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Jorge Ibarra: Me levanto y eso es lo que importa

Autor:

Juventud Rebelde

Para Ibarra, uno de los más importantes historiadores de Cuba y a quien está dedicada la XVIII Feria del Libro, lo cierto es que en la década de los años 50 este país andaba muy mal

La puerta se abre y Jorge Ibarra permanece concentrado. Sin apartar la vista del ordenador, extiende la mano e invita a pasar. La habitación es grande y con las paredes cubiertas por estantes, salvo una, donde se encuentra el único ventanal del cuarto.

Hace frío. «Siéntense», insiste Ibarra en un murmullo mientras se acomoda el abrigo. Entrecierra la ventana y uno aprovecha para escudriñar los libros. Están bien ordenados y los hay en distintas ediciones, algunos con cubierta dura y con aires de antaño. Pero hay un librero que llama la atención. Mide cerca de dos metros y es de color amarillo. Allí están los libros de Ibarra, la prueba visible de que este hombre continúa arrancándole secretos a la historia de Cuba.

En los últimos 50 años ha escrito una obra monumental, donde se combina lo apasionado de su carácter con la frialdad del detective que lleva la pista del misterio hasta las últimas consecuencias. Sus indagaciones han desmenuzado la República neocolonial. Algunos de sus criterios han derribado mitos y otros han encendido polémicas, pero nadie duda que para comprender el presente cubano, hay que leer esos libros. Ibarra les pasa por delante. Mira a los lados, como si hubiera perdido la noción del tiempo. Se acomoda en una butaca de plástico y dice: «Bueno, dispare al home».

—Profesor, ¿hasta qué punto es cierta la idea, expresada por algunos estudiosos, de que la de 1959 es una Revolución de las clases medias?

—¿Quién dice eso?

—Es una idea manejada a partir de la cantidad de miembros de esa clase que participaron e incluso ocuparon cargos en la lucha insurreccional.

—Eso no es tan así. En los años 50 la clase media estaba proletarizándose. Compartía las mismas dificultades que el trabajador más corriente. Eso lo demuestro en mi libro Cuba 1898-1958: estructura y procesos sociales. Decir que la Revolución de 1959 fue de las clases medias es falso.

—Determinados historiadores, incluso dentro de Cuba, han afirmado que la Revolución rompió con muchos moldes del marxismo al triunfar en una situación de bonanza económica. ¿Cuán cierta es esa idea?

—Esa tesis es de los marxistas dogmáticos. Lo cierto es que en la década de los años 50 este país andaba mal. El pueblo quería un cambio y estaba dispuesto a luchar para conseguirlo. Por eso el asalto al Cuartel Moncada y el Granma señalaron el camino.

—Sin embargo, algunos de ellos hablan de las cifras de autos, televisores, radios... Y el nivel de construcciones era alto...

—Sí, en La Habana... ¿y en el resto de Cuba? Se olvida que hasta los sándwiches venían de los Estados Unidos. ¡La Habana!... ¿Y el país? Las cifras oficiales eran de espanto. Mire, le insisto: a Cuba la estaban arruinando y una señal es que la clase media iba camino a desaparecer. Esa es una diferencia con la Revolución del 33. Entonces existía una clase media consolidada, que impuso sus puntos de vista y limitó el alcance de aquella Revolución. Pero en los 50 la sociedad cambió. La gente anhelaba el cambio y con una dictadura, más todavía. Lo demás es un cuento.

—A la luz de medio siglo, desde su óptica de historiador ¿qué cambió tan rápido para que en tan poco tiempo la Revolución se declarara socialista?

—El pueblo comenzó a apreciar el cambio muy rápido. Erradicar el analfabetismo, empezar a cumplir con lo prometido en el programa del Moncada... Todo ello hacía que la gente estuviera dispuesta a ir hacia adelante. Pero, a mi criterio, existieron dos hechos muy importantes. Uno fue la Reforma Agraria, que cumplió con la expectativa de miles de personas. El otro, la beligerancia de los Estados Unidos. Ese enfrentamiento radicalizó al país y aceleró el proceso hacia el socialismo.

—¿La historia pudo ser diferente en 1898? ¿Hubo alguna oportunidad entonces para fundar un Estado independendiente?

—Si la hubo, como historiador no me interesa.

—Correcto, pero ¿se pudo evitar la Enmienda Platt y todo lo que vino después?

—Lo cierto es que en 1898 existían muchas tendencias. A partir de aquel año Cuba se sumergió en una gran frustración que impactó la producción literaria, las actitudes cotidianas, el lenguaje popular, los chistes... Superar esa amargura sustentó los anhelos de cambio durante medio siglo. En mi libro Un análisis psicosocial del cubano: 1898-1925 analizo ese comportamiento.

Abrazo con Clío

—¿De qué forma se vincula usted a la lucha contra Batista?

—En 1952, después del golpe de Estado, los jóvenes permanecíamos a la expectativa; pero lo que marcó fue el intento de rebelión del doctor García Bárcena. Él planteó que nuestra generación debía dirigir el proceso revolucionario. Eso tuvo un gran impacto, pero el cambio decisivo fue el asalto al Cuartel Moncada. Yo estuve en el juicio de los moncadistas. Pude entrar con el carné de prensa de un periódico que hacíamos en la Universidad de Oriente. Al salir, estaba convencido de que a Batista solo se le podía derribar con las armas.

—¿Cómo se inicia su amistad con Frank?

—Por Pepito Tey, uno de los mártires del alzamiento del 30 de Noviembre en Santiago de Cuba. Una tarde sonó un bombazo cerca de la Universidad. Pepito caminaba por la calle que daba a la caseta del guardavía del tren. Pregunté: «¿Oíste eso?». «Sí —respondió—, fue un petardo que puse. ¿Viste qué bueno me quedó?» Ese mismo día me presentó a Frank.

—¿En qué acciones se involucró?

—En el traslado de armamento y en acciones de sabotaje, entre estas salir con Frank a cortar la electricidad en el tendido eléctrico.

—¿Cómo conoció a José Antonio Echeverría?

—Cuando las protestas por el Canal Vía Cuba, el intento de Batista por dividir a la Isla y hacer un canal semejante al de Panamá, José Antonio llegó a la Universidad de Oriente. Yo era el presidente de la FEU y lo atendí. Fue un contacto breve. Luego viajé a La Habana y ahí sí empezamos un intercambio más estrecho.

—¿Qué poseía José Antonio para convertirse en el líder que fue?

—Era uno de los hombres más valientes, o el más valiente, que he conocido. Eso que no lo dude nadie.

—¿Tan así?

—Tras la liberación de los moncadistas, la FEU invitó a Fidel a la Universidad de La Habana. La policía trató de impedir el paso del pueblo por la calle J. Empezó el tiroteo, pero José Antonio salió con una pistola. Enseguida se fajó a tiros con los policías.

Otro día Frank y yo estábamos con él en la Plaza Cadenas. José Antonio quería desalojar a unos gánsteres y pidió que lo acompañáramos. Con nosotros estaban Fructuoso Rodríguez y Faure Chomón, no recuerdo bien a los otros... La pelea fue en la Escuela de Derecho.

—¿Cómo tuvo lugar su exilio?

—Yo manejaba un yipi y el presidente de la Asociación de Estudiantes de Segunda Enseñanza, Temístocles Fuentes, habló para poner un petardo en una reunión en la que estaría el ministro Anselmo Alliegro. Estábamos en la Universidad de Oriente, Ezequiel Driggs y Bichi Bernal, un amigo mío de entonces; sin embargo, al salir de la Universidad en un automóvil, manejado por Durán, un teniente de la policía, se nos puso detrás. Hizo seña de que paráramos. Nos dimos a la fuga y Durán abrió fuego. De pronto nos vimos casi frente al Cuartel Moncada. No quedó más remedio que lanzar el yipi contra una cerca de madera y salir corriendo los cuatro que íbamos. Al otro día en la prensa apareció retratado el vehículo con la dinamita. Tuve que salir.

—¿Qué hizo? ¿Adónde se dirigió?

—A Estados Unidos. No teníamos armas en Santiago y aproveché para pedírselas a Carlos Prío, el presidente depuesto con el golpe de Estado.

—¿Se las dio?

—¡Qué nos iba a dar! Prío era un hombre débil, muy influenciado por sus hermanos.

—¿Pensó en regresar?

— No, estaba circulado. Me enrolé en los preparativos de una expedición en México. Su jefe era Pedrito Miret. Al final no salió, aunque en ese tiempo cumplí misiones de recaudar armas y dinero. Una de ellas fue en Costa Rica con un grupo grande del 26 de Julio, que dirigía Evelio Rodríguez Curbelo. Más tarde él caería en combate en la Sierra Maestra con el grado de capitán.

—¿Si usted se graduó en Derecho, cómo terminó siendo historiador?

—En 1950 yo estudiaba Economía en la Universidad de Pensilvania, en los Estados Unidos. Pero no aproveché la oportunidad; perdía mucho el tiempo en cosas intrascendentes. En la casa, la abuela dijo: «Si no vamos a sacar nada de este muchacho, al menos que estudie Derecho». Lo que me gustaba era la carrera de Letras. Sin embargo, tuve buenos profesores de Historia. Uno fue Leonardo Griñan Peralta, un importante historiador santiaguero. El otro, Andrés Iduaté, un profesor mexicano que escribió un libro sobre Martí. En ese tiempo me leí la Guerra de los diez años, de Ramiro Guerra. Fue una revelación.

—¿Cuál era la situación de la historia al comienzo de la Revolución? ¿Con qué visiones estaba de acuerdo y cuáles rechazaba?

—Era una apología de la burguesía. Nuestro pasado era una derivación de la obra y las ideas de Francisco Arango y Parreño y José Antonio Saco, los llamados Padres fundadores y sus principales ideólogos, y los que vinieron después lo único que hicieron fue transitar por el camino señalado por ellos.

—¿Por qué el siglo XIX, y sobre todo el XX, son los grandes escenarios de sus investigaciones? ¿Por qué no el XVIII, por ejemplo?

—Ahora estoy trabajando una historia comparada del Caribe, que incluye los siglos XVII y XVIII.

—Pero al analizar su obra llama la atención que las principales épocas de sus investigaciones están en el XIX y el XX. ¿Por qué?

—Siempre me interesó entender nuestro proceso de liberación nacional. Comprender sus claves y, en gran medida, ellas están en esos dos siglos.

—¿Qué tiempo se demora usted en escribir un libro?

—Diez años, aunque algunos se demoran más y otros un poco menos.

—¿Cuál es el que más se le demoró?

—Cuba 1898-1958: estructuras y procesos sociales. Lo envié al Concurso Casa de las Américas y un miembro del jurado lo vetó. Dijo que el libro era antimarxista. Después de todo, le agradezco el rechazo.

—¿Por qué?

—Me dio tiempo para mejorarlo.

—¿Reescribe mucho? ¿Cuántas cuartillas desecha antes de llegar a la definitiva?

—Usted me pregunta por dos cosas para mí diferentes. Uno primero escribe y luego reescribe. Al final son diez años de romper borradores.

—¿Durante cuántas horas escribe usted?

—Leo, investigo o escribo entre diez y catorce horas. Ese es mi horario de trabajo.

—¿Y a qué hora comienza?

—Lo que me importa es cumplir la faena de manera ininterrumpida. A la hora que comience, no me interesa. Me levanto y eso es suficiente.

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