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Las sorpresas del verano

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

SEÑALADO por sus altas temperaturas, el verano siempre es el momento del año marcado por el ideal del esparcimiento. Junto con la diversión, sin embargo, los meses estivales también pueden ser momentos de ciertas sorpresas. Algo de eso intuía la escritora inglesa Agatha Christie, cuando ubicó a su detective Hércules Poirot y a varios de sus relatos criminales en plenas vacaciones y en medio del más tórrido de los calores.

A lo mejor Agatha Christie pensaba que las vacaciones, con sus aires de tranquilidad, eran un ambiente efectivo para reforzar el misterio alrededor del crimen. Quizá por eso uno de sus relatos más célebres sea Muerte en el Nilo, donde el esclarecimiento del enigma transcurre dentro de un barco de colores resplandecientes, en medio de los calores africanos, y siempre con la sorpresa de descubrir una cobra bien erguida y lista para morder junto al lavamanos, situación delicada por la que debió atravesar Hércules Poirot en una de las escenas escalofriantes de la versión fílmica.

La realidad, no obstante, puede superar a la ficción y guardar ciertos asombros, esta vez con tonos de conmoción. Algo así sucedió con José Stalin, el polémico líder de la Unión Soviética en el verano de 1941. Durante esas semanas, Stalin sostuvo varias reuniones fuertes con el jefe del Estado Mayor, el general Georgui Zhukov, quien finalizaría la Segunda Guerra Mundial con el grado de mariscal de campo y considerado el mejor jefe militar de la época.

Zhukov insistía en tomar medidas urgentes ante los indicios de un asalto sorpresa de Alemania a la URSS. Stalin negaba los hechos y decía que eran provocaciones para desbaratar el pacto de no agresión firmado poco tiempo antes con Berlín. Su posición era inexplicable a pesar de que en varios mensajes uno de sus agentes más brillantes, el doctor Richard Sorge, avisaba desde Japón el día, la hora, el lugar y la cantidad de soldados que se lanzarían al ataque.

Fue después de una esas reuniones que Stalin se retiró a su casa de campo en las afueras de Moscú. Horas antes Zhukov informó que un soldado alemán había desertado con la noticia de que el ataque comenzaría en unas horas, y Stalin decidió cortar por lo sano. «Es una provocación y no se hable más», dijo. En la madrugada, el jefe de su escolta lo despertó con la llamada escalofriante de que en ese mismo momento Alemania bombardeaba los aeropuertos y guarniciones de la frontera.

Otras realidades más mundanas también guardan sus sobresaltos veraniegos. En la década de los 80 los adolescentes miraban con resentimiento las vidrieras de los cines con esos letreros impresos, donde se advertía que esa película —con cierto faltante de ropa— era apta solo para mayores de 16 años. Las porteras se veían entonces como unas viejas chaperonas a vencer y cuando los de mayor tamaño lo lograban, simulando tener una edad que no tenían, toda la gloria del mundo era poca al lado del júbilo de esos muchachos que se acomodaban, triunfantes, para sentir al cabo de unos minutos el rostro bañado por la luz de una linterna y una voz que decía: «Oye, niño, tú no tienes 16 años».

Algunos, en cambio, han vivido realidades un poco más escabrosas, como le ocurrió a un vecino que pactó un encuentro con su amante en casa de un amigo. El acuerdo tenía los aires de un servicio todo incluido en un hotel cinco estrellas. El amigo dejó el refrigerador con media caja de cerveza, una bandeja de jamón laqueado con queso, el cuarto con aire acondicionado y la seguridad de que nadie iría por la casa durante cinco horas para nada.

El galán indicó a la novia la señal de que todo estaría en orden: la puerta de la casa entreabierta por un ganchito, y ufano se quedó en calzoncillos y plantillas de medias. Abrió una cerveza y se sentó en el comedor a esperar. Pasó el tiempo y cuando sintió el ganchito en la puerta, estiró las piernas y mostró la más servicial de las sonrisas, que se congeló al ver a la madre de su esposa avanzando por el pasillo de la casa, con la jaba y la libreta de los mandados. Un frío se adueñó de las rodillas y en la frente aparecieron unas gotas de sudor. La mujer se quedó boquiabierta y el yerno ni siquiera se dio cuenta de cómo le salieron aquellas palabras finales cuando preguntó, entre sonriente y nervioso:

—Mi suegra, ¿y usted qué hace aquí?

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