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Cineastas jóvenes entre letras, colores y estaciones

La calidad de las obras de los nuevos realizadores que participan en la 35 edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, es una muestra de que el futuro del evento está garantizado

Autor:

Frank Padrón

Obras de nuevos realizadores —sean primeras o no— hay en esta edición festivalera como para sentirse aliviados respecto al futuro del cine latinoamericano; nunca todo lo que brilla es oro, incluso respecto a ciertas obras con recomendaciones, pero entre las  que aspiran a los corales, los jueces hallarán más que suficiente para llenar los respectivos escaños.

De entre lo que ha motivado a este crítico hasta ahora sobresale Las analfabetas, del chileno Moisés Sepúlveda, basada en una pieza teatral homónima de Pablo Paredes, y que gira en torno a una cincuentona llamada Ximena, de no muy buenas pulgas y obstinada en inventarse lo que no puede saber mediante la lectura, hasta que un día la joven maestra Jackeline logra convencerla de que no solo aprenda a leer sino a escribir: una misteriosa carta escrita por el padre da la primera antes de abandonarla será el detonante.

La relación entre ambas mujeres —personalidades en realidad no tan diferentes como aparentan, tensiones que explotan con frecuencia, se tornan a veces combate, otras complicidad y hasta ternura— da médula a un drama que resuelve admirablemente los tonos, a veces humorísticos, otras de intenso dramatismo y concentra el sujeto dramático con una fuerza que se ancla sin embargo en la austeridad de recursos y el minimalismo.

Apenas una locación, el interior del pequeño apartamento de Ximena y ocasionalmente, la entrada o la calle donde la iletrada pregunta direcciones y letreros, conforman el set de esta obra escénica que ha viajado a la pantalla con no poca fortuna.

Vuelve Paulina García (Gloria) en una cuerda totalmente diferente que solo confirma la versatilidad y los kilates histriónicos de la chilena en el filme que justamente dio arrancada a esta fiesta de imágenes. Valentina Muhr no se queda detrás, en un desempeño sutil y matizado.

Algún que otro parlamento infeliz y mal integrado al texto, cierto afán filosofante a veces que en lo absoluto necesitaba la contundencia de la propuesta, no enrarecen sin embargo la consecución de la misma que, repito, figura entre lo mejor de lo visto hasta ahora en cuanto a óperas primas.

La coproducción hispano venezolana Azul y no tan rosa invita al seguimiento del joven cineasta Miguel A. Ferrari, en este drama que gira en torno a una pareja masculina en la Caracas de hoy mismo: Diego y Fabrizio; el primero es fotógrafo y padre de Armando, adolescente que vive en Madrid y viaja a Venezuela para un reencuentro después de muchos años; el segundo es un exitoso ginecólogo, quien justamete por esos días es víctima de un trío de homófobos violentos que lo mandan a terapia intensiva…

Buena mano la del joven cineasta para contar historias; su narración es limpia y le aplica suficiente fuerza como para mantener al espectador atento e interesado, aun cuando el trayecto roza las dos horas.

Solo que en su afán por decir demasiado ensancha el relato, le adiciona más de una subtrama y entonces peca por acumulación: la aludida homofobia en las sociedades latinoamericanas contemporáneas, más allá del lugar puntual donde ocurren los hechos; la violencia contra la mujer; la relación conflictiva padre gay-hijo hetero (que sin embargo puede mejorar e incluso llegar a ser armónica); la (in)tolerancia de ciertos padres; el miedo adolescente a mostrarse y la inseguridad, lo cual redunda en la baja autoestima; la identidad verdadera, la transexualidad y otros ítem, son en realidad demasiado para una sola película, lo cual implica que no todo alcance el mismo y esperado desarrollo.

Cierto que todo apunta a un solo y totalizador mensaje (la importancia de la autenticidad, el ser uno mismo a cualquier precio) pero no siempre, como es el caso, el todo implica la consecución artística de las partes.

Si de segmentación hablamos, y ello de manera más arbitraria y entorpecedora (porque la cinta anterior por lo menos es coherente en su narrativa), un ejemplo elocuente lo aporta el filme ecuatoriano (coproducido entre Francia y Colombia) Sin otoño ni primavera.

El título alude a la falta de perspectivas, la desorientación y ausencia de esperanzas de la juventud clase media en el Guayaquil actual, mediante tres historias de (des)amor entrelazadas por el rock, distintivo como se sabe de tal sector etario: anarquía, rebeldía sin causa o mal encauzada, drogadicción, inmadurez afectiva y otros conflictos se aprecian en la trama.

Justamente es tal rubro el que descuella en el filme, unido a la potencia y nitidez del diseño sonoro, junto a algunos desempeños notables, pero lo dicho: Sin otoño… es tan errática y amorfa como sugiere su tema; el exceso de fragmentación, o para decirlo más claro: el picadillo excesivo e innecesario del director Iván Javier Mora, malogra un trayecto con buenos momentos aislados, pero fallido en su conjunto.

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