Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La pared

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

La Revolución es una pared, me dijo Martha Jiménez una tarde de abril de 2006. No sé si era un concepto meditado con antelación o si la imagen le surgió de pronto, al calor de aquella charla semiformal sobre el papel de las mujeres en el Directorio 13 de Marzo, tan flacamente reconocido aún en la historia cubana.

«Hasta en la pared más lisa, si miras debajo del repello vas a encontrar ladrillos desalineados, mezcla mal colocada, alguna que otra chapucería… Sin embargo, el muro es sólido: solo con críticas no lo pueden tumbar y eso es lo que cuenta, lo que da fuerzas para seguir construyendo».

Esas pocas palabras respondieron cientos de preguntas que me hice desde la universidad, y todavía hoy me ayudan a entender incongruencias o descalabros, y me dan fuerza para decir lo que pienso donde lo creo oportuno sin quebrantar mi fe en la obra mayor.

Aquella entrevista es un momento que atesoro, una agradable epifanía de lo que significa hacer historia y vivir lo suficiente para echar una mirada atrás y dilucidar, con reposada convicción, los aciertos y errores de integrantes de varias generaciones.

Con una coherencia impresionante habló del Fructuoso Rodríguez líder y esposo, sin parcelas sobrehumanas ni frases edulcoradas. Cada palabra tuvo el peso exacto, el oportuno hilvane, la intención clara de traer al presente lo que los libros dan como obra conclusa, epopeya de ayer, efervescencia de una etapa gloriosa.

Otra Martha, adolescente aún, leía en un acto reciente su mensaje patriótico, escrito en un lenguaje actual, para el oído de sus coetáneos, y mi recuerdo viajó a la metáfora de su tocaya, viuda, exdiplomática, madre distante, orgullosa dueña de dos perras y una hermosa colección de arte cubano que prácticamente cubría las paredes de su vetusta sala.

En las últimas décadas, como en los 200 años anteriores, no han faltado arquitectos que prometan a Cuba palacetes o templos del mejor vidrio fosforescente y marmoleadas escaleras al paraíso del consumo. Lo «único» que tenemos que hacer para obtenerlos es derribar el obstinado barro nuestro, amasado con lágrima y sudor, sangre y choteo, huracanes y solidaridad.

«Porque somos continuidad», decía la pionera, y yo sentí que tal vez su audiencia uniformada no captaba del todo la hondura de esa frase, el compromiso que supone trepar sobre los hombros que cimentaron nuestro muro, incluso antes del siglo XX, y seguir levantando ladrillos, ajustando estructuras, creando asideros, combinando bloques de canteras muy distantes.

Menuda tarea tiene la generación que se prepara para batir mezcla en un futuro próximo, urgida de refrescar apariencias sin perder rectitud ni aflojar arquitrabes. Talento tienen. Y energías. Imaginación no les ha de faltar y mucho menos «hierros», si suman los virtuales y los de afincarse al surco, el torno, el pupitre, el laboratorio, el timón…

Su argamasa tiene el doble reto de parecerse a los nuevos sueños y restañar chapuzas de quienes les antecedieron. Pero bien: no tirar un «finito» temporal y dar dos manos de pintura donde hace falta escarbar el moho con el cincel de la crítica, remover apegos con la maza de la honestidad, «coser» con cabilla las esquinas cuarteadas y echar en las hendijas esa aguada amorosa que une la arena con la piedra, lo útil de siempre con la imagen de hoy.

Esta pared no es perfecta, pero es nuestra. A su sombra crecemos, amamos, le tiramos un cabo a otros vecinos. Cuando en abril se reúnan los nuevos albañiles e inviten a quienes la empezaron, la siguieron, la sostienen aún, revivan sus historias, pídanles un selfi, dedíquenles canciones… Pero apúrense: la mezcla está en la calle, bajo el sol, y la historia no cree en brazos dormidos.

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