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Francisca y la muerte

Muchas culturas en el mundo prefieren enfrentar tal circunstancia de una manera alegre, y hacen de los velorios una grata celebración con una esperanzadora convicción de vida ultratumba

Autor:

Juventud Rebelde

Óleo. Retrato de Francisca Xaviera de Paula. Toda muerte entraña desasosiego, incertidumbre, pena infinita. Pero cuando se trata de la muerte de un niño el corazón humano pierde las palabras para expresar su quebranto.

Sin embargo, muchas culturas en el mundo prefieren enfrentar tal circunstancia de una manera alegre, y hacen de los velorios una grata celebración que perturba la tristeza latente con una esperanzadora convicción en una vida más allá de la tumba.

En México son tradición tales festejos, y de ello da fe el Día de los Muertos, cuando las personas acuden anualmente a los cementerios a realizar cenas especiales, acompañados de flores y velas.

En esta cultura, fusión de las creencias aztecas con el cristianismo español, la partida eterna de un infante adquiere una significación especial. Si para los antiguos habitantes de Tenochtitlán el niño muerto era considerado una ofrenda para los dioses, con el catolicismo este deviene «angelito» que subirá directamente al paraíso.

Más allá de la preparación y despedida del cadáver —acompañado en muchas ocasiones de ofrendas de alimentos y objetos personales valiosos—, se establecen unos ritos funerarios que tributan a perpetuar en los familiares el recuerdo del ser perdido. Es entonces que su imagen se inmortaliza en cuadros, esculturas, grabados y fotografías.

Es este el origen de una de las temáticas más singulares del retrato mexicano desde la época colonial, y que se conoce en la historia de las artes plásticas como la muerte niña, un término que para nada indica la representación de la Parca en la candorosa faz de un inocente.

El Retrato de Francisca Xaviera de Paula ha sido expuesto de manera permanente desde el año 2001 en el conjunto de pintura del Virreinato de Nueva España de la sala de Arte Latinoamericano, del Museo Nacional de Bellas Artes.

Se trata de una niña vestida con sus mejores galas como para salir de paseo. Las flores la acompañan en la cúspide de la vara que sostiene su mano derecha y en el sombrero que luce con gracia pueril. Un perrito parece detenerla por el borde del vestido, anclarla en un último intento a este mundo con sus súplicas caninas. Pero Francisca ya ha dado el paso definitivo: ella no posa para un pintor, la pequeña está muerta.

La prueba es categórica, las fechas de nacimiento y defunción, grabadas con mano firme por el autor, quedaron eternizadas en el margen del cuadro.

Se impone entonces la vindicación de una obra de esta singular tipología y única en los fondos del Museo Nacional de Bellas Artes.

Para ello la muestra Retrato de Francisca Xaviera de Paula. La Muerte niña: una tipología del retrato mexicano, propone, a partir del 3 de octubre y hasta el 12 de enero del próximo año, la exhibición de esta sola pieza que se distingue no solo por presentar la imagen de una niña difunta sino también por su calidad y belleza compositiva.

Una exposición homóloga fue celebrada el año pasado en México por el Museo Soumaya, con una pluralidad de obras que abarcaban distintas manifestaciones artísticas. Los cuadros, en su mayoría del siglo XVIII, ostentaban eternizados el ramo de azahares, la corona de gloria, la palma de resurrección.

Todos estos atributos incluidos en los retratos póstumos responden al culto católico a la Virgen María, quien también perdió a uno de sus hijos. Por eso era usual personificar a los niños como San José y a las niñas como la Inmaculada Concepción.

Pero Francisca... no lleva ninguno de los signos sagrados de los santos. ¿Acaso no puede ser una adición la inscripción fúnebre que acuña su condición de «muerte niña»?

La curadora de la exposición, Yanet Berto, es la investigadora que actualmente realiza un estudio integral de valoración de la Sala de Arte Latinoamericana, en el que el análisis detenido de cada una de las obras dio como resultado el descubrimiento.

«Indudablemente —nos explica— estamos en presencia de una muerte niña, pues existen otros elementos irrefutables que así lo demuestran: la profusión de flores con las que el cadáver de la pequeña era adornado, su traje primoroso en bordados y encajes, la presencia de un juguete —en este caso una mascota—, así como el sorprendente realismo pictórico a pesar de ser representada con dos o tres años de más, puesto que se conoce que al Francisca fallecer solo había vivido dos primaveras».

A la Isla nos llega entonces Francisca Xaviera de Paula, de cuyo autor se sabe tanto como de la efímera vida de quien dibujó; una pieza que, a más de cien años de existencia, aún sigue escapándose a la Muerte y le hace guiños resarcida en la tierna sonrisa de una chicuela.

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