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Habana de murmullos y milagros

Su historia no está escrita solo en libros, sino en los nombres de las calles, en los portales que saludan, en los gestos cotidianos que aún sobreviven como rituales sin ceremonia. La Habana no se impone, se insinúa. No se explica, se siente

Autor:

Alejandra Cuadras Marrero

La Habana cumple 506 años. No lo anuncia con estridencia ni lo celebra con excesos. Lo lleva como quien carga una historia larga, compleja, llena de episodios que no caben en una sola versión. La ciudad sigue ahí, con sus columnas que resisten, sus patios que respiran sombra, sus calles que no han olvidado cómo se camina lento.

Fundada en 1519, nació como puerto y se convirtió en símbolo. Su historia no está escrita solo en libros, sino en los nombres de las calles, en los portales que saludan, en los gestos cotidianos que aún sobreviven como rituales sin ceremonia. La Habana no se impone, se insinúa. No se explica, se siente.

Caminarla es entrar en una sinfonía de murmullos. El pregón que se cuela entre los adoquines, la risa que rebota en los patios, el eco de una canción que nadie canta pero todos recuerdan. Es una ciudad que se transforma sin apuro, como quien sabe que el tiempo no se detiene, pero tampoco corre.

Hay una belleza que no se puede explicar del todo. Está en la curva del Malecón, en la luz que cae sobre las fachadas coloniales, en el sonido de una conversación que se escapa por una ventana abierta. No necesita adornos, su estética es la del tiempo acumulado, la del detalle que permanece y embellece.

Las tradiciones no se exhiben, se practican. Algunos gestos se repiten sin que nadie los convoque, otros se heredan como si fueran parte del cuerpo. El café compartido sin prisa, el dominó que marca el ritmo de la tarde. Y ese gesto íntimo, casi secreto, de dar tres vueltas alrededor de la ceiba en El Templete, como si en ese andar circular se invocara lo divino, se protegiera lo humano y se tocara lo invisible.

La Habana no es solo resistencia, es también reinvención. En cada grieta hay una posibilidad, en cada muro descolorido una promesa de color. Se deja mirar, no por vanidad, sino por vocación. Sus fachadas hablan, sus plazas escuchan y sus portales invitan.

Por eso, en su aniversario, La Habana no pide homenajes. Porque en el fondo, sabe que su mayor celebración es seguir siendo habitada, amada, cuidada por los hijos que la honran.

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