Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La otra vida del insurgente

Autor:

José Alejandro Rodríguez

Cuando desapareció físicamente el 25 de noviembre de 2016, sus enemigos decretaron embriagados «el fin de la era Castro» sin comprender que para la mayoría de los cubanos, desde los más apologéticos hasta los más inconformes, Fidel —que etimológicamente significa fiel, digno de fe—, es un patrimonio sentimental irreversible en el alma de la nación.

«Castro» habrá muerto para sus detractores, esos que se reciclan en lejanas poltronas amasando fortunas, timando a sus electores y culpando a Cuba de antidemocrática. Pero Fidel, de tozudo hace un año que se niega a extinguirse de la memoria afectiva de los cubanos y de muchos otros pueblos del mundo.

El 25 de noviembre de 2016 Fidel, fiel a su pertinaz talante, no hizo más que renacer en una dimensión extracorpórea como un perdurable símbolo de justicia y redención para los perdedores de siempre. Lo hizo de la misma manera que sobrevivió a tantos intentos de asesinatos CIA mediante. Un hombre-pueblo, a diferencia de tantos políticos pancistas. Un acusador insobornable de los rapaces poderosos. Un paladín que, como pocos revolucionarios en la historia, completó el ciclo de su vida y obra hasta el final. Él sigue cumpliendo aquellas proféticas palabras suyas, depositadas en la quilla del yate Granma: «Si salgo llego, si llego, entro, si entro triunfo».

El guerrero Fidel, al frente de los cubanos, perpetuó la guerrilla en la paz. Vivió siempre en campaña, de verde olivo y botas, entre acechanzas y amenazas imperiales. Co… rajudo como pocos políticos, nunca bajó la cabeza ante el imperio. Y siempre estuvo en el epicentro de la tormenta, poniéndole el pecho al peligro primero que todos, dándole ejemplo a su pueblo, escuchándole en sus insatisfacciones y quejas, criticando la obra que amasaba y autocriticándose como el que más.

No fue perfecto, humano al fin cometió errores. De soñador preclaro, sus sueños desbordaron los límites de la realidad y las inercias. Se empecinó más de una vez. Pero nunca declinó su fe en el ser humano, aunque más de uno lo traicionara o lo decepcionara.

El Comandante, más cercano que en Jefe, sobrepasó como pocos eso que llaman el papel de la personalidad en la historia. Se echó el país sobre los hombros. Fidel fue Cuba, Nuestra América, Tercer Mundo, voz de los oprimidos, antígeno de los poderosos que apuntalan la injusticia con soberbia.

Ahora Fidel, desde su incorporeidad, gravita sobre el paisaje natural y humano de la querida Cuba, como el insurgente mayor, el rebelde que alerta y destapa todos nuestros errores y falencias. La referencia inevitable ante cada disyuntiva o desafío: ¿Cómo lo haría Fidel? ¿Cómo se acercaría a tal o mas cual realidad inédita? ¿Qué tratamiento le daría a asunto tan espinoso, con su sabiduría de sagaz ilustrado y a la vez batallador de la vida? Él va a estar midiéndonos desde su observatorio.

En el sepelio del líder de la Revolución nació una frase que trasunta continuidad: ¡Yo soy Fidel!, ¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel! Lo cierto es que tal perpetuidad no debe quedar en el efímero marco de la consigna. Estamos a las puertas de la retirada de la generación histórica y Cuba, ya sin Fidel y en un escenario muy complejo, necesitará de su sabiduría para sortear peligros y desafíos muy espinosos, en medio de otra vuelta de tuerca de la soberbia imperial y «trumposa» por un lado, y la sigilosa arremetida de implosiones muy sutiles por el otro.

Ahí están sobre nuestras cabezas varias advertencias de Fidel; desde la socrática convicción de que, a la larga, ni sabemos aún cómo se construye el socialismo, hasta aquel alerta dramático en el Aula Magna de la Universidad de La Habana en 2006, cuando sentenció que nosotros mismos, con nuestros errores, podemos acabar con la Revolución. Larga vida, Fidel, entre nosotros. Desde nosotros.  

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