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Un actor para la eternidad

Enrique Molina fue una de las personalidades más versátiles y carismáticas que hayan pasado por la televisión, el cine y el teatro cubanos

Autor:

Juan Morales Agüero

Fue un mal presagio: «Murió Enrique Molina», se corrió hace poco por las redes sociales. Su hijo Pavel le salió al paso al rumor y lo desmintió. «Mi papá está vivo y batallando como un león», escribió en un post.  Pero la COVID-19 solo le había dado una tregua. Regresó y, como en las tragedias griegas, privó del aliento a un hombre que convirtió la actuación en la razón de su vida.

Molina nació en Bauta, en la actual provincia de Artemisa, el 31 de octubre de 1943. Tenía cuatro años de edad cuando perdió a su madre y quedó al cuidado de su anciana abuela, en una situación de extremas estrecheces. «Todavía tengo su imagen comiendo en el platico de una taza de café con leche para que la comida alcanzara», recordó en una entrevista. Su niñez fue un auténtico calvario. A los diez años de edad dejó la escuela en cuarto grado para buscarse la vida en la calle. Por el día vendía aguacates y recogía listas de la charada. Ganaba por eso cinco centavos. A media mañana limpiaba zapatos o fregaba carros. Al anochecer vendía maní en las afueras del cine. «La dureza de aquella vida me forjó el carácter y me ayudó como persona», admitió después.

Transcurría 1960 cuando su abuela —agobiada por tantas penurias— decidió mudarse con una hija para Santiago de Cuba. Se llevó a Enrique, quien tenía por entonces 17 años. Un amigo generoso le consiguió un «trabajito» en una cafetería: descargar y acomodar cajas de licores. Ganaba poco, pero era algo. En el sindicato de la Gastronomía de la ciudad le propusieron unirse a un grupo de teatro de aficionados. La idea le pareció atractiva y… ¡aceptó!

Cerca de la cafetería radicaba el Conjunto Dramático de Oriente. Varios de sus integrantes solían frecuentar el establecimiento para tomar café. Enrique trabó amistad con ellos. Cierto día, uno le dijo: «Hay una convocatoria para actores profesionales. ¡Preséntate!». Fue y desaprobó. En la segunda oportunidad salió mucho mejor y lo aceptaron. Así, en cuestión de horas, saltó de ganar 69 pesos al mes a 150. Ya estaba casado y le había nacido su primer hijo.

En la compañía santiaguera, Enrique se fogueó como actor desde el autodidactismo, no sin antes «dar millones de cabezazos por no haber leído jamás a Brecht ni a Stanislavsky, ni saber quiénes eran Shakespeare ni García Lorca», como reconocería tiempo después. Decepcionado, pensó en retornar a la gastronomía. «Pero en 1968 me salvó la campana, porque estaban haciendo audiciones para crear la plantilla de Tele Rebelde y pasé a integrarla».

A La Habana me voy

En 1970 partió de Oriente a conquistar La Habana, con un ligero equipaje, unos pocos billetes y, como único crédito, una carta del músico santiaguero Enrique Bonne —jefe de programación de Tele Rebelde— avalándolo como actor. En la capital era un desconocido, pero su buen carácter le ganó amigos y le franqueó las puertas de la televisión.

Inicialmente, trabajó en dramatizaciones en las teleclases, que en aquella época comenzaban a transmitirse desde la  pequeña pantalla. Luego le llegó su primera gran prueba. En 1971, el director Eduardo Moya lo llamó para darle un papel en la serie Los comandos del silencio, junto a actores como Miguel Navarro, Salvador Wood y Reynaldo Miravalles.

A partir de ese debut, a Enrique no le faltaron propuestas. Se recuerda su participación en series y telenovelas, como  En silencio ha tenido que ser (1979); La gran rebelión (1982); Relatos sobre Lenin (1983); Algo más que soñar (1985); Bajo el mismo sol (2011); La cara oculta de la luna (2005)… Pero, sobre todo, en la telenovela Tierra Brava (1997), dirigida por Xiomara Blanco, que polarizó la atención de la teleaudiencia nacional
durante más de cien capítulos. El
carisma del personaje Silvestre Cañizo le confirió al actor una inusitada popularidad en todo el territorio nacional.

Según contó Enrique, construyó a Silvestre con la ayuda de un ortopédico, que lo asesoró en cómo debía caminar con una clavícula fracturada y una pierna lisiada. Un técnico en ortodoncia le moldeó una prótesis para que el pómulo derecho se le notara abultado. Las maquillistas se esmeraron en aplicarle un pegamento para que su ojo izquierdo se viera horrible. Y, por causa de las fricciones con alcohol que debía darse para despegarlo, contrajo un estafilococo dorado que lo hizo sufrir durante dos años.

Casi rozando a Martí

Algo que frustró sobremanera a Enrique Molina fue su malogrado propósito de protagonizar a José Martí en un audiovisual. La idea surgió después que encarnara a Lenin en dos series. En el ICRT pensaron en hacer lo mismo con el Apóstol y grabar varios relatos sobre su vida. Al actor le encantó la idea. Lilian Llerena, quien sería la directora, le advirtió que para la dramatización debía parecerse todo lo posible al Héroe Nacional. Y eso entrañaba sacrificios.

Enrique se sometió a una rigurosa dieta que le hizo rebajar más de 40 libras. Luego un cirujano estético lo llevó al quirófano para rectificarle la nariz, separarle las orejas, correrle el nacimiento del pelo, corregirle los párpados… Durante siete meses permaneció hospitalizado, estudiando la biografía de Martí e ilusionado con el proyecto. Cuando le dieron el alta, vinieron los ensayos, los preparativos, el casting… Todo iba de maravillas hasta que él y la directora fueron llamados a aquella reunión que acabó con su sueño.

En 2015, el actor reseñó así para JR lo que le comunicó con manifiesto dolor el entonces Presidente del ICRT:

«Molina, si estuviera en mis manos, y por tu sacrificio para interpretar a Martí, yo convocaba a todos los cubanos en la Plaza de la Revolución y les hacía saber lo que has hecho. Pero debo decirte que se suspendió el proyecto. Nos acaban de reunir para informarnos que pronto comenzará el período especial y no habrá dinero ni para medio capítulo».

Enrique declaró después. «Algunos se refieren al período especial como aquella etapa angustiosa de tantas vicisitudes. Mas, en lo personal, significó la pérdida de mi más grande sueño: poder interpretar a Martí, tal y como lo había pensado, tal y como lo habíamos trabajado».

El cine, su otro amor

El séptimo arte lo sedujo, al punto de tomar parte en casi 20 cintas. Su primer trabajo fue en El hombre de Maisinicú (1973). Figuró en otros como Polvo Rojo (1981), Una novia para David (1985), Hello Hemingway (1990), Páginas del diario de Mauricio (2005), El cuerno de la abundancia (2008) y Esther en alguna parte (2013). En todos demostró entrega y profesionalidad, sus sellos distintivos.

Trabajó con los principales cineastas cubanos: Manuel Pérez, Gerardo Chijona, Humberto Solás, Jesús Díaz, Orlando Rojas, Juan Carlos Tabío… Y mereció reconocimientos, como varios premios a la Mejor Actuación Masculina en festivales nacionales como internacionales. Integró la membresía de la Uneac y se hizo acreedor de distinciones como el Premio Nacional de Televisión y Premio por la Obra de la Vida.

«¿Se ve actuando con 80 años?», le preguntó una vez una colega del diario Granma. Y el actor contestó: «Yo me veo con muchos más años ac­tuan­­do. Voy a ser un viejito jodedor, y no voy a de­jar de joder hasta el último aliento».

La muerte de Enrique Molina es el epílogo de una pieza escénica rutilante y exitosa. Pero no se trata de su último acto. El telón del olvido nunca bajará sobre su proscenio, porque, desde la pequeña y la gran pantalla, sus personajes recordarán continuamente que los grandes son eternos.

 

Con la también primerísima actriz Eslinda Núñez en Esther en alguna parte. Foto: Tomada del sitio web revistacinecubano.icaic.cu

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