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La estirpe de Guaicaipuro

La declaración del 8 de diciembre como Día Nacional de Guaicaipuro y de los Caciques de la Resistencia dejaron claro cuán en serio Venezuela reubicó sus paradigmas

Autor:

Enrique Milanés León

CARACAS.— La entrada del jefe indio al Panteón Nacional en 2001 —simbólica, porque no se dispone de restos auténticos que mostrar— y la declaración del 8 de diciembre como Día Nacional de Guaicaipuro y de los Caciques de la Resistencia dejaron claro cuán en serio Venezuela reubicó sus paradigmas. El cambio del nombre y del contenido de otra jornada, el antiguo Día de la Raza, está íntimamente ligado a figuras como este «incómodo» líder indígena que siglos después, y hasta en el plano semántico, persiste en hostigar al invasor.

En efecto: a contrapelo de España, que hace una Fiesta Nacional de la hispanidad en la que cada vez «bailan» menos invitados, y de algunos países latinoamericanos que aún aceptan el jolgorio cuestionable de la raza, desde 2002 Venezuela celebra los 12 de octubre su Día de la Resistencia Indígena y, para hacerlo, cuenta con el aliento de un hijo especial nombrado José Martí. «Con Guaicaipuro, con Paramaconi, con Anacaona, con Hatuey hemos de estar y no con las llamas que los quemaron, ni con las cuerdas que los ataron, ni con los aceros que los degollaron, ni con los perros que los mordieron», escribió el cubano que denunció sin ambages cómo «robaron los conquistadores una página del Universo».

La bravía tierra que, en espiral del tiempo, enfrenta de nuevo a un hombre (de pelo) dorado, parió en 1530 a quien 20 años después asumiría el cacicazgo de los indios caracas y teques, en la zona del valle que los españoles escogerían para fundar, el 25 de julio de 1567, la principal ciudad del país. Guaicaipuro destacó no solo por el arrojo sino por la capacidad para unir: los caciques Naiguatá, Chacao, Aramaipuro, Guaicamacuto, Paramaconi, Terepaima y Chicuramay forjaron con él una alianza exitosa que solo fue derrotada en la batalla de Maracapana, en 1568, el mismo año en que, guiados por la traición, los españoles llegaron a su caney y le mataron, unos dicen que al fuego; otros, que de arcabuz.

A su muerte, su esposa Urquía entregó a Baruta, hijo de  ambos, el penacho de plumas rojas del cacique con un encargo que no fue defraudado: ¡defiéndelo con honor!

El legado del gran jefe encontró otros cauces. Sorocaima, uno de sus lugartenientes, escribió una página de suprema caligrafía: cuando le apresó, en 1572, el conquistador Garci González de Silva gritó que, si los guerreros no se rendían, su líder perdería la mano derecha. Contra la lógica hispana, Sorocaima convocó a pelear y puso la mano frente al verdugo. Una vez amputada la derecha de lancear, el indio la tomó con la izquierda, como bandera, para animar a los suyos, hasta que un fogonazo lo detuvo para siempre.

Con Guaicaipuro muerto, la alcaldía de Caracas quiso pacificar de una vez el valle, tras años de sobresaltos, así que decidió matar a 23 caciques. Chicuramay fue apresado en el grupo pero, extrañamente, cuando esperaba la muerte fue liberado. Solo después se enteró que su guerrero Cuaicurián convenció a los jueces de que él era el cacique y había tomado la muerte por él.

La historia de Prepocunate linda con la magia. Este cacique de los guaraúnos fue una vez apresado por los capitanes Hurtado y Carrizo, quienes lo amarraron a un árbol y lo dejaron en custodia hasta la ejecución. A la mañana siguiente, los españoles solo hallaron junto al tronco las sogas cortadas y la rosa silvestre que el guerrero solía llevar en la cola de su pelo. Apareció después, en batalla.

Otro hombre todo corazón fue Maracay, el guía de los araguas, quien peleó contra la tropa de Rodríguez Suárez y, en duelo final, venció en persona al mismísimo conquistador. Tiempo después, para matar al cacique tuvieron que sorprenderlo durmiendo.

A valiente tampoco se le ganaba a Tamanaco, el líder de los mariches y los quiriquires que luchó contra Pedro Alonso Galeas y Garci González de Silva. El jefe atacó Caracas y venció al capitán Hernando de la Cerda, pero a poco fue sorprendido por una caballería española. Su condena a la horca fue cambiada por otra más atroz: debió defender su vida frente a un perro. No lo consiguió.

La anécdota conmovió a Yare, el vencedor de varios militares hispanos que juró vengar al hermano y un día consiguió degollar al capitán Mendoza y a su perro asesino y enviar ambas cabezas a los familiares de Tamanaco.

Chacao ha pasado a conocerse como el Hércules Americano, por su enorme tamaño, que no alcanzaba en cambio a su osadía. El gigante, caracterizado por la nobleza de su gobierno, murió rescatando a dos niños secuestrados.

La galería de héroes indígenas es mucho mayor. Venezuela sabe que esa es la única raza a celebrar: la del color arcoíris del valiente, la que no lleva un pelo de sumisa y no porta el gen de la rendición. Es la que, en encontronazo desigual, permitió enfrentar perros entrenados para matar, caballos cual máquinas de guerra, armaduras metálicas, arcabuces, un odio organizado y un Dios ajeno, ora invocado entre cruces, ora impuesto a espada limpia.

Es la raza del cacique que, según la tradición oral, dijo a los españoles, de cara al final: «¡Yo soy Guaicaipuro, quien nunca temió a su nación soberbia!».

Solo un hombre de la auténtica estirpe de los libertadores pudo inspirar, siglos después, esta ventana abierta de Eduardo Galeano a la que no dejamos de asomarnos: «Nunca más el río reflejará su rostro, su penacho de altas plumas. Esta vez los dioses no han escuchado a su mujer, Urquía, que pedía que no lo tocaran las balas ni las enfermedades y que nunca el sueño, hermano de la muerte, olvidara devolverlo al mundo al fin de cada noche. A balazos los invasores derribaron a Guaicaipuro. Desde que los indios lo habían elegido jefe, no hubo tregua en este valle ni en la serranía de Ávila. En la recién nacida ciudad de Caracas se persignaban al decir, en voz baja, su nombre. Ante la muerte y sus funcionarios, el último de los libres ha caído gritando mátenme, mátenme, líbrense del miedo».

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