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La inocencia del niño John y los pillos cubanos

El principal detonante de inquietud social y política del país está ahora mismo en esas largas y extenuantes filas, en cuyo equilibrio, quietud y orden se está decidiendo, no hay que ser ingenuos, la estabilidad institucional, la gobernabilidad y el consenso popular, sin el cual sería imposible sostener la Revolución

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

Uno quisiera creer que entre quienes intentan hacer su agosto en las tormentosas colas actuales en el país para abastecerse de lo esencial hay algo de esa inocencia del niño John, el célebre pequeño abandonado por su madre, interpretado por Jackie Coogan, que termina amparado por un vagabundo, nada menos que protagonizado por Charles Chaplin.

La comedia dramática de 1921 devino un clásico mundial de los pillos y las pillerías, modo de venganza divertida contra un mundo de aplastante injusticia, que termina en final feliz. Es tanta la fuerza del filme, que en el año 2011 se le consideró cultural, histórica y estéticamente significativo por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y se decidió conservarlo en el National Film Registry.

No es el único clásico de la cultura universal en que se santifica con la condición de héroes populares a aventureros de la justicia que roban o engatusan a los demás, sobre todo a los ricos o los poderosos, para proteger a los más débiles. El séptimo arte regala otros memorables ejemplos.

No faltarán los que piensen que en esta Cuba golpeada por años de crisis, acrecentada en estos tiempos pandémicos hasta límites asfixiantes, tendrían razón algunos para salir a enfrentarse a nuestros dilemas existenciales cotidianos inventándose sus tropelías, sobre todo si la vocación justiciera del socialismo cubano no logró salvarles de determinados desamparos.

El cálculo anterior ignoraría, sin embargo, algo sustancial: la Revolución —que para nada constituye un acto de ficción— fue y es el gran Robin Hood popular de la historia cubana, una de las milagrosas aventuras justicieras triunfantes de este mundo, aunque abunden los interesados en cambiar el guion.

¿Acaso puede creerse que los empeñados en derrocar este proyecto insurgente de los desheredados y olvidados, obstinados en desatar el pandemonio entre las colas cubanas, pretenden completar aquí las cuotas de bienestar y prosperidad que todavía faltan a la mayoría? ¿Por qué, si no, se desató sobre este archipiélago toda la furia del «maligno» y su «ricochonería» acompañante apenas la insurrección triunfante empezó a tocar los intereses de los grandes poseedores de todo?

El principal detonante de inquietud social y política del país está ahora mismo en esas largas y extenuantes filas, con sus extensiones corruptas y corruptoras, en cuyo equilibrio, quietud y orden se está decidiendo —no hay que ser ingenuos— la estabilidad institucional, la gobernabilidad y el consenso popular, sin el cual sería imposible sostener la Revolución.

Las colas no solo denuncian la humildad material, a veces precariedad, que debimos sufrir en estos años. Son también testimonio incitante de la resistencia de los cubanos y de su arresto para defender la libertad pagándola a su precio, parafraseando aquella idea de José Martí en su extraordinaria Vindicación de Cuba.

Solo que algunos, en vez de pagar ese precio, deciden unirse a los que insisten en cobrárnoslo. Se dejan tentar por aquello de que «a río revuelto ganancia de pescadores» y se tiran la vara del oportunismo sobre los hombros con la escasez crónica como carnada.

Pero hasta sus egoísmos nos son reveladores en esta hora. Nos recuerdan que en esta nación tan joven y de crecimiento tan peculiar siguen en disputa dos Cuba, a contracorriente del empeño por hacer brillar lo mejor del alma nacional.

Las conductas aprovechadas de hoy se suman a ese aldabonazo ancestral que tan bien sintetizó Cintio Vitier en otro momento perentorio, cuando las aguas que nos rodean se encrespaban con el fenómeno de la migración. Deberían hacernos pensar siempre como pueblo en la suerte que nos depararía la imposición de lo peor de nosotros y en lo hermoso y elevado de nuestra suerte cuando prevalecen nuestra generosidad, grandeza y dignidad.

En este momento de renovado acento constitucional y legal no debemos olvidar, que la ley por sí sola, o en combinación con la fuerza institucional, no alcanza para extirpar para siempre esa especie de «parasitismo social intestinal».

El Padre Félix Varela defendía su certeza de que las instituciones políticas y las leyes civiles sirven de protección y de estímulo, pero no bastan para consolidar los pueblos: Antes son como los vestidos, decía, que protegen el cuerpo y le libra de la intemperie, mas si está corrompido no pueden sanarlo. Una prudencia social, fruto de la moralidad y de la ilustración, es el verdadero apoyo de los sistemas y las leyes, concluía.

Empeñémonos en ello en paralelo con el alivio de las duras carencias actuales, en todo lo posible y con todos los recursos y mecanismos al alcance. También, mientras las medidas gubernamentales anunciadas nos liberan, en un tiempo más largo, de tantos años de subsistencia en modo de cola, con sus granujas de ocasión y de vocación. Esa sería una pillería cubana digna de película, quién sabe con cuál otro pequeño John.

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