Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Escalar La Habana

Autor:

Mercedes Muñoz Fernández

La segunda vez fue más fácil. Al final los arañazos, los golpes y el dolor en las extremidades sirvieron para algo. Al llegar arriba tuvo esa sensación de libertad que provoca desafiar la gravedad. Pero tres horas antes no creía poder conseguirlo.

Escalar le parecía alocado. No practicaba deportes ni solía ir de excursión. Esa tarde, sin embargo, le motivaba tener una aventura natural en su ciudad. Rodeada de amigos, subiría un pequeño macizo rocoso en el Parque Metropolitano de La Habana.

Esta reserva forestal se extiende por casi siete kilómetros en medio de la urbe. El parque, atravesado por el icónico río Almendares, surgió como Jardín Botánico. Actualmente es un área protegida y permite a los habaneros disfrutar del contacto con la naturaleza.

El farallón que escalaría se encontraba a escasos metros de la desembocadura del río. El agua reflejaba las luces del atardecer. Los colores del follaje circundante transmitían un especial estado de equilibrio, necesario para elevarse por la pendiente. El aire fresco en este pulmón verde reforzaba esa idea de paz interior.

El deseo de vivir la experiencia no eliminaba los nervios. Sentía vértigo solo de mirar la roca erguida sobre su cabeza. Temblores, dolor en el pecho y sudoraciones en las manos; todo su cuerpo en contra. Un chiste quizá podía aliviar la tensión, pero no librarla de la mezcla de sensaciones que experimentaba.

Ya con el arnés a la cintura, comenzó la primera escalada. Apenas una cuerda sostenía su peso. Un nudo as de guía y uno marinero la aseguraban. Los pies de gato, zapatos especializados, la dotarían de mayor agilidad para caminar por aquella superficie rocosa.

Así empezaba el ascenso hacia donde una especie de polea se fundía con el granito a más de 12 metros de altura. Conforme subía disminuía su miedo. Pareciera que, al estar arriba, la emoción de pasar un momento inolvidable no le permitiría caer.

En contraste, la piedra se presentaba áspera. Hallar una hendidura para sostenerse era como leer en una suerte de braille ríspido. Los agujeros donde colocar los pies escaseaban. Las manos comenzaban a doler por los raspones y golpes. Fallaban los músculos. Casi a los ocho metros, no pudo más y tuvo que bajar.

A pesar de que le dolía «hasta el pelo», reanudó la escalada. Con confianza, avanzó más rápido la segunda vez. Encontró la forma de acomodarse a la roca, e incluso trepó el pie a la altura de la cadera para impulsarse y llegar arriba.

De repente… resbaló. Pensó que caería. Por suerte quedó suspendida en el aire. Flotaba entre las rocas, y la adrenalina del miedo le resultaba excitante. Así estuvo por unos minutos, y luego de recuperar la estabilidad continuó el ascenso.

Al llegar a la cima, deslumbraba su silueta a contraluz. Sonriente, las fuerzas solo le alcanzaban para inmortalizar con imágenes aquel instante en el que tocaba el punto más alto.

Ese día se convenció de que no era necesario salir de la ciudad para cultivar el espíritu aventurero. Con hallar el lugar adecuado, bastaba. Y en este caso, lo mejor fue uno de esos espacios desconocidos de La Habana.

 

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