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Entre Brecht y Mozart, dos sucesos

Dos espectáculos figuran entre lo más significativo del ámbito teatral en este año:  El círculo de tiza caucasiano y La clemenza di Tito

 

Autor:

Frank Padrón

Fuera de los eventos que los enmarcaron, engalanándolos (el XVIII Festival de Teatro de La Habana, el Mozart-Habana 2019), dos espectáculos figuran sin duda entre lo más significativo de este año.

El Berliner Ensemble engalanó durante dos funciones el Teatro Martí con El círculo de tiza caucasiano, de quien fundara esa compañía hace 70 años: el siempre vigente, cada vez más grande e imprescindible Bertolt Brecht. La célebre pieza, estrenada a fines del año 1954, dirigida por su propio autor en la entonces RDA, estuvo cuatro años ininterrumpidos en cartelera y desde entonces se ha representado en medio mundo con semejante éxito.

En Cuba el revolucionario (desde todos los puntos de vista) dramaturgo y teatrista posee una significación especial al influir extraordinariamente en Vicente Revuelta, quien fue uno de los discípulos aventajados del alemán, al aplicar a sus montajes y concepciones mucho de la estética brechtiana, y por llevar a la escena de Teatro Estudio —compañía que integró bajo la guía de su hermana Raquel— varias de las piezas de aquel, incluso El círculo de tiza… en la que, como si fuera poco, asumió como actor el personaje del juez Azdak. De modo que al estar dedicada esta edición del festival habanero precisamente a Vicente, la presencia del Berliner Ensemble  resultó doblemente importante.

La conocida historia de las dos madres que van a juicio para que un juez decida quién es la verdadera según su proceder ante una sencilla estrategia, fue tomada por Brecht de la Biblia, en específico del libro antiguo-testamentario Primero de Reyes, en capítulos dedicados a exaltar la sabiduría del rey Salomón. Pero el autor alemán, como siempre, adapta y transforma las fuentes en función de su cosmovisión: aquí el juez no es nada honesto, lo cual no le impide finalmente inclinar la balanza con verdadera justicia.

Todo en el corpus escritural de El círculo… detenta un magistral equilibrio entre los registros grave y humorístico, específicamente una ironía deliciosa, como caracterizó toda la obra del autor; no por lo desgarradora de la microhistoria, anclada en la historia macro —la primera revolución rusa— deja esta de ser salpicada por guiños y trazos que, rayanos en el cinismo, matizan extraordinariamente el relato; ello va muy en consonancia con la solidez y riqueza caracterológicas de que gozan los personajes, y mediante los cuales Brecht se burla de convenciones e hipocresías sociales y ontológicas.

La madre biológica, esa aristócrata que reclama de sus criados llevar sus vestidos caros mientras acechan los invasores; la ingenuidad enternecedora y la bondad sin límites de la madre adoptiva, Grusche; el hermano pusilánime y falsamente caritativo; la beatería despiadada e hipócrita de la cuñada o la rapacidad de la suegra y su hijo son algunos de esos caracteres mediante los cuales el dramaturgo lanza sus afilados dardos. Y entre esto, sobre todo, la poesía infaltable de quien, fuera y dentro del género, fue en todo momento un exquisito y sensible bardo.

La puesta, dirigida por Michael Thalheimer, resultó un ejemplo de precisión, organicidad entre sus elementos técnico-expresivos y rigor tanto en el despliegue de estos como en las elevadas actuaciones.

La música de Bert Wrede, ejecutada en vivo por Kai Brückner, logró que las curvas alternantes de tensión/calma obtuvieran a nivel sonoro un perfecto complemento, algo que también consiguieron las luces (Ulrich Eh/ Benjamin Schwigin) diseñando zonas de iluminación/ penumbras según las peripecias de la trama.

Los desplazamientos denotaron una sabia y eficaz utilización del espacio, y el sentido dialógico de aquellos y otros actantes (como los músicos) según las cadenas de acciones del texto. El subtitulado electrónico permitió la perfecta y sincronizada traducción simultánea de los diálogos.

Tales elementos fueron los soportes esenciales de una puesta carente de escenografía propiamente dicha, excepto algunos elementos indispensables que solo acentuaban el minimalismo preciso y certero que la caracterizó.

Ello y, por supuesto, los superlativos desempeños de un elenco integrado por competentes actores que encararon sus roles con pasión y contención, con infinidad de matices y sutilezas, auxiliados por las no menos exquisitas y profesionales labores de la maquillista Ulrike Heinemann y el vestuarista Alexander Zapp, ambos en las tesituras sicosociales de los personajes y las circunstancias por las que atraviesan, contribuyeron a que la obra llegara en todo su alcance y majestuosidad.

Porque Brecht —y El círculo… desde su redondez y perfección lo confirman— sigue siendo ese dramaturgo contemporáneo, que en un mundo empeñado todo el tiempo en desterrar las utopías resulta cada vez más oportuno y necesario. El Berliner Ensemble que fundara y dirigiera en 1949, sigue haciéndolo posible, y nosotros desde Cuba agradecemos infinitamente su visita.

Pos-Mozart

La subida a escena de La clemenza di Tito, ópera casi postrera del célebre músico, con producción de la Oficina del Historiador de la Ciudad y la Fundación Mozarteum de Salzburgo, es ese otro momento relevante.

Una isla colonia del imperio romano sirve de topos a un drama en el que la bondad de su líder  ayuda a varios personajes que le rodean, cuyas pasiones y conflictos estructuran un libreto debido a Metastasio y que, llevado al pentagrama más de una vez, fue musicalizado por el genio austríaco partiendo de una revisión que hizo Caterino Mazzolá, sobre la cual trabajó Norge Espinosa para generar la puesta que ahora pudimos disfrutar.

El reto no era pequeño pues se pensó, más que en una ópera ad usum, en uno de esos espectáculos multiartísticos en los que confluyen el canto lírico, el teatro, la danza, la música al estilo del propio Réquiem mozartiano o Carmina Burana que recientemente nos ha propiciado Danza Contemporánea, y para ello se llamó a un maestro de la escena, Carlos Díaz, director de El Público, bajo la dirección general de otro gran artista, el músico Ulises Hernández, director del Lyceum Mozartiano de La Habana y del festival que ahora corre.

El resultado ha sido más que satisfactorio, desde esa orquesta perteneciente a tal institución bajo la batuta de Jose A. Méndez: una sólida banda sonora que trasuntó cohesión en todas sus secciones, con las cuerdas diseñando las atmósferas y veleidades del relato; vestidos por la creativa Celia Ledón, los músicos portan las túnicas y pelucas de la corte mozartiana en el siglo XVIII (con un guiño yoruba en el caso del director orquestal) mientras el resto de los personajes, algunos travestidos en consonancia con la poética de Díaz, llevan el blanco alusivo a las virtudes del protagonista que a la vez metaforizan la concepción ideoestética del discurso.

Los cantantes Gustavo Quaresma, Anyelín Díaz, Kirenia Corso, Cristina García, Lesby Bautista y Ahmed Gómez, brillaron en sus respectivas intervenciones desde las peculiaridades de sus cuerdas y se desdoblaron en notables actores; fueron secundados por los coros de Cámara de la Universidad de las Artes, la Compañía Otro Lado y la Schola Cantorum Coralina.

Norge Cedeño diseñó unas expresivas y delicadas coreografías para dúos, tríos y otras combinaciones que en algunos instantes resultaron un tanto enfáticas al traducir danzariamente lo que el resto de los actantes manifestaba, y pese a la relativa estrechez del espacio, en realidad nada amplio para tantas personas en escena, pudieron desempeñar su rol a plenitud sobre todo contando con excelentes bailarines.

Una imagen de Raúl Valdés, Raupa, coronó una escenografía que se nutrió de elementos pop y futuristas para presidir gráficamente la escena con un singular capitolio el cual, metonímicamente, parecía aludir al otro, tan cercano en lo geográfico del teatro donde tuvo lugar la puesta y que subrayaba las simetrías conceptuales con esta otra isla en peso donde tanto cabe lo que sucede ante nuestros ojos; por ello los pertinentes intertextos alusivos a ritmos afrocubanos y tradicionales, distintivos de nuestra idiosincrasia (Suite Cubana, de Jenny Peña; Réquiem Osún, de Calixto Alvarez, y sobre todo Camerata Guaguancó, de Guido L. Gavilán, la cual protagonizó una de las más conseguidas fusiones danzaria/ musicales de la puesta).

Bien vista, La clemenza… traza desde todos los puntos de vista coordenadas universales, porque en momentos de nihilismo y escepticismo desbocados emite un mensaje de armonía para agradecer, como también esa perspectiva inclusiva, integradora y aglutinante que trasunta el espectáculo, a la vez un saludable empujón, una contundente vuelta de tuerca a la ópera entre nosotros, algo que premió el público con cerrados aplausos y entusiastas ovaciones entre los que estaría, sin duda, tan rupturista y benditamente irreverente, el propio Wolfgang Amadeus.

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