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El globo de bronce

El cuento que publicamos hoy, de José Miguel Sánchez Gómez, más conocido como Yoss, permanece todavía inédito

Autor:

Yoss

José Miguel Sánchez Gómez (La Habana, 1969). Conocido en el mundo literario como Yoss. Narrador, crítico literario y ensayista, es uno de los autores más representativos de la ciencia ficción y la escritura fantástica. Ha recibido, entre otros galardones, el Premio David, en 1988, y el Calendario en 2004. Entre sus libros se encuentran Timshel, Los pecios y los náufragos, Precio Justo, Las quimeras no existen, Superextragande y Condonautas.

El globo de bronce

Soy una golondrina... y estoy cansada de serlo.

Con leer lo anterior hasta el más lerdo se debería dar cuenta de que esto no es un texto realista, porque las golondrinas-golondrinas ni se cansan de serlo ni mucho menos son capaces de expresar esa fatiga existencial así con todas las letras.

Entonces el paso siguiente podría ser preguntarse: ¿en qué clase de escrito pueden hablar las golondrinas, y con tan excelso vocabulario? Y la respuesta obvia parecería ser: en una fábula.

Obvia, pero equivocada. Ah, si yo fuese el animal parlante de una fábula bien conocida, todo sería más fácil. Tendría más categoría, más respeto, más popularidad, más de todas esas cosas que nos importan a las criaturas de ficción. Al menos el Lobo de Caperucita y el Gato con Botas ya no me mirarían por encima del hombro...

Aunque, claro, eso no quiere decir que ellos sean felices...

En todo caso, no soy personaje de una fábula, sino apenas de una metáfora.

Imagínense un globo de durísimo bronce del tamaño de la Tierra, y una golondrina que cada siglo lo roza con su ala. Cuando el globo de bronce se haya desgastado totalmente, ni siquiera habrá empezado la eternidad.

¿Impresionante, verdad? Aunque no se conserve el nombre del imaginativo discípulo de San Ignacio de Loyola que acuñó la imagen, hay que reconocer que era singularmente hábil con las palabras.

Bueno, pues yo soy esa golondrina que cada siglo debe rozar el dichoso globo de bronce.

¿Entienden ahora por qué mi lenguaje es tan sofisticado y lleno de arabescos? Al que entre jesuitas anda, algo termina pegándosele... dicho sea de paso, es cierto que no dice en ninguna parte que yo hable, pero como el don de la palabra parece condición sine qua non entre los entes de mi clase, aquí estoy hasta escribiendo.

Sospecho que el ingenioso y anónimo autor de mis días se sentiría muy orondo al saber que fue el enunciar su apabullante sentencia sobre la inconmensurabilidad del tiempo lo que me arrojó a esta seudoexistencia de personaje de ficción. Apuesto a que exprimiría sus meninges tratando de acuñar otra frase igual de impactante sobre la preponderancia y el imperio que pueden ejercer sobre la vil materia la mente humana y su mayor producto, la imaginación... y a lo mejor hasta terminaba, en la mejor tradición de San Agustín, retorciendo el simple hecho de mi existencia hasta convertirlo en la enésima prueba de la de Dios.

O tal vez, por el contrario, se deprimiría sobremanera al comprender que comparten mi singular condición no solo los personajes de libros y leyendas correctos y piadosos, sino también los de obras blasfemas y heréticas... para su gusto, claro, que para mí todos esos son harina del mismo costal: una caterva insoportable de altaneros que miran con desprecio a todo el que como yo no tiene al menos cien páginas escritas avalando su existencia

Pero, por suerte o por desgracia, los humanos nunca se han percatado de que nosotros, criaturas hijas de su mente, existimos de veras. No tienen la más pálida idea de la compleja jerarquía que entre nosotros impera, ni mucho menos de los tormentos de esta seudovida de arquetipos que su irresponsable imaginación nos obliga a padecer.

Mirad si no mi caso: un breve, desesperante, leve roce una vez cada cien años... y el resto del siglo ¿qué? Aburrirme como una ostra. Y así  por toda la eternidad... o hasta que gaste el maldito globo de bronce, para la diferencia que hay. Sin poder decir «este siglo no quiero», cogerme un descanso por enfermedad o delegar mi responsabilidad en algún descendiente. No: tengo que ser yo y siempre yo y solo yo. Sin poder hacer nada de lo que hacen las golondrinas normales, como cazar insectos en pleno vuelo, buscar compañera, huir de los halcones y gavilanes y dedicarme tranquilamente a reproducir mis genes, nido, huevos y pichones mediante.

Sí, añoro todo eso aunque no lo conozco sino por referencias. Soy una golondrina privada del 99% de mi golondrinidad, prisionera de un destino que no elegí. Esa es mi gran tragedia.

Aunque claro, siempre me queda el consuelo de que podría estar peor. Yo al menos tengo tiempo libre para pensar. En cambio, la pobre tortuga de la fábula ¡cuánto no daría por un descanso en su lento pero incesante andar hacia la meta! Lo mismo que la liebre, su compañera, ya aquejada de neurosis aguda de tanto esperar el momento en que, por enésima vez, se lanzará en su estéril sprint tratando de recuperar en segundos todo el terreno perdido durante horas de supuestamente relajada pero en verdad torturante espera.

Pensad en el pobre Lobo de Caperucita, verdadero cúmulo de trastornos digestivos de tanto verse obligado a devorar a la Abuelita de un solo bocado y sin masticarla. O en la infeliz zorra, a la que por naturaleza nunca le gustaron las uvas, babeando desde hace siglos frente al racimo de marras y repitiendo como una idiota que están verdes, verdes, verdes...

Y así mil casos más.

Es una situación indignante, desconsiderada, simplemente insoportable. Un statu quo del que vosotros, humanos, no sois menos responsables por el mero hecho de no estar enterados. La ignorancia de una ley no exime de su cumplimiento. ¿No lo decís siempre?

Un statu quo que, por suerte, ya no se extenderá por mucho más tiempo. Porque este texto no es una queja lastimera e impotente, sino una viril declaración de guerra. Cansados de soportar y sufrir en silencio, las criaturas imaginarias hemos decidido pasar a la acción.

Puedo vanagloriarme de la autoría de nuestro plan de ataque, si bien es cierto que nunca habría podido ponerse en práctica sin las fervientes, innumerables y valiosísimas colaboraciones de entes de ficción de todos los niveles. Aburridos de ser peones en vuestras manos y lenguas insensatas, hemos decidido unirnos. Por primera vez, en este grandioso esfuerzo común, han sido abolidas las barreras de clase entre los dioses clásicos, los caracteres literarios y las criaturas de fábulas, entre los seres de metáforas, los personajes de chistes y los de leyendas metropolitanas. Y bajo el lema desinteresadamente aportado por los mosqueteros, uno para todos y todos para uno, nuestro glorioso plan está a punto de ponerse en marcha.

Sabemos que al leer esto reiréis, achacándolo a la pluma traviesa de algún escritor, sin prestarle la seriedad que merece en su calidad de ultimátum. Pero no importa; ya está cerca el momento en que las consecuencias de nuestra acción concertada serán demasiado importantes para que puedan seguir siendo ignoradas.

Puede que al principio apenas lo advirtáis. Probablemente todo comience cuando al narrar por enésima vez la historia de la zorra y las uvas verdes, os venga como salida de la nada a la mente la imagen de una espigada cigüeña que, acudiendo a toda prisa, deje caer el hueso que acaba de sacar de la garganta del lobo con su pico, usando ese mismo pico para alcanzar el maldito racimo de uvas a la zorra y luego banquetear todos juntos... zorra, cigüeña y lobo. Aunque a ninguno de los dos cánidos les gusten especialmente los frutos de la parra.

Quizás la primera vez os resulte simpática por lo novedosa y posmoderna, esa nueva versión de la clásica fábula. Pero luego alguien advertirá que es imposible recordar o relatar la versión original. Y que la epidemia se extiende: tal vez, a despecho de lo que escribiera Tolstoi, Ana Karenina se niegue a suicidarse arrojándose frente al tren.  O, para horror de tanto fanático tolkiniano (y, confío, regodeo de otros tantos) Sauron no muera al ser destruido el Anillo Unico en la Grieta del Destino, ni deje de funcionar el replicante Nexus-6 después de perdonisalvarle la vida al blade runner Deckard sobre los tejados de la futurística Los Angeles, sino que se aleje corriendo, para perderse en la gloria.

Os conocemos. Habrá primero incredulidad, luego risas, luego auténtico e incontrolable pánico cuando el monstruo de Frankestein se case con la Bella Durmiente y se vayan de luna de miel al País de Oz. Cuando empiecen a fallar los refranes porque los herreros, a pesar de todo, no encuentren en su casa el proverbial cuchillo de palo, o el perro del hortelano se empeñe en invitar a comer a todos, y dando pan a perro ajeno no se pierda el pan sino que se gane al perro.

Solo un detalle falta por ultimar, un acto de simbólica liberación, llamado a ser como en 1917 el disparo del crucero Aurora llamando a los bolcheviques a asaltar el Palacio de Invierno, como la flecha arrojada desde los muros de la fortaleza del Abismo de Helm por el aterrado defensor rohirrin que desencadenó el ataque de los uruk-hai de Saruman...

No es complejo de inferioridad, ni prerrogativas de jefe. Pero el globo, este mi maldito globo de bronce, mi condena y mi atadura, será, tiene que ser lo primero en ser destruido antes de que el caos comience a campear por sus respetos.

Claro, un globo de durísimo bronce y del tamaño de la Tierra no es cosa de juego. Ender prometió prestarme su Pequeño Doctor, Zeus sus rayos, Ambrosio su carabina... pero no estoy segura que ni siquiera esos tres famosos artilugios de destrucción combinados puedan imponerse a tan formidable masa de recio metal.

Cierto es que las últimas negociaciones con nuestros semejantes orientales resultan singularmente prometedoras, a pesar de las diferencias del lenguaje... y si bien todavía para Voltus V o Godzilla mi némesis broncínea podría ser un hueso demasiado duro de roer, yo ¿personalmente? ¿golondrinamente? cifro grandes esperanzas en seres aún más poderosos. Como alguno de los once monstruos que secundaron a Tiamat en su lucha contra el dios Marduk, o la bestia que el héroe Maui sacó del mar para convertirla en la isla mayor de Nueva Zelanda.

No hay prisa; hemos esperado hasta ahora, podemos aguardar un poco más. De todos modos, la eternidad está de nuestro lado. Pero es inexorable, inevitable, necesario: el globo de bronce será al fin destruido, yo seré libre y conmigo el resto de mis hermanos y hermanas.

Temblad, humanos de irresponsable fantasía. La hora de nuestra libertad y de nuestra venganza ha llegado. Y no podréis hacer nada para evitarlo.

He dicho, yo, la golondrina.

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