Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una leyenda de amor (+ Fotos)

Nelson Mandela nos dejó un adiós silencioso, de la misma manera humilde en que vivió, y la mayor enseñanza: luchar y amar. En su compromiso político y fibra humana deben hurgar quienes se encuentran enfrentados en conflictos movidos por el odio y el racismo

Autor:

Jorge L. Rodríguez González

No puedo recordar con exactitud cuándo supe por primera vez de Mandela. Solo sé que fue antes de encontrarse aquí con Fidel, pero las referencias que me llegaban por alguna fugaz noticia que escuchaba de la Televisión, por pura casualidad, eran incomprensibles para un niño que no llegaba a sus diez años, y que era incapaz de pensar en política. Mucho menos podía entender el significado de la palabra apartheid, y de las crueldades que se cometieron bajo ese régimen en un país tan lejano que tampoco podía ubicar en un mapa.

La inconmensurable personalidad de este hombre la conocí muchos años después, durante mis inquietas lecturas de universitario, cuando Mandela, con sus cabellos grises y su torso un poco arqueado, ya se había retirado oficialmente de la vida política.

Pero siguió dando muestras de vigoroso corcel de batalla. Fue uno de los pocos que tras la agresión estadounidense contra Iraq, criticó la política guerrerista de George W. Bush, a quien acusó de querer «hundir al mundo en un holocausto». Seguía afanado en la lucha por la paz mundial y africana, contra pandemias como el VIH-sida, que tanto devasta a Sudáfrica y que tocaba su más íntima sensibilidad. La asumió como un reto personal, pues su hijo, Makgatho Mandela, el único varón que le quedaba, murió en 2005, con 54 años de edad, a causa de esa enfermedad.

«Nadie podrá dormir en paz mientras haya gente aplastada por el hambre, las enfermedades o la falta de educación, y haya millones de personas por todo el mundo que convivan con la inseguridad y el miedo cotidiano», dijo por esos tiempos quien desde su retiro y disfrutando mucho más de su familia, especialmente sus más de 30 nietos y bisnietos, no dejaba de estar al tanto del pulso de la joven democracia sudafricana y sus retos.

Así pude comprender por qué un hombre que estaba en nuestro mundo, el de los vivos, podía estar rodeado de tanto misticismo; por qué muchos sudafricanos, en su adoración, no creían en la mortalidad de su Tata Madiba.

Sudáfrica y el mundo están conmocionados. Durante meses, muchos dedicaron una oración a la salud de Mandela, y aunque sabían que luchaba por la vida desde una máquina artificial que le propiciaba las últimas bocanadas de oxígeno, esperaban confiados en que saliera de ese trance, como en las otras tres ocasiones en que una pertinaz y maldita infección pulmonar lo llevó al hospital desde diciembre del año pasado.

Pero han sido muchos años de lucha. Primero contra el apartheid, una batalla por la que tuvo que pagar 27 años —de una cadena perpetua, esa era su sentencia— en la cárcel de máxima seguridad de Robben Island, en una pequeña isla en el mar, a 11 kilómetros de Ciudad del Cabo, y en otras prisiones.

Nadie nace odiando al otro por el color de su piel, su procedencia o religión. La gente aprende a odiar y, si pueden aprender a odiar, también pueden aprender a amar

Allí su cuerpo conoció el desgaste físico que después le deparó tantos males a su salud. Allí, el prisionero 466/64 aguantó estoicamente las jornadas de trabajo en las canteras de cal que robaban sus pulmones. El amor a la música clásica, las prácticas de gimnasia, la lectura y un curso a distancia de Derecho, le ayudaron a soportar los horrores del encierro, donde también fue víctima del racismo.

Y mientras el tiempo se detenía en Robben Island, momentos sublimes y muy tristes pasó la familia Mandela, sin que este hombre pudiera dar o recibir el cálido abrazo de un padre. No pudo asistir al velorio de Madiba Thembekile, su hijo mayor, que con solo 25 años perdió la vida en un accidente. Tampoco le fue permitido asistir al funeral de su madre, ni a la boda de la hija…

No claudicó, ni siquiera cuando el entonces presidente Pieter W. Botha, presionado por la comunidad internacional, le propuso darle la libertad si hacía concesiones políticas y aceptaba vivir en un bantustán, los territorios donde eran confinados los negros. Mandela demostró nuevamente su descomunal entereza, no traicionó sus ideales.

«Solo los hombres libres pueden negociar (...). La libertad de ustedes y la mía no pueden separarse», dijo al renunciar a la oferta.

En su fría celda continuaba inspirando a quienes se enfrentaban en los guetos a la policía racista.

Su rostro recorrió todo el mundo como emblema del sufrimiento y de la resistencia de todo un pueblo, de modo que el grito de libertad para Mandela encerraba la condena al régimen segregacionista.

Inmenso ese hombre que después de haber pasado el infierno de Robben Island no sucumbió al natural sentimiento de odio hacia sus enemigos, con quienes dialogó y a muchos de los cuales, siempre que quisieron, conminó a construir un país nuevo. Tal y como hizo en sus luchas en el Congreso Nacional Africano (ANC), partido que quiso fuera para todos, sin importar la raza ni el estatus social.

El abuso, el martirio, la ignominia, la opresión, el racismo, engrandecieron su espíritu, su vocación humanista, y su fe en un nuevo mundo.

No tomó el camino de la venganza, sino el del perdón. Y enseñó a muchos a pensar así. A los negros, les dijo: «Si quieren un día olvidar el apartheid, deben aprender a perdonar». A los blancos: «Si quieren un día ser perdonados, deben olvidar su apartheid».

Sabía perfectamente que el opresor tiene que ser liberado, igual que el oprimido. Un hombre que priva a otro hombre de su libertad es prisionero de su odio, está encerrado detrás de los barrotes de sus prejuicios

Se dedicó a educar con el amor. «Nadie nace odiando al otro por el color de su piel, su procedencia o religión. La gente aprende a odiar y, si pueden aprender a odiar, también pueden aprender a amar». (De la autobiografía El largo camino hacia la libertad, 1994)

Su grandeza fue también liberar al opresor. «Sabía perfectamente que el opresor tiene que ser liberado, igual que el oprimido. Un hombre que priva a otro hombre de su libertad es prisionero de su odio, está encerrado detrás de los barrotes de sus prejuicios», dijo Mandela de sus años de prisión.

Así, una vez elegido mandatario  en los comicios multirraciales de 1994 —primeros realmente democráticos en el país—, Nelson Mandela se convirtió en la esperanza del pueblo sudafricano para borrar tanta humillación y construir una nueva sociedad con iguales derechos para todos.

Se convirtió en el Presidente de todos, de negros y de blancos, y con su pragmatismo y profunda visión humanista llevó a puerto seguro una transición que muchos vaticinaron imposible de realizar por tanto odio acumulado en 350 años de dominación blanca.

Su misión fue superior: la reconciliación de un pueblo. Tenía que cumplir su sueño de contribuir a levantar un país libre, democrático, con todos sus colores, en armonía y paz.

El sueño por el que abandonó su natal Qunu, transgrediendo toda una historia familiar, una cultura, y pasando por encima de las predestinaciones de su árbol genealógico, que lo veían como el futuro jefe de su tribu, los thembus, de la etnia xhosa.

Debía transformar la imagen del país que palpó en sus años de lucha estudiantil y como dirigente del ANC, desterrar los lastres del segregacionismo, lo que no se logra solo con democracia y leyes.

A partir de entonces, su vida la dedicó a llevar la vivienda digna, la electricidad y el agua potable a aquellas chabolas mugrientas e insalubres a las que los negros estaban destinados de por vida, de no ser por el cambio y la esperanza que personificó.

«Nunca, nunca, nunca más deberá volver a sufrir esta hermosa tierra la opresión de un hombre sobre otro», dijo en su discurso de toma de posesión como Presidente, el 10 de mayo de 1994. Esa fue la luz que guió su gestión como Jefe de Estado.

En algo no se equivocaron los sabios ancianos: Mandela iba a ser un líder. Se convirtió en el padre de la nación sudafricana. Y mucho más. En su compromiso político y fibra humana deben hurgar quienes, en distintas partes del mundo, se encuentran enfrentados en guerras y conflictos movidos por el odio y el racismo.

Mandela ya no está con nosotros. Nos dejó un adiós silencioso, de la misma manera humilde en que vivió, y la mayor enseñanza: luchar y amar.

 

Con Cuba en su corazón

Hemos venido aquí conscientes de la gran deuda que hay con el pueblo de Cuba. ¿Qué otro país puede mostrar una historia de mayor desinterés que la que ha exhibido Cuba en sus relaciones con África?

Nelson Mandela respira en los Cinco. La resistencia indomable conecta al líder sudafricano con los cinco antiterroristas cubanos, cuatro de ellos todavía presos con injustas condenas en cárceles estadounidenses desde hace 15 años.

Lo supe por un trabajo que publicara en Juventud Rebelde mi colega Nyliam Vázquez, donde decía: «Cuando lo sometieron al encierro, al silencio en una celda de castigo, dos imágenes lo acompañaron: una del Che y otra de Nelson Mandela. Entonces ni Gerardo Hernández Nordelo ni sus cuatro hermanos sabían el modo en que la injusticia norteamericana se ensañaría con ellos. Él intuyó que aquellos dos símbolos de resistencia serían necesarios en aquel reducido espacio. Seguramente muchas veces lo salvaron».

La similitud se hace evidente, como una cadena que une a los buenos. Cuba respiró en Nelson Mandela.

Desde la cárcel, quien fue en su momento el preso político de más larga permanencia en el encierro, estuvo al tanto de la batalla de Cuito Cuanavale, a través de noticias que le llegaban muy fragmentadas. Esa epopeya, con la ayuda de los combatientes internacionalistas cubanos, fue el golpe mortal al régimen de Pieter W. Botha —conocido como «el viejo cocodrilo»—, que ya se desmoronaba, y contribuyó a la independencia de Angola y Namibia.

Soy un hombre leal y jamás olvidaré que en los momentos más sombríos de nuestra patria, en la lucha contra el apartheid, Fidel Castro estuvo a nuestro lado

Una vez derrotada, Sudáfrica comenzó a negociar los Acuerdos del Sudoeste Africano, mediante los cuales Namibia pudo obtener su independencia. El régimen también se vio obligado a entablar negociaciones con el Congreso Nacional Africano (ANC) y con el propio Mandela, una vez que Frederik de Klerk, el sucesor de Botha, le dio la libertad en 1990.

Cuba era mucho más que una escala obligada para Mandela durante la gira internacional que emprendió entonces para explicar al mundo la necesidad de mantener las presiones contra Pretoria, pues aún el apartheid seguía vivo. Por eso fue su primera parada.

Con gran tino político, advirtió que a pesar de que Sudáfrica había suprimido leyes racistas reconocidas como un delito internacional, no era momento para premiársele. «El apartheid aún existe. Hay que obligar al régimen a que lo elimine. Y solo cuando ese proceso sea irreversible podremos comenzar a pensar en disminuir las presiones», advirtió.

Desde sus días iniciales la Revolución Cubana ha sido una fuente de inspiración para todos los pueblos amantes de la libertad

Su breve estancia en el archipiélago caribeño no pudo ser más simbólica. Era el 26 de julio de 1991. Nuestro pueblo celebraba el aniversario 38 del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.

Ese día, en Matanzas, Mandela agradeció personalmente a Fidel y a su pueblo, todo lo que la pequeña e intrépida Cuba había hecho por África.

«Hemos venido aquí con gran humildad. Hemos venido aquí con gran emoción. Hemos venido aquí conscientes de la gran deuda que hay con el pueblo de Cuba. ¿Qué otro país puede mostrar una historia de mayor desinterés que la que ha exhibido Cuba en sus relaciones con África?», dijo ante la multitud congregada en la provincia de Matanzas.

«(…) Cuando usted, compañero Fidel, dijo ayer que nuestra causa es la causa de ustedes, yo sé que ese sentimiento surge del fondo de su corazón y que es el sentimiento de todo el pueblo de Cuba revolucionaria».

En la conferencia de prensa con periodistas cubanos y extranjeros, Mandela resaltó la solidaridad de Cuba que, desde el triunfo de su Revolución, puso en manos de América Latina, Asia y África, su amor por esas tierras y la posibilidad de recibir educación, atención médica y el talento de otros profesionales. Partía de Cuba lleno de fuerzas y esperanzas, dijo.

Fidel destacó la estatura moral de Mandela al catalogarlo como «uno de los más extraordinarios símbolos de esta era», «un hombre absolutamente íntegro» e «inconmoviblemente firme, valiente, heroico, sereno, inteligente, capaz».

El líder africano consideró al líder de la Revolución Cubana como uno de sus «grandes amigos», y expresó su orgullo de contarse entre quienes «apoyan el derecho de los cubanos a elegir su propio destino».

«Las sanciones que castigan a los cubanos por haber elegido la autodeterminación se oponen al orden mundial que queremos instaurar. Los cubanos nos facilitaron tanto recursos como instrucción para luchar y ganar. Soy un hombre leal y jamás olvidaré que en los momentos más sombríos de nuestra patria, en la lucha contra el apartheid, Fidel Castro estuvo a nuestro lado».

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