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La «novia» cubana de Shakespeare

Al cumplirse el cuarto centenario del fallecimiento del genio inglés y universal, JR se acerca a una de las más autorizadas especialistas de su obra dentro del ámbito hispanoamericano, y la única en la Isla

Autor:

Mario Cremata Ferrán

En el mundo intelectual cubano es un personaje mitad leyenda y mitad invisible; también por igual, y en alto grado, venerada y temida. Beatriz Maggi no se considera una creadora, por más que sus cuatro volúmenes de ensayos publicados supongan un reto a la imaginación, por esa capacidad que solo ella despliega de apresar lo esencial en ráfagas fulminantes y hacerlo, además, sin renunciar a la belleza.

Desde 1993 está oficialmente jubilada, lo que no impide que se le siga mentando como sinónimo de rigor académico y rapsoda de la ironía, ni que su magisterio haya permutado el aula por la cotidianidad del hogar. Cuando en literatura se aluda al Quijote, a Ugolino el caníbal, Gulliver, Julián Sorel, Gregorio Samsa, Huckleberry Finn, a los Montesco, los Capuleto y a todo el período isabelino, no deberá declinarse de las aproximaciones que a tales personajes ha dedicado esta sutil quintaesencia durante el último medio siglo.

Desde que en la década de 1980, cuando era ya una consagrada docente universitaria, apareció El cambio histórico en William Shakespeare, la crítica literaria se percató, ¡al fin!, de esa fecundia inherente a su discurso, su prosa y, en general, a cualquiera de los empeños que acomete. Y se confirmaron, para siempre, los votos de su «romance» con ese genio universal, reconociéndosele, pese a su reticencia, como nuestra más grande «shakespeareóloga».

Hoy, a los 92 años y cada vez más apartada de la vida exterior, se autodefine inocua pero honrada, y aún admira con vehemencia. Fustiga la penuria de ciertas expresiones culturales actuales en nuestro país e insiste en la utilidad de aprender otro idioma, preferentemente el inglés. «No es que sea indispensable, pero abre avenidas inmensas al pensamiento y al uso del lenguaje», precisa.

No le interesan los premios ni tampoco las entrevistas. Lo resuelve de manera simple: no busca la publicidad. «Entonces —subraya con ademán conmiserativo—, parafraseando a Anatole France, haré la excepción: Voy a hablar de mí, a propósito de Shakespeare».

—En 1948 usted obtuvo una Maestría en Literatura inglesa y norteamericana en el selecto Wellesley College, en Estados Unidos. ¿Surgió allí la pasión por Shakespeare?

—Puedo decir que nuestro «romance» brotó en Wellesley, donde viví la dicha de tener como profesora a Katherine Balderston. Su curso era mi favorito. Me sentaba en primerísima fila para entender bien cómo Shakespeare contempló al hombre y su época con dos pares de ojos simultáneos. Un día ella nos leyó un fragmento, creo que de El mercader de Venecia, y luego inquirió: ¿A quién les suena esto? La clase entera calló. Hacía poco habíamos estudiado a Christopher Marlowe, el autor de La trágica historia del Doctor Fausto. En vista de que aquel era un parlamento florido, ampuloso, rimbombante, de mucha palabrería —en inglés, bombastic—, yo, exaltada, solté: «¡Marlowe!». Ella se sorprendió y se lamentó de que una extranjera respondiera.

«Un par de meses después, mientras estábamos enfocados en el monólogo To be or not to be, me requirió: “Miss Maggi, venga a verme tan pronto suene el timbre”. Entonces me pidió que abandonara su curso, porque yo “no tenía nivel”. Me quedé denudada. Le pedí un voto de confianza —tres meses—, con la condición de que, si al término de ese plazo continuaba pensando igual, yo me retiraría. Accedió. Te cuento que mi trabajo final fue sobre la tragedia Coriolano. La Balderston me lo devolvió, calificado, junto a una carta que conservo en la que me dice: “No solamente la felicito, sino que se lo agradezco”. Fue un espaldarazo extraordinario, una cortesía que agradeceré siempre. Nunca he recibido elogio mayor, ni más importante».

—Tras su regreso a Cuba, usted se enfrascó en la labor docente. En este sentido, existen leyendas en torno a su gestión, a la manera de encarar y espabilar al auditorio, específicamente con aquellas comprobaciones de lectura…

—Cuando presentaba un nuevo texto, en los primeros cinco minutos hacía una comprobación de lectura escrita que, si no la aprobaban, les restaba puntos en la calificación final. Yo misma me obligaba a hacer una lectura fresca del texto a discutir, para tenerlo en las yemas de los dedos, así como en la mente o el corazón.

«Las preguntas eran lo más intrascendente del mundo: ¿Qué sucede en la escena primera del primer acto de Macbeth? ¿Qué hace Macbeth cuando llega al palacio real? El alumno tenía que responder: “Que golpea fuerte el portón con el puño”. No pretendía ninguna cosa trascendental; solo comprobar que leyó la obra. Solía pedir detallitos, no escenas que en conversaciones preclase uno podía contarle a otro. Nunca se me hubiera ocurrido, por ejemplo, preguntar qué diálogo tiene Hamlet con su madre cuando penetra intempestivamente en su alcoba, dado que ese es un vuelco dramático de situación que amerita discutirse en colectivo, y no es idóneo para una comprobación.

«Después, preguntaba a uno la opinión basada en su lectura: cuestiones generales como qué le parecía el argumento, o los personajes, o el tema, o el desenlace. Y de inmediato me centraba en otro: ¿qué opinas de lo que dice fulano? Ah, disientes, ¿y por qué disientes? O, ¿por qué lo apruebas? ¿Qué desenlace hubieras dado tú?; ¿por qué?; y mil veces por qué…».

—¿Cuáles son sus personajes literarios favoritos? ¿Acaso los masculinos? Lo digo a tenor de que sus valoraciones están pobladas de referencias al hombre, a la hombría…

—Cada vez que me expreso de esa manera me refiero al ser humano, a la humanidad; no estoy planteando «hombría». Me encantan Don Quijote y Sancho, Antonio y la seductora Cleopatra, soberbia en ese momento de fuerza intensamente poética en que ella se prende al áspid, para suicidarse… «También Paolo y Francesca, la famosa pareja de La Divina Comedia. En el Canto V, en el círculo del infierno están girando los lujuriosos, a merced de un cono de viento. Dante pregunta qué pecado cometieron, y se ve inclinado a la piedad, pues ella ofrece una visión maravillosa, completa, de cómo se instala el amor».

—Hablando de amor, ¿Romeo o Julieta?

—Siempre la mujer es más osada, intempestiva, descubre más pronto. Fíjate que Julieta se asoma al balcón y le lanza la cuerda a Romeo para que suba. Shakespeare expone bien cómo esas dos criaturas, de solo verse, sabían qué era el amor verdadero. No es un amor platónico; implica lo sexual, lo carnal. La chiquita modosita, muy metida bajo las sábanas de sus padres —quienes le tienen reservada una boda aristocrática conveniente—, con sus bríos, va revelando la modernidad. Se casa con el hombre que ama y se acuesta con él esa misma noche. Y cuando ve que él se ha tomado el veneno, pone fin a su vida. Es la forma drástica, certera de hacerse mujer. Le sirve al escritor de manera inmejorable para expresar el espíritu de liberación femenina en la Edad Media.

«Ya no son las medievalistas a que literariamente nos tenían acostumbrados. Son mujeres de arranque, de iniciativa, de personalidad. Incluso, si vienes a ver, Romeo es un poquito más apagado. Si te descuidas, al margen de sus pasos elocuentes, está conducido; es más poético. Julieta es puro Renacimiento. Ahora bien, que me “arrebate”: Mercucio, también portador de su mensaje de cambio y prácticamente su invención absoluta, porque hasta entonces fue solo un nombre en el poema en prosa de Arthur Brooke que lo inspira. Su muerte —la del personaje— opaca la carga de humor, supone punto de giro y vertiginosidad episódica, pese a su carácter secundario en la trama».

—¿En qué momento considera que el dramaturgo alcanza un conocimiento integral del alma humana?

—Casi desde el principio, cuando se propone permanecer ajeno a didactismos, tan en boga y tan perjudiciales. Aunque la edad cronológica sea poca, ha crecido interiormente con mucha velocidad. Lo demuestra con su poesía recia, acabada, perfecta… En su corpus narrativo, estilo y lenguaje secundan los contenidos, y no pocas veces el silencio importa tanto como lo que nos provee un parlamento, o una sola palabra.

«Ahí tienes a Romeo y Julieta, una de sus obras tempranas. Profunda, sin duda, es la plomada que Shakespeare ha lanzado al hondón del corazón humano: ¿cuánto puede la Julieta que aún no cuenta 14 años haber meditado sobre la muerte, sobre la desolación en que dejará a los suyos; sobre la ausencia, la no convivencia día a día, ese permanente “no estar”? Ella acepta la pócima sugerida por su confesor ante la imperiosa necesidad de aparentar la muerte, para evitar el matrimonio que sus padres le han escogido con Paris. Nuestro dramaturgo, consciente de que su protagonista entra en ese proceso biológico que llaman pubertad —y, por ende, lo afectivo viene suavemente urgido y concomitante por la aparición de la sexualidad—, muestra, desde los puntos de vista argumental y de caracterización, una especie de repetición incremental. Es ya, sobradamente, un profundo conocedor del alma humana».

—Y usted una profunda conocedora de su vasto repertorio, por más que rechace ser considerada la más grande «shakespeareóloga» insular…

—¡Qué picúa fuera yo si consintiera tal dislate…! Lo siento, pero me protejo de caer en el ridículo, puesto que mi único acierto ha sido intuirlo y luego estudiarlo, bajo presupuestos totalmente objetables. ¿Acaso te has preguntado cuántos se interesan por la era isabelina o jacobina en este lado del globo? Compréndelo: somos cada vez menos quienes «manoseamos» a William Shakespeare.

—Beatriz, hace poco se le escapó a la parca, pero ya no escribe como antes, endemoniadamente. ¿Considera que «parió» todo lo que quiso?

—Toda ganancia importante lleva consigo un dolor irreparable. Lo que contemplas hoy es el despojo de lo que fui, aunque lo que se instala en mi pensamiento no sea precisamente la edad avanzada, sino la bella edad. Ya no puedo más con mi alma, ni mi cuerpo. No yo, pero mi cuerpo sí —él— apetece el descanso eterno. Estoy fracturada y confinada: los achaques no autorizan a más. Después de los 90, de aquí para el hoyo. Pero ¡ojo!: quisiera, con absoluto fundamento, dedicarle unas líneas a Coriolano. Se lo debo a la Balderston y temo que no tendré fuerzas.

—En una ocasión me confesó que en la tumba se deleitaría con los diálogos entre el Quijote y Sancho, al pie de los molinos de viento. ¿Dónde queda su «novio» el inglés?

—Shakespeare es un genio, un prodigio de ejemplar masculino. Su vigencia está asegurada en los siglos que vendrán. Fíjate que, siendo inglés, el paladar del resto de las naciones lo admite como propio. Y en lo que a mí respecta, no me sonroja declarar que somos viejos compinches. Estoy convencida de que su efluvio hostigará mis huesos.

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