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Paradojas de la cruzada antimicrobiana

El descubrimiento de la penicilina fue el motor impulsor en la batalla contra las bacterias patógenas a partir de los antimicrobianos. Sin embargo, ahora la resistencia a estos medicamentos se presenta como un temible problema a nivel mundial

Autor:

Julio César Hernández Perera

A finales del siglo XIX la revelación de cómo las bacterias eran las causantes de diversas dolencias, marcó un antes y un después en la historia de la medicina. A partir de ese momento, hablando metafóricamente, a las enfermedades se les declaró la guerra.

En las postrimerías de la década del 20 del siglo pasado, el descubrimiento de la penicilina fue uno de los acontecimientos más significativos en este campo.

Sin embargo, a partir de entonces se desató un problema de marca mayor con la resistencia antimicrobiana, que desencadenó amplia polémica no solo en el campo de la medicina, sino también en los medios de comunicación masiva, en pos de hacer un uso racional de los medicamentos.

En el mundo se avecinaba este problema ya alertado por el propio Alexander Fleming en una entrevista que le realizaran en 1945 para The New York Times, cuando oportunamente llamó a detener el uso excesivo de la penicilina con el fin de dilatar el desarrollo de la resistencia.

Este hecho es un reto y un riesgo creciente, a pesar del desarrollo de nuevos medicamentos, enmarcado en un período que puede considerarse como la Edad de oro de los antimicrobianos.

Se puede decir que esta etapa finalizó en los años 60 del siglo XX, cuando se dejaron de detectar nuevos mecanismos de acción antibacterianos, por lo que cada vez son más exiguos los arsenales terapéuticos con los cuales combatir las crecientes infecciones causadas por gérmenes resistentes.

Contribuyen al desarrollo de esta resistencia la mala prescripción de los antimicrobianos y su uso indiscriminado, suficientes como para suscitar con esta exposición aumentada en el medio ambiente, la aparición constante de nuevas mutaciones genéticas en las bacterias.

Para que se tenga una idea de la magnitud del hecho, se puede referir cómo en la actualidad, de las casi 51 toneladas diarias de antibióticos que se consumen en Estados Unidos, cerca del 80 por ciento es destinada a otras esferas ajenas a la salud humana.

Por ejemplo, se les administran a los cerdos para acelerar su crecimiento e incrementar la eficiencia de su digestión, y hasta se les añaden a las pinturas marinas para inhibir la formación de lapas (moluscos que se adhieren a las superficies marinas, como los cascos de los barcos).

Todas estas son parábolas de una cruzada en la que ya hay quienes señalan que, aunque han pasado más de diez lustros cincelados por grandes avances cientifico-técnicos y un sinnúmero de vidas salvadas, se avecina una era posantibiótica: una nueva etapa en la que enfermedades tan comunes como una faringitis o un pequeño forúnculo en la piel, pudieran ser nuevamente letales.

Fleming y la penicilina

Más allá de cualquier valoración, la penicilina marcó para muchos la arrancada de una nueva era. Su aparición señaló el inicio de una cruzada contra los microorganismos, en la cual los antimicrobianos son armas principales.

Para la humanidad, el valor de estos fármacos fue inmensurable. Y si intentáramos tasarlo, se pudiera conocer datos tan asombrosos como que, en los años más recientes, la expectativa de vida de las personas ha aumentado en hasta una década, gracias a esos medicamentos.

La penicilina llegó a ser uno de los antibióticos más exitosos de su época. A esta gloria contribuyó el gran incendio acaecido el 28 de noviembre de 1942 en un centro nocturno de Boston, Estados Unidos.

Durante la tragedia murieron casi 500 personas, y muchos de los sobrevivientes —más de lo pronosticado— fueron salvados gracias a los 32 litros de «caldo de penicilina» que fueron enviados a los hospitales.

Entonces empezó a rumorarse sobre un remedio milagroso y estratégico que acaparaba los titulares de los diarios.

Como consecuencia del favorable resultado de este uso de la penicilina, el Gobierno norteamericano apoyó su producción y distribución en las Fuerzas Armadas durante la Segunda Guerra Mundial. En distintas fuentes se habla de que ayudó decisivamente a salvar a los heridos de las tropas aliadas.

Se cuenta que en septiembre de 1928 el bacteriólogo escocés Alexander Fleming (1881-1955), al regresar de sus vacaciones, se dispuso a ordenar su laboratorio atestado de papeles y cultivos bacterianos desatendidos. En ese escenario se hallaban cultivos de Staphylococcus aureus (una especie de estafilococo), y uno de ellos contenía un moho que crecía y destruía las bacterias ubicadas a su alrededor. Para advertirlo se confabularon la sagacidad del investigador y circunstancias excepcionales como las condiciones meteorológicas de aquel año, las cuales contribuyeron a la creación de una temperatura ideal dentro del lugar, con vistas al desarrollo de un extraño contaminante.

El científico dedicó meses de estudio e identificó el moho como una variedad de Penicillium —palabra que en latín significa cepillo–; después se supo que era el Penicillium notatun. Junto con sus ayudantes, el estudioso consiguió aislar la misteriosa sustancia que producía el hongo, estudió su acción antimicrobiana (antibiótica) frente a otras bacterias y probó la ausencia de toxicidad cuando se le administraba a animales de laboratorio.

Fleming nombró al compuesto penicilina, y publicó su hallazgo en 1929 en la British Journal of Experimental Pathology. Pero su descubrimiento quedó en un inicio relegado al conocimiento teórico, hasta que en breve tiempo tuvo lugar otro suceso que estimuló la investigación en el campo de los antimicrobianos: el descubrimiento del efecto antibacteriano de las sulfas, por el patólogo y bacteriólogo alemán Gerhard Domagk (1895-1964).

Este nuevo hallazgo se ensalzó por un suceso dramático, cuando en medio del desespero el investigador germano le administró a su hija una sustancia —distinguida inicialmente como un tinte—que presumía podía ayudarle a eliminar una infección grave que inevitablemente le causaría la amputación de uno de sus brazos, y probablemente la muerte.

Posteriormente la penicilina llegó a ser usada en la práctica médica cuando fue factible su producción en mayor escala, favorecida por los trabajos del australiano Howard Florey, asociado al alemán Ernst Chain. Estos dos científicos, junto a Fleming, compartieron el Premio Nobel en 1945 por el descubrimiento de la penicilina.

* Doctor en Ciencias Médicas y especialista de Segundo grado en Medicina Interna

Fuentes:

Hollis, A. et al. (2013): Preserving antibiotics, rationally. N Engl J Med; 369: 2474-6.

Yazdankhah, S. et al. (2013): Historien om antibiotika. Tidsskr Nor Laegeforen; 133: 2502-7.

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