Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Que la justicia no se detenga

La desaparición forzada laceró a las familias de 30 000 argentinos y a toda la sociedad durante la dictadura militar. Tiene que perdurar la memoria para que el crimen no vuelva

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Como las Abuelas de Plaza de Mayo que buscan a sus nietos robados, muchos de los familiares de los detenidos-desaparecidos cuando la dictadura militar, han dejado su ADN en bancos de sangre alistados con tal propósito en Argentina. De tal modo, quienes no han hallado los restos de sus hijos (hijas), hermanos (hermanas) o padres (madres) asesinados, pueden garantizar que sean identificados el día que los encuentren si, para entonces, ellos, sus sobrevivientes, ya no están.

El drama de la desaparición forzada persiste en los parientes aun cuando hayan transcurrido varias décadas de aquellos crímenes horrendos, que las dictaduras militares latinoamericanas convirtieron en práctica cotidiana y «figura» de su política en los años 70 del siglo pasado.

El dolor puede ser mayor cuando se ha coartado la posibilidad de despedir a los ausentes y darles digna sepultura. ¿Cuánto lacera el drama del hipotético regreso y la eterna espera?

Hay una imagen de su abuela paterna que Gustavo —descendiente menor de un matrimonio de desaparecidos, pero quien prefiere identificarse como «hijo de Montoneros» cuando me estampa su firma en un precioso libro— evoca: habían transcurrido más de 30 años desde que a su viejo se lo llevaron, y se volvió habitual en la abuela paterna, preguntar a cada momento si había llegado carta. 

«Y vos, ¿qué carta esperás?», le preguntó, intrigado.

La abuela aguardaba carta de su hijo Roberto —el padre de Gustavo y de su hermano Darío, el mayor—, a pesar de que hacía más de 30 años que los militares se lo habían llevado.

«En esos días había retornado un combatiente de la guerra de las Malvinas que estuvo recluido en alguna institución de salud mental desde que el conflicto acabó. Y la abuela pensó que, con mi papá, podía ocurrir lo mismo».

El día que los restos de Roberto finalmente fueron hallados y honrados, las sensaciones fueron dulces y amargas al mismo tiempo. Victoria, pero también dolor.

Era el año 2010, y hacía ya mucho tiempo la familia sabía que Miriam, esposa de Roberto y mamá y de Gustavo y Darío, había sido torturada como su joven esposo, y luego asesinada.

Primero se enteró Ana, melliza e inseparable compañera de juegos y de estudios de Miriam cuando ella misma, incluso embarazada, fue detenida, en mayo de 1977, en el centro de detenciones clandestinas Servicio de Informaciones de la Jefatura de Policía de Rosario, sitio en que estuvo ilegalmente retenida durante 11 días con su esposo Juan y otros compañeros.

«En ese lúgubre lugar me enteré por sobrevivientes que a mi hermana y a su marido los habían fusilado».

Mucho después, en 1983, la familia supo el resto de la historia. Miriam fue secuestrada, torturada y asesinada a los dos días en un camino rural, y enterrada como NN (sin nombre). Sus restos no se pudieron recuperar porque fueron llevados al osario de una fosa común.

Era un lugar tenebroso aquel cementerio, recuerda Gustavo; y la otra abuela, la mamá de las mellizas Miriam y Ana, se desmayó.

Verdad y justicia 

Tan importante como la memoria son la verdad y la justicia, tríada que guía el trabajo de las organizaciones argentinas de defensa de los derechos humanos y de los familiares de detenidos y desaparecidos, en las que Miriam milita desde que abrazó el reclamo por su hermana melliza acompañada de Juan, su compañero en la vida y en tantas batallas. Después incorporaron a «los chicos» a una lucha que es por Miriam, Roberto, y por los 30 000 desaparecidos durante la dictadura militar.

Con Darío y Gustavo, los sobrinos que Ana y Juan han ayudado a criar como a sus propios hijos, están ellos ahora en La Habana para presentar la historia de Miriam y Roberto, que han traído a la Feria del Libro de manera amorosa y sencilla, en un precioso y escueto volumen en el que narran las vidas de aquellos, que han marcado las suyas propias.

Lo hacen no solo para honrarlos, sino para contribuir a que no ocurra nunca más.

Coprotagonistas y coautores del libro testimonial colectivo Miriam y Roberto, una historia de amor en tiempos de lucha. Por siempre jóvenes, Ana, Juan, Darío y Gustavo —y seguramente, también, los parientes que no vinieron—, constituyen una hermosa familia «que resistió la impunidad y el terror», y en el cual están presentes «cuatro generaciones» atravesadas por el mismo sino, como explica la también luchadora social argentina Graciela Ramírez, su coterránea y compañera de filas. Porque los hijos de Darío y Gustavo, que ya suman cinco entre la más tierna infancia y la juventud, también participan.

«A los chicos siempre se les dijo que sus padres eran militantes políticos y desde chiquitos iban a todos los actos. Así se formaron», cuenta la tía Ana acerca de Darío y Gustavo.

Ahora sienten que estar en Cuba es, de algún modo, un reconocimiento a esa entrega. Han mediado marchas, concentraciones, y el esfuerzo, primero que todo, por convencer a la propia opinión pública argentina de que era justo su batallar, evoca Juan.

Después, tanto él como Ana han ido a declarar a los juicios en varias ocasiones para identificar a un represor, frente a frente en la sala del tribunal, a pesar del impacto que ello genera para la salud síquica del testigo. De hecho, Ana y sus sobrinos son querellantes en una causa.

La posibilidad de verdad y justicia quedó abierta cuando el fallecido expresidente Néstor Kirchner llegó a la presidencia en el año 2003 y, por fin, la Corte Suprema argentina decretó la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que propiciaron hasta ese momento la impunidad de quienes «cumpliendo órdenes» secuestraron, torturaron y asesinaron.

Unos 1 500 represores han sido juzgados o están procesados, y entre 500 y 600 ya recibieron sentencia.

Los procesos judiciales se mantienen. Sin embargo, las penas se redujeron durante los cuatros años del Gobierno de Mauricio Macri, apunta Darío, época en que no pocas condenas fueron transformadas en prisión domiciliaria.

El poder político siempre permea al poder judicial, apunta Juan.

Durante décadas, la sociedad y los propios familiares de los desaparecidos, habían convivido con ellos, los represores.

Y, como tantos de sus coterráneos, Ana y los suyos resistieron. Lo hicieron durante la dictadura y lo han hecho después. Incluso, más de una vez denunciaron a algún represor todavía con los militares en el poder, como aquella ocasión en que ella se fue con los niños, todavía pequeños, y «arrastró» a su madre, a realizar un escrache a un centro clandestino de detención y tortura.

«Había más militares que manifestantes mismos y mi madre preguntó: “Ay, Ana, ¿a dónde nos has traído?”».    

Pero también se han topado con represores después de la llegada de la democracia. Ana descubrió un día a uno en una unidad de correos. Lo siguió cuando entró a un colegio católico donde lo habían empleado como celador. El obispo no quiso dar crédito a la denuncia que Ana hizo. Pero ella enteró a las familias de los alumnos, y todos protestaron. «Lo tuvieron que sacar». 

La justicia se hace lentamente, pero se avanza, considera Gustavo.

La vigencia de esa lucha la explica Juan. «A cada rato aparece un represor exiliado en otro país, que es extraditado y juzgado en Argentina».

 

Gustavo, Ana, Darío y Juan (de izquierda a derecha) vinieron a Cuba para presentar Miriam y Roberto, una historia de amor en tiempos de lucha. Por siempre jóvenes. Fotos: Cortesía de Víctor Villalba

Muchas Madres y Abuelas han muerto, algunas sin conseguir saber el destino de sus hijos y nietos; pero sus rondas de los jueves se mantienen en Buenos Aires y también en Rosario, donde viven los familiares de Roberto de Vicenzo y de Miriam Moro. 

Los pañuelos blancos de las primeras han sido sustituidos por las pancartas y banderas que enarbola su descendencia… Para que perdure la memoria… y la justicia no se detenga.

 

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