Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La lenta agonía de las palabras

Autor:

José Alejandro Rodríguez

El paroxismo de la enajenación lingüística bien puede ser este mensaje:

«Querido Jesús: ya que hemos decidido emailearnos, te envío un archivo para que lo downloadees a tu ordenador. Lo he encontrado surfeando en el Web, cliqueando de site en site. Lo puedes pasar a un floppy o printearlo, y si no te interesa salvarlo, lo deleteas...»

Tales aberraciones las cita el lingüista Alberto Gómez Font, especialista del Departamento de Español Urgente de la agencia EFE, para ilustrar la invasión a nuestro entrañable español de la gélida jerga tecnológica de esos omnímodos anglófonos, que se nos adelantaron inventando aparatos y artilugios, y con ellos sus denominaciones (¿No recuerdan los más viejos que Frigidaire —el nombre de una marca— llegó a ser en Cuba sinónimo de refrigerador, como para afirmar: compré un frigidaire?).

El lingüista se desquita con socarronería ibérica al narrar el sabroso equívoco que puede desatarse en ciertos parroquianos silvestres que quedan por los caminos de España, cuando escuchen la palabra «chatear»: yo chateo, tú chateas. Resulta que allí «chato» ha sido, tradicionalmente, vasija baja y ancha para beber vino. De modo que si alguien te dice que estuvo chateando por la noche... ¡así la habrá cogido!

Es sintomático que en España, la matriz de esta dulce lengua enriquecida en América, haya voces de alerta acerca de la neocolonización desde el mouse de las tecnologías de la comunicación. Es la España que se negaba a asumir la anglofonía, y el «jersey» lo pronunciaba con jota reivindicatoria. Las baratijas ahora son los términos techno, en desdoro de nuestras palabras olorosas y montunas, cuajos de la identidad iberoamericana.

El asunto es más grave de lo aparente, y desborda los términos digitales. Esta aldea global que es hoy el mundo incorpora los códigos de los todopoderosos conquistadores, y cada vez más los genuflexos consumidores de cuanta mercadería norteña aparece, asumen dócilmente los términos light del libre mercado.

Pero la herencia hispana es tan fuerte que ni todos los Wall Mart o Mc Donalds juntos podrán embriagarnos. Por estos días, la Escuela de Escritores de Madrid anda en insurgencias idiomáticas, ante la pasmosa realidad que ella misma reconoce: apenas en el lapso entre 1992 y el 2001, cuando se presentó la 22 edición del Diccionario de la Real Academia Española, habían sucumbido más de seis mil vocablos de nuestra lengua que tuvieron que ser suprimidos del mataburro.

Y ante el genocidio idiomático, y la extinción de palabras así como desaparecen los guepardos, esta institución ha convocado a internautas de todo el mundo a enviarle términos de nuestro idioma en franca vía de extinción, para así crear una «reserva digital», donde se protejan para la posteridad los mortecinos vocablos. Los salvadores de palabras deberán enviarlas a las direcciones electrónicas www.escueladeescritores.com y www.ateneubcn.org/apadrinaunaula. Y así, el 23 de abril, Día Mundial del Libro, se constituirá el patrimonio con las más mencionadas por los participantes.

Esta iniciativa, dictada por la memoria afectiva del florido vocabulario hispano, sigue a la convocatoria de 2006, cuando la institución entusiasmó a más de 41 000 internautas a definir las palabras más hermosas del español, y «amor» fue la más mencionada, seguida de «libertad», «paz», «vida» y «azahar».

Pero si recorremos, en orden descendente, las otras 24 más reiteradas, veremos que, más allá de la belleza sonora, las elegidas expresan la «reserva» sentimental de los hispanohablantes: esperanza, madre, mamá, amistad, libélula, amanecer, alegría, felicidad, armonía, albahaca, susurro, sonrisa, agua, azul, luz, mar, solidaridad, pasión, lapislázuli, mandarina y abrazo. Y nada de eso puede nacer de un software.

Ojalá el futuro nos encuentre salvando palabras como monumentos en nuestras cuerdas vocales, alimentándolas con el misterio de Cervantes, Quevedo, Juan Ramón Jiménez, Martí, Darío, Borges, y de todos los anónimos refraneros que nos han dado voz y color en los callejones y las tabernas.

Por eso ante esta nueva convocatoria a salvar nuestras voces, María J. Barroso, un ama de casa española, irrumpió en la red de redes para depositar el más acendrado deseo: «Las palabras en desuso no deberían ser como las hojas secas de los árboles, que en otoño se barren y se echan a la basura. El castellano ha de ser el humus que nos contacta con nuestros antepasados y nos proyecta hacia un futuro mejor».

Que siempre podamos sentir a María trémula de palabras propias y misteriosas; que sigamos mencionando el crepúsculo, la clepsidra, el colibrí. Que sigamos siendo y existiendo, con esa «eñe» única de decir «coño» y «ñáñigos». ¡Qué puñeta!

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