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El Buesa desconocido

La poetisa Carilda Oliver Labra evoca sus recuerdos del popular bardo cubano José Ángel Buesa, de quien en septiembre pasado se conmemoró el centenario de su natalicio

Autor:

Jaisy Izquierdo

El pasado septiembre, José Ángel Buesa cumplió cien años. Y entre críticas y suspiros, el tiempo no ha podido apagar su lumbre de poeta. La poetisa cubana Carilda Oliver Labra, Premio Nacional de Literatura 1997, quien se alegra de haber sido amiga del popular bardo, nos lo devuelve preservado por sus memorias, de donde emerge un Buesa de carne y hueso, que quizá nos resulte desconocido a la vuelta de diez décadas.

«Corría el año 1948 cuando vino a mi casa en un Buick rojo. Un amigo suyo le había leído Elegía a Mercedes, poema que le hice a mi abuela y que en aquel momento estaba casi acabado de escribir. A Buesa le llamó la atención por provenir de mí, una muchacha de provincia, más bien de municipio, como solía bromear. Cuando apareció, imagine mi sorpresa, pues entonces era el poeta más famoso de Cuba. Pero lo que le daba cierto aire especial ante mis ojos es que era adorado por los jóvenes, y sus libros todo el mundo los conocía de memoria, sobre todo aquellos versos que lo hicieron célebre y que no son los mejores ni mucho menos.

«Buesa era alto y atlético, pero no con esta forma que tienen los gimnastas de músculos machacados por el exceso, sino más bien frescos. Tenía una voz grave, muy cómplice. No era nada orgulloso ni altanero, sino correcto y educado. En los 15 años que duró nuestra amistad pude notar que no se trataba del hombre insinuante y seductor, como en ocasiones lo tildaban sus contemporáneos sin haberlo conocido realmente. También pude comprobar que era muy envidiado y hasta acosado.

«El primer día que vino a mi casa tuvimos que interrumpir varias veces la conversación porque diferentes vecinas tocaban a la puerta preguntando por él. En cierta ocasión, antes de marcharse, prendió un cigarro cuando se disponía a montar en su auto. Una muchacha preciosa dio, apurada, unos pasitos hacia él y le pidió, como si lo conociera de toda la vida, un cigarrillo. “No, ese no, el que usted trae en su boca”, le dijo la joven. Y él, perplejo, me miró, y muy serio se lo entregó, acto que la joven agradeció con un suspiro: “¡Así tengo su boca en la mía!”. Después de este amago femenino Buesa cambió su horario de visitas y parqueaba el carro muy lejos de casa».

—¿En qué consistieron esas visitas literarias?

—Él encontró como una especie de sede alejada de la capital, donde podía hablar de sus motivaciones vitales y confrontar su obra con literatos jóvenes. Muchas veces nos reuníamos en la residencia del poeta Agustín Acosta. Íbamos acompañados de mi futuro esposo, Hugo Ania Mercier, que era hombre de letras y abogado.

«Buesa me ayudó mucho en el plano literario. Yo estaba cursando Derecho y solo había adquirido pocas nociones de Literatura Preceptiva en el Bachillerato. Con él estudié Gramática para luego gozar del ardid de olvidarla un poco. Aprendí fonética, prosodia, sintaxis y semántica. Él sabía todo acerca de retórica, métrica, ritmo y rima del verso. Era un hombre instruido, que leía a Shakespeare, a Whitman, a Víctor Hugo y a Rimbaud en sus idiomas originales, y además de poeta fue dramaturgo, periodista, narrador, traductor y guionista de programas de radio. Buesa me hizo amar la Lengua».

—Es conocido que también la ayudó a publicar un libro.

—Algunos años antes Buesa había fundado la Organización Nacional de Bibliotecas Ambulantes Populares (ONBAP). Eran bibliotecas que se trasladaban en unas camionetas muy bonitas a las esquinas principales de las ciudades para vender libros por todo el territorio nacional. Fue como una especie de Feria del Libro, y eso él lo hizo en el tiempo de Batista.

Esta organización tenía su propia editorial, pues el objetivo era poder publicar a los poetas cubanos que, en aquella época, para tener sus libros tenían que pagarlos. Es por eso que dentro de esa editorial crea la Colección Isla, muy buscada por el público, donde se incluyeron los poemarios de Pura del Prado, Rafael Enrique Marrero, Sergio Enrique Hernández Rivera, el Indio Naborí, y donde surge mi tercer libro, Memoria de la fiebre, cuyo prólogo, sin firma, fue escrito por Buesa.

«En ese volumen yo incluía un poema, La cita rota, donde describo cómo desde por la mañana me preparaba para una cita que tendría en la tarde y que queda rota porque empieza a llover. Escribí que “me hice un moño alto como mi alegría” y “me llené la boca de pececitos rojos” y que “mi vestido era hermoso como una revolución”. El verso estalló como una bomba cuando salió a la calle, porque era el 28 de enero de 1958 y Fidel estaba en la Sierra. A mí me despidieron del trabajo sin darme explicaciones; no hacía falta.

«Cuando le entregué el original a Buesa para que lo llevara a la imprenta, se quedó mirando el poema y sonrió. Yo le dije que por supuesto él no se iba a atrever a publicármelo. “Sí, me voy a atrever. Lo que quisiera es que me pusieran en la misma celda contigo”. Y lo publicó, y ahí está el libro».

—¿Qué sucedió después de la publicación de Memorias de la fiebre?

—Para ayudarme económicamente, pues había quedado sin empleo, Buesa me llevó a ver a un director de una revista literaria que se publicaba en La Habana, a quien le presentó una antología con aquellos poemas que, según él, seguramente gozarían de mayor aceptación. A dicho editor le convino tanto que firmé un contrato para que publicara en formato de libro un volumen que llevaría en la cubierta mi retrato y el título de Versos de amor (Colecciones).

«Los derechos de autor serían 2 000 pesos cubanos, a pagar la mitad en aquel momento, y al terminar la edición el resto. Yo era tan inexperta y tonta que le respondí que esperaría que abonara todo al final.

«Al triunfar la Revolución, el productor literario se fue del país porque le intervinieron su negocio. No obstante el poemario vio la luz en el año 1963. La difusión de esos 50 000 ejemplares, que se vendieron a 50 centavos cada uno, me hizo popular en mi patria».

—¿Podría hacer una valoración literaria de la obra de José Ángel Buesa?

—Buesa es un romántico empedernido. Con su libro inicial La fuga de las horas (1932), consigue su primer poema famoso, El hijo del sueño. Después empieza a leer la poesía francesa, y publica un año más tarde Misas paganas, donde trasunta este tipo de poesía. En 1936 comienza a hacer combinaciones de metros diversos, pues le gustaba mucho la música en la poesía, y triunfa con Babel, donde aparece el famoso Poema del Renunciamiento.

«Según me contó, este poema él lo había escrito mucho antes, precisamente porque decía se había enamorado de un imposible, y lo guardaba para sí como causa secreta, que no quería publicar. Cuando finalmente se decidió, causó una explosión nacional.

«Luego empieza a estudiar el modernismo, recurre a la obra de Darío, y hasta llega a coquetear un poco con el surrealismo; pero aunque no lo quiera, en el Canto final se le transparenta ese romanticismo que llevaba por dentro.

«El 43 fue uno de sus años más pródigos, cuando entrega seis nuevos libros. En los volúmenes siguientes intenta dejar la lira romántica porque se da cuenta de que era demasiado, y es cuando prueba a darle un ritmo bélico a su obra, componiendo unas cuantas odas en estrofas que él quería fueran marciales, aunque realmente con ello no consiguió la cuerda más afortunada de su poesía. En su propósito de hacer un libro diferente se acerca a una veta filosófica con sus Parábolas. Estos poemas sí pueden estar en cualquier antología, porque son más serios y vienen a parar a un poemario que titula Muerte diaria (1943).

«De ahí pasa a su mejor libro, Lamentaciones de Proteo (1947), una obra que merece ser íntegramente publicada. Aquí tenemos a un Buesa diferente, que es el mejor de todos. El libro es un alarde de oficio, imaginativo, con la estructura muy estudiada y un contenido absolutamente renovado, donde enfrenta la realidad de que somos cautivos de la civilización y que se debe regresar a los orígenes».

—¿Cómo recuerda la época en que Buesa gozó de fama de poeta?

—En el Sauto, dos y tres veces por semana los declamadores venían a dar recitales. La poesía ocupaba un lugar de privilegio. Era la época de Buesa, de Guillén, de Emilio Ballagas, de Tallet, pero aun más fue la edad dorada de los recitadores. Artistas como Dalia Íñiguez, Carmina y Berta Benguría, Graciela Garbalosa (madre e hija), y la argentina Berta Singerman, y más tarde Olga Rodríguez Colón, fueron las que inmortalizaron el Poema de la despedida, el Poema de la culpa, el Poema del renunciamiento…

—¿Cómo lidiaba Buesa con tanta popularidad?

—Recuerdo que una vez le preparé, junto a otros poetas matanceros, un homenaje en la Escuela Profesional de Comercio y lo invitamos sin que supiera de qué se trataba. Él quedó completamente turbado ante tantos aplausos que lo recibieron y, apenado, solo atinó a decir gracias a las más de 300 personas reunidas. Cuando supo que fui yo quien había organizado todo, se enfadó muchísimo conmigo y me decía que eso había sido demasiado, que no le gustaban los homenajes, puesto que él era solo un poeta que hacía sus versos y nada más.

«Pocos días después apareció en mi casa con un ramo de rosas blancas, para pedir disculpas “martianas”, pues pensaba había sido descortés al reclamarme de aquella manera. Siempre acostumbraba a traerme rosas rojas, decía que esas eran las que pedían mis ojos: cosas de poeta».

—¿A qué cree que se debe la aceptación de sus versos por el pueblo durante toda una centuria?

—Buesa cautivó la sensibilidad casi colectiva en este pueblo cubano en el que también brotó el bolero. Habría que buscar razones adentro de las raíces de la propia sensualidad criolla, latente en la Cecilia Valdés, un chispazo que alumbra nuestro entendimiento sobre el subconsciente nacional que está permeado por un sentido épico y trágico del amor. Sirvan de ejemplos los mensajes entre Juana Borrero y Carlos Pío Urbach, y aún el verso recio de Martí que se transforma en un «Dicen que murió de frío, yo sé que murió de amor». Nos llegan hasta el presente preñados de ese emotivo clímax de los amores desafortunados por la guerra, la muerte o el destino. Tenemos necesidades muy arraigadas en nosotros: somos una Isla signada por la pasión.

—¿Cuál cree sería la mejor manera de celebrar su centenario?

—Debería realizarse un acto nacional de carácter conmemorativo, como siempre se hace en los centenarios de notables autores, y publicarse una antología extensa de su obra, salvando en cada caso lo mejor de sus libros. Debe ofrecerse un espacio importante a sus sonetos, y a su libro Lamentaciones de Proteo. A dicho conjunto es imprescindible integrar los libros publicados antes de su muerte en Santo Domingo, puesto que resultan auténticos, reflexivos, intemporales y definitivos para una valoración más justa.

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