Torriente ya no mira al cielo. No tiene sentido alguno buscar sonrisas bajando de un avión. Pide permiso en la Universidad de La Habana, donde estudia Economía, y sale corriendo hacia la Ciudad Deportiva. No sabe si llorar o abrazar. Siente que debe abrazar, y abraza. Pero no puede dejar de llorar. No entiende bien cuántos sentimientos surcan su pecho. No puede. Las palabras de su madre se repiten en su mente: «No puede ser, no puede ser. Por qué, por qué».

Ella podía haber sido una de las víctimas. Estaba entre las propuestas para participar en el Campeonato Centroamericano de Esgrima casi hasta los últimos días. Había quedado de suplente. Pero eso no importa mucho ahora. Mira a su alrededor. Están los familiares, deportistas, dirigentes, el pueblo. Todo lo que se respira, se dice, se piensa… se traduce en dolor. Un dolor inmerecido, un dolor que horroriza, que enmudece, que angustia e indigna.

Cuarenta y tres años después

Cuando remueve los archivos de la memoria, 43 años después, Mercedes siente la misma congoja que a sus 20 años de edad, cuando supo que era verdad, que el avión había estallado en pleno vuelo, que ya nunca más vería a las muchachas a quienes había deseado buena suerte el último día del entrenamiento. El abrazo a Inés Luaces Sánchez, con la cual había compartido tantas alegrías, se le había quedado pendiente en el recuerdo.

Sentada en la apacibilidad de su sala, en el barrio habanero de Lawton, municipio de Diez de Octubre, Mercedes no sabe muy bien por dónde empezar. Duele todavía. Sus ojos lo dicen bien, mucho más que sus palabras. Pero la injusticia puede más que la timidez, y cuenta: «Entrenábamos en la Escuela Superior de Perfeccionamiento Atlético (ESPA), lo que era antes el Giraldo Córdova.

«Éramos un equipo integrado por Inés Luaces Sánchez, Milagros Peláez González, Virgen María Felizola García y luego se incorporó Nancy Uranga Romagoza. Todas nos llevábamos muy bien. Éramos “una sola”, porque estábamos muy entregadas a la esgrima», dice la mujer madura de 63 años de edad en la que se ha convertido aquella muchacha alta y fornida que compartía la ilusión de la victoria con el resto de las jóvenes de su equipo.

Aunque es un asunto recurrente en su familia, una historia necesaria que le ha contado varias veces a su nieta Daniela, de diez años de edad, Mercedes no había accedido nunca a hablar con la prensa sobre el tema que marcó su vida para siempre. Ahora, gracias a una de sus colegas, la campeona panamericana de florete (1979) nos abre su corazón.

«Es verdad que me afligí mucho cuando me dijeron que no iba a participar en el evento, porque estuve entrenando hasta lo último, pero mis padres me consolaron y alentaron diciendo que lo importante era que el equipo pusiera en alto el nombre de Cuba y que trajeran las medallas», dice y menciona al entrenador Santiago Hey, quien le había dejado un plan de entrenamiento y preparación física para cuando él volviera comenzar a dirigirla, y la había calmado: «Tranquila, hay que seguir entrenando. No te desanimes». Ese fue otro de los abrazos que se le quedaron truncos.

«Después tuvimos que incorporarnos a los entrenamientos, con el dolor aquel que nada nos podía aliviar y que hoy, después de 43 años, todavía sigue latiendo. Porque ellos no están físicamente, pero siempre los estamos recordando. En aquellos momentos hacíamos cualquier cosa y pensábamos que ellos también las podrían estar haciendo. Y cuando tuvimos que competir fue mucho más difícil porque creíamos que hubieran podido asistir», asegura.

Jorge Palacio Páez la observa de cerca sin perderse una palabra. No interviene, solo sigue cada una de las frases que la esposa de toda su vida nos va narrando. De pronto, ante el silencio de la mujer luego de una de nuestras preguntas sobre lo jóvenes que eran y los proyectos que tenían, el esposo olvida la posición de silencio que ha adoptado, como si él no hubiese sido parte de lo que se narra hasta el momento.

«Dentro del grupo había uno chiquitico, Enrique Figueredo, a quien le decían Kiki. Él nunca había viajado y tenía un deseo por conocer, por competir. Ese fue su primer y último viaje. Cada vez que se habla de Barbados me acuerdo de él, porque era un muchacho muy jovial», afirma Palacio.

¿Entonces, usted también era de esgrima?, pregunto.

«No, yo fui atleta. Lo mío eran los 110 metros con vallas y el salto con pértiga. Pero claro que nos conocíamos. Fue muy difícil pues siempre estábamos bromeando y compartiendo. Recuerdo cómo nos decíamos: “Ahorita nos vemos, flaco”. Y de pronto el mundo se les acaba. Les apagaron la vida», dice Jorge y mira a la esposa, como invitándola a continuar.

Una esgrimista llamada Inés

Mercedes se incorpora, va hacia la saleta donde ha dejado un antiguo álbum repleto de fotografías y recortes de periódicos y lo trae para mostrarlo. Conserva un documento con los nombres de todos los participantes en el Campeonato Centroamericano de Esgrima, más siete personas que habían sido autorizadas para actuar como suplentes de ocurrir algún imprevisto antes del viaje a Venezuela.

Hojea el libro con cuidado y poco a poco van saltando los recuerdos de una amistad nacida del amor por el deporte. «Esta es Inés Luaces. No es la del centro, sino la de la izquierda. La foto fue tomada en Checoslovaquia, durante un tope al que asistimos», dice señalando la imagen donde se les ve sonrientes.

«Siempre hay alguien dentro de un grupo con quien una tiene más empatía, y yo la tenía con Inés, porque era una muchacha muy alegre, campechana. Nunca estaba brava y se empeñaba con mucha voluntad al deporte», cuenta Mercedes y ahora, recordando a la amiga camagüeyana, por primera vez, sonríe.

«Inés era una muchacha con la cual me reía mucho. El miércoles era el día de la recreación. Ella se prestaba para todo e integró un grupo musical donde tocaba las maracas. Entonces le decíamos: “¡Maraca, maraca!”. Y ella nunca se ponía brava. Cantaba muy bien y los fines de semana a veces salíamos juntas a lugares recreativos.

«Era ocurrente. Teníamos un profesor de Español que era muy fuerte y nosotros estábamos diciendo: “Ay, mi madre, que no venga”. Y en eso, ella se para en el balcón y grita: “Caballero, ahí viene Colo-Colo”, que era un personaje literario que habíamos estudiado. Y lo dijo tan alto que el profesor lo oyó, y cuando llegó, dijo: “Inés Luaces, así que ahí viene Colo-Colo”. Y el aula entera se echó a reír».

De 1975 a 1976, Inés había participado en el Campeonato Nacional Juvenil, en los torneos Juvenil de la Amistad, el de La Reforma, en México; el Ramón Fonst in memoriam, además del 4to. Torneo Centroamericano y del Caribe, después del cual perdió la vida junto a todo el equipo cubano de esgrima que viajaba en el vuelo CU-455 de la aerolínea Cubana de Aviación. Planeado por los terroristas Luis Posada Carriles y Orlando Bosch, con la participación del Gobierno norteamericano, el sabotaje cobró la vida de 73 personas (57 cubanos, 11 guyaneses y cinco funcionarios culturales coreanos), mientras sobrevolaba Barbados.

De derecha a izquierda: Mercedes y Milagros Peláez e Ines Sánchez (extremo izquierdo), ambas fallecidas. Foto: Cortesía se la entrevistada. 

Vidas por dinero

De no haber existido el odio, de no haber mediado la ambición, de no existir el terrorismo y la maldad de un gobierno imperialista al que no le interesaron los sueños de tantos cubanos con proyectos de vida exitosos y pacíficos, la historia fuese otra.

Si aquellos jóvenes esgrimistas y sus entrenadores hubieran bajado las escalerillas del avión Douglas DC-8, de Cubana de Aviación, con sus medallas de oro estremeciéndoles el pecho, la historia de 57 familias cubanas hoy fuese otra.

Ahora mismo estarían, como Mercedes y Jorge, sintonizando los deportes en los canales de televisión, disfrutando de sus nietos, guiando todavía a los hijos que no les dejaron concebir, o participando junto a todo el pueblo en nuestras luchas cotidianas… Y abrazándose, abrazándose mucho, en esa suerte de abrazo colectivo que se llama solidaridad. Pero la realidad hoy es otra, porque el terrorismo no dejó crecer esos afectos que ellos hubieran querido prodigarse.

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