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Cuba y Francia con dos tazas de café

En 1791 Haití se volvió Revolución y una gran ola de alrededor de 30 000 colonos franceses movió su mundo —incluidos los bienes salvados, las familias, los esclavos— hasta la Isla grande del Caribe, que desde entonces eternizó el arribo con el arraigo de una práctica que se nos volvió raíz: beber juntos una taza de café para fortalecer los afectos

Autor:

Enrique Milanés León

Todavía las lomas de Santiago, Guantánamo y la Sierra del Rosario susurran, como comadres, viejos ecos de aquella historia. En 1791 Haití se volvió Revolución y una gran ola de alrededor de 30 000 colonos franceses movió su mundo —incluidos los bienes salvados, las familias, los esclavos— hasta la Isla grande del Caribe, que desde entonces eternizó el arribo con el arraigo de una práctica que se nos volvió raíz: beber juntos una taza de café para fortalecer los afectos.

Los inmensos cafetales fomentados por el primer gran contingente europeo llegado a Cuba cambiaron, sobre todo, el paisaje oriental, a tal punto que nuestra Historia define la etapa entre 1791 y 1810 como el «período francés».

Pero aquellos franceses de Anjou, Normandía, Bretaña, Poitou, Bearne… junto con otros de cuna haitiana, trajeron en su mudanza de urgencia más que patrimonio empaquetado, semillas, técnicas nuevas para cultivo y secado, acueductos y caminos.

En los barcos venían libros deslumbrantes que hicieron que estos emporios económicos también fueran refugios de alta cultura, y «a bordo» de sus cabezas los colonos cargaban el tesoro más grande que puede reunir un ser humano: saberes, prácticas eficaces y ansias de conocimiento e innovación que ayudaron a que su nueva nación de asentamiento ocupara, con productos muy demandados como el café y el azúcar, espacios de mercado internacional que un Haití en llamas perdía sin remedio.

Al pie de aquellos lomeríos, en un ambiente cultural en principio anacrónico pero que después terminaría por marcar positivamente el entorno, los afortunados leían en novedosas tertulias a autores que aún el mundo reverencia: Victor Hugo, Montaigne, La Fontaine, Racine, Chateaubriand… cuyas letras develaban otro universo literario en el escenario que se descubría ante los recién llegados. No es extraño que, en cierto período, el idioma francés fuera bastante usado en el musicalísimo Santiago.

Tales antecedentes son concordantes con la inscripción, en noviembre del año 2000, de estas plantaciones cafetaleras del sur oriental en la Lista del Patrimonio Mundial de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) como Paisaje Arqueológico.

En efecto, la cultura tiene mucho que ver en este caso. Llegados a Cuba con la idea de quedarse —no con el apuro saqueador de los colonizadores españoles—, los galos construyeron casas más sólidas, bellas y confortables en las que no faltaban los jardines ni la frecuente animación de fiestas en las cuales las contradanzas, valses, pasapiés y minuets movían a los fogosos bailadores cubanos a aprender movimientos desconocidos. Los franceses, en resumen, mostraban preocupación por hacer más llevadero el trabajo y más placentero el ocio.

También trajeron buenas nuevas al olfato y al paladar en tanto enriquecieron la gastronomía con especias olorosas y salsas exquisitas en platos que aún sobreviven —mezclados o no con otros de la cultura haitiana que también persiste en algunos núcleos poblacionales— y dejaron su marca en el vestir de muchos cubanos que, pese al calor perenne del Oriente, tuvieron contacto con aquella cultura signada por el buen gusto y hasta incorporaron varias de sus piezas.

En una «taza» más amplia se coció a fuego lento la Tumba francesa, ese otro monumento patrimonial de nuestro Oriente que teje, en culto cubano que evoca a Haití, hondas raíces ora africanas, ora francesas.

Así como se habla en Cuba de más de un médico chino que hicieron milagros a pura ciencia, debe recordarse que nuestras tierras conocieron también la sapiencia de un francés que introdujo la vacuna en Santiago de Cuba y de otro —el último galeno personal de Napoleón Bonaparte en la isla de Santa Elena— que en esa ciudad oriental estudió la fiebre amarilla y murió, abatido por ella.

Dotados de saberes, los «franceses cubanos» levantaron aquí el 22 de abril de 1819, con el refinamiento que aún define a su país y con la decisión de importar de Europa cuanto fuera menester, el asentamiento de Fernandina de Jagua, la bella Cienfuegos que hoy todos admiramos.

Los lazos rebasan toda estampa. Inspirando hondo el aroma especial que en las mañanas sale de cualquier cocina cubana, se pueden evocar pasajes de nuestra afinidad con un pueblo que proclamó ideales de libertad, igualdad y fraternidad cultivados en estas tierras con más éxito aún que el delicioso café.

Un relato —¿leyenda o realidad… qué importa al fin y al cabo?— refiere el hondo idilio de un colono galo y una esclava llamada Isabel. Su nido, la finca La Isabelica, es el inmueble mejor conservado del entorno y cabe suponer que en el museo que acoge esté igual de intacto aquel imaginario. Podemos creer los murmullos de las lomas y admitir que, a ciertas horas, los enamorados celebran el amor de estas tierras con una humeante taza de café.

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