En 2024 murieron 1 239 personas por violencia policial (30 por ciento afroestadounidenses), entre más de 300 000 que sufrieron el uso de fuerza no letal. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 27/12/2025 | 08:21 pm
Como en el cuento de aquel que acaba de robar y que apunta hacia la otra esquina y grita «al ladrón, al ladrón», los Gobiernos y la gran prensa estadounidense acusan repetidamente a otros países como «estados policiacos».
Pero desde hace ya tiempo, en Estados Unidos las libertades civiles y derechos constitucionales están en entredicho. La injusticia racial está en el centro de los problemas de la nación estadounidense en materia de seguridad pública, encarcelamiento masivo y aplicación de la ley. Muy conocida y de carácter permanente es la violencia institucional que se ejerce sobre las comunidades afroestadounidenses y los inmigrantes a lo largo del país.
El Gobierno ha recurrido al secretismo, la sobreclasificación y la pretensión de intereses de seguridad nacional para evitar la supervisión pública interna y engañar a la opinión internacional. Treinta años después de que el presidente Bill Clinton promulgara la Ley de Control de Delitos Violentos y Aplicación de la Ley, su legado de encarcelamiento masivo, militarización policial y criminalización excesiva continúa.
La Ley contra el Crimen impulsó el auge del estado policial al destinar más fondos a las agencias represivas, así como habilitarlas con armamento militar avanzado. También sentó las bases para el encarcelamiento masivo al incentivar la construcción de más cárceles, incluyendo numerosas penitenciarías privadas.
La consecuencia, de lo que algunos califican de «sorprendente» metamorfosis, es un imperio de vigilancia, impulsado por arquitecturas de control, análisis, selección y predicción de comportamientos, que claramente representa una magnitud de «sujeción» y dominio bastante diferente, y una herramienta formidable para frenar la disidencia a nivel nacional. Un entramado donde cualquier diatriba pública que no se ajuste a la narrativa oficial puede (y será) usada en su contra.
Calculadamente se ha refrescado el concepto de «terrorismo interno»; un punto de inflexión en una política de criminalización y vigilancia que así podrá extenderse hasta donde lo permita el término, es decir, hasta donde lo necesite la administración de turno y los poderes invisibles que por momentos salen a la luz. El reciente asesinato del influencer de derecha Charlie Kirk, en momentos cuando incrementaba sus críticas al Estado de Israel, es aprovechado por la administración de Donald Trump para dirigir truenos y amenazas contra sectores progresistas.
En abril de 2024, el entonces presidente Biden firmó de inmediato la Ley que recién aprobara el Senado para reautorizar una poderosa herramienta de vigilancia e intromisión en la vida de las personas, conocida como La Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (FISA, por sus siglas en inglés), de 1978, que autoriza hasta el presente la vigilancia sin orden judicial y la violación de derechos de los ciudadanos estadounidenses de forma discriminatoria o arbitraria.
Cincuenta años antes, en 1976, en las investigaciones derivadas del escándalo Watergate, en el Comité senatorial presidido por el senador Frank Church se afirmó que las agencias de inteligencia estadounidenses habían «socavado los derechos constitucionales de los ciudadanos». Sin embargo, en las décadas posteriores, agencias como la CIA, la NSA y el FBI, entre otras, sin oposición política, ni transparencia o supervisión adecuadas, se han vuelto extremadamente poderosas y abusivas.
Estos abusos han incluido, entre otros: la gestión de centros secretos de tortura en la «guerra contra el terror»; la coordinación de un programa de drones asesinos en el que incluso ciudadanos estadounidenses han sido atacados sin ningún proceso judicial; y el actual despliegue brutal, arbitrario y abusivo contra los inmigrantes.
Durante años, una parte de los debates legislativos y políticos en Washington han estado dirigidos a dar luz verde y visos legales a los instrumentos represivos y de control social que aplican los órganos de seguridad y espionaje estadounidenses. Utilizan abusivamente el término de «seguridad nacional» para permitir que quienes ostentan el poder manipulen y eludan los procesos establecidos de la supuesta democracia estadounidense.
Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, con la aprobación de la llamada Ley Patriota y otras se replicaron los grandes abusos y la represión que entre 1956 y 1971 se cometieron bajo el programa conocido como Cointelpro, el FBI y otras agencias recibieron mayores poderes hasta el punto de lograr acceder a información personal, como llamadas telefónicas, registros médicos y financieros de millones de ciudadanos; el uso de programas malignos a espaldas de los usuarios, e intentos de obligar a las empresas de tecnología a suministrar la recopilación masiva de datos y registros financieros.
En 2013, el denunciante de la NSA, Edward Snowden, reveló que el Tribunal de Vigilancia de Inteligencia Extranjera había autorizado la recopilación masiva de registros telefónicos de estadounidenses, a pesar de que esa ley solo permitía la recopilación de registros «relevantes para una investigación autorizada».
En los últimos años, el FBI ha utilizado varias «categorías de amenaza» para describir el terrorismo doméstico: extremismo violento por motivos raciales o étnicos, por rudeza excesiva antigubernamental, acciones violentas por los derechos de los animales y ambientales, relacionadas con el aborto o de carácter anarquista y de quienes fomentan «agendas políticas o sociales que no se definen exclusivamente en ninguna de las otras categorías de amenaza». Los estudiantes y otros estadounidenses defensores de los derechos palestinos también han sido objeto de tácticas macartistas similares.
Existe un peligro real de que el término de «amenazas de terrorismo doméstico» se aplique a un amplio espectro de personas que posiblemente solo expresan sus opiniones políticas o religiosas y que ejercen su legítimo derecho a la libre expresión.
Desmedida brutalidad policiaca
Los agentes del «orden» en todo el país han sido instruidos o están habituados para actuar con una discreción casi ilimitada para detener, registrar, interrogar y arrestar a cualquier persona de la que «sospechen», basándose en factores arbitrarios.
Para no pocos de los ciudadanos, sobre todo los procedentes de las barriadas pobres y desfavorecidas, y ciertamente para las inmigrantes, el desplazamiento diario se convierte en un posible enfrentamiento con las «fuerzas del orden».
En el país existe una pluralidad de agencias para la aplicación de la ley, el mantenimiento del orden público o a cargo de funciones diversas. No siempre están claros sus límites y potestades, pero en la mayoría de los casos las tendencias represivas y los sesgos racistas se manifiestan en cada una de ellas, incluyendo dependencias del Departamento de Justicia, el responsable a nivel federal de la mayoría de las funciones de aplicación de la ley.
Aludimos a la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), la Administración para el Control de Drogas, la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, el Servicio de Alguaciles y la Oficina Federal de Prisiones.
A otro ministerio, el Departamento de Seguridad Nacional, se subordinan numerosas agencias federales encargadas de hacer cumplir la ley, muchas veces acudiendo a la represión, como la Patrulla Fronteriza, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de los Estados Unidos (ICE), el Servicio Secreto y la Guardia Costera.
Según la Constitución de Estados Unidos y de acuerdo con la estructura federal, el Gobierno nacional (federal) no está autorizado a ejercer facultades policiales. La facultad de contar con una fuerza policial se otorga a cada uno de los 50 estados federados, y a más de 15 000 comisarías y departamentos de policía municipales, de condado, tribales y regionales.
La brutalidad policial, de los agentes del ICE y de otras de las mencionadas agencias, ha sido un serio problema en Estados Unidos durante muchos años y afecta de manera desproporcionada a las comunidades negras y a las llamadas minorías. Solo en 2023, por ejemplo, hubo 1 164 tiroteos policiales mortales y la tasa de afroamericanos víctimas fatales por disparos de la policía fue mucho mayor que la de cualquier otra etnia, según un análisis del Washington Post.
El movimiento Black Lives Matter, formado en 2013, fue un actor clave en la prominencia que cobró el tema cuando en 2014 fue asesinado por la policía en Missouri un joven negro desarmado, Michael Brown, y estallaron manifestaciones desafiantes en todo el país exigiendo el fin de la brutalidad policial sistemática contra personas afroamericanas. Aunque de corta duración, esa agrupación fue luego por ello blanco de campañas para denigrarlo.
Esas erupciones de violencia provocadas por la actuación policiaca son calificadas por el Gobierno y la prensa como «motines», criminalizados o relegados en su cobertura periodística.
Elizabeth Hinton, en su libro América on Fire, ofrece una corrección crítica: las palabras «disturbio» o «motín» son un mero cliché racista aplicado a eventos que solo pueden entenderse correctamente como rebeliones: explosiones de resistencia colectiva a un orden desigual y violento.
La lección central de tales estallidos sigue sin ser comprendida por los responsables políticos, y responden criminalizando aún más a grupos enteros, en lugar de solventar las causas socioeconómicas subyacentes. Como resultado, son los regímenes policiales y penitenciarios enormemente ampliados que configuran la vida de tantos estadounidenses en la actualidad.
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