Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los símbolos nuestros

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

 

Ocurrió al final de la Asamblea Provincial de la FEEM en Ciego de Ávila. En el plenario se aprestaban a la despedida (anuncio de nueva dirección, diplomas y aplausos), cuando el jovencito —delgado y de pelo negro— se levantó y planteó su inquietud con palabras muy sencillas.

«Miren, yo quisiera —dijo— que se tuviera en cuenta el acceso de los jóvenes a pulóveres y gorras con nuestros símbolos y las figuras del Che, de Camilo y de todos nuestros héroes. Muchos quisiéramos llevarlos, pero no podemos».

Entre otros temas discutidos y a los cuales se les dedicó más tiempo por su urgencia —como el ingreso a las carreras pedagógicas y el papel de los jóvenes en la recuperación de la provincia por los daños del huracán Irma—, unido a la prisa por el tiempo al final del cónclave, a este redactor le quedó la sensación de que la problemática planteada por ese muchacho no era ponderada en toda su trascendencia.

Decimos esto porque en Cuba —como en buena parte del mundo— se vive hoy una guerra de símbolos. En el aspecto comercial y político, una de sus peculiaridades es que ellos se insertan en la cotidianidad, se asumen como normales y sofisticados, y para nada amenazantes. Tienen, además, la virtud de atraer y quienes se acercan a ellos lo hacen motivados —conscientemente o no— por materializar sus contenidos en la vida diaria mediante gestos y actitudes, que puede terminar en una filosofía personal ante la sociedad.

En medio de esa amalgama de códigos está su concreción. El individuo de la cadenota gorda, por mencionar un ejemplo reiterado, que a diferencia de otros, quienes la usan por simple placer, este lo hace para exhibirla como una prueba de su estatus material por encima de los demás. «Yo tengo, puedo y tú no, y por lo tanto valgo más», parecen decir y, de hecho, lo hacen sin pudor alguno.

No es menos cierto que la selección, aceptación o rechazo a un símbolo pasa por las circunstancias y gustos personales del individuo, la influencia de los grupos donde se mueve y hasta los grados de cultura general que este posea. Los símbolos ni actúan con tanta omnipotencia —como a veces se desea ver— ni son tan inocentes, como en ocasiones se quieren dibujar, y sí son la reflexión madura, el diálogo, la capacidad de escuchar y respetar el criterio del otro (y no la prohibición burda) las maneras más expeditas y razonables para controlar esos «artilugios», cuya intencionalidad, sobre todo en el escenario de Cuba, en no pocas ocasiones se dirige a erosionar la cultura de una nación y los valores del socialismo.

Parte de esa trama es la posibilidad de acceso a los símbolos cercanos a la identidad de una persona. Y en ese sentido hay que darle la razón al muchacho. Frente a los pulóveres, pañuelos, shorts, gorras y cuanto objeto inimaginable puede existir con enseñas, marcas y esloganes extranjeros provenientes de toda geografía, los nuestros —los cubanos— parece que se hallan en una cuarentena permanente.

Decimos esto porque en ocasiones esos artículos con nuestros símbolos solo se ven o se pueden adquirir como presente dentro de la indumentaria para un evento. El otro espacio aparece al transitar frente a la vidriera de una tienda en «moneda dura» y verlos grabados en una gorra o pulóver, deleitarse con el sueño de tenerlos y enseguida padecer el cortocircuito al ver los precios con los cuales se exhiben.

No son pocos los cubanos —jóvenes, en un gran número— que se han resignado a no mostrar orgullosos un pulóver con la figura del Che debido a sus precios siderales. Como también no son pocos los compatriotas que en días festivos de la Patria han deseado colgar la enseña nacional en sus casas, y no lo han hecho por no tener un lugar donde adquirirla ni un ingreso que posibilite su adquisición.

Los símbolos, cuando enaltecen el respeto y la dignidad al ser humano, tienen el derecho a ser portados, pues ellos entraron en esa dimensión tan importante de los seres humanos, que es la intimidad. Al menos esa fue la interpretación del sentir de aquel muchacho. Por eso, cuando concluyó sus palabras, a uno le dieron deseos de decir, aun cuando no fuera delegado: «Oye, chama, yo estoy contigo».

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