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¿Prefieres el mango verde o maduro?

Madurez es percibir correctamente el mundo y no pedir demasiado a los demás. La edad no siempre determina Pregunte sin pena

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«Volar es mucho más que haber crecido / y madurar a veces es la trampa». Dúo Buena Fe

Cierta vez le preguntaron a Sigmund Freud: ¿De qué debe ser capaz una persona madura? Y el famoso psicoanalista respondió: De amar y trabajar.

Ambas actividades son importantes para el ser humano, pero por sí solas no agotan la dimensión de este concepto, que ejerce tanta influencia en la formación de la personalidad de cada individuo. El diccionario recoge más de 20 ideas afines a madurez, entre estas: prudencia, sabiduría, seriedad, discreción, ser un adulto en sus cabales... La vida prueba que hay mucho más.

Mujer en flor, autora Liang Domínguez, colografía iluminada, Salón CuidArte. Para expertos como el psicólogo George. W. Allport, autor del libro La personalidad, su configuración y desarrollo, un ser maduro es aquel que «domina activamente el ambiente y posee la capacidad de percibir correctamente al mundo y a sí mismo; nunca pierde el contacto con la realidad y no pide demasiado de los demás».

Alcanzar ese estado ideal exige que cultivemos el carácter y la conducta. Solo que, al decir de Allport, difícilmente hallaremos un modelo único, una persona concreta, que englobe todas las cualidades deseables.

Diversos estudios —como el realizado por el Centro de Investigaciones sobre la personalidad, de la Universidad de California— catalogan como maduros a quienes logran una adecuada organización de sus actividades dirigidas a un objetivo, poseen mayor vitalidad, son firmes, adaptables y más resistentes al estrés.

Por lo general, estas personas tienen un alto sentido de la ética, son tolerantes, responsables, de fuertes principios, su conducta es menos defensiva, egoísta o desconfiada, y por lo tanto logran ser felices buena parte del tiempo.

Personalidades históricas o actuales cuya madurez es elogiada por todos, tienen como rasgos comunes el no sentir miedo ante lo desconocido, el respetarse a sí mismos, a los demás y a la naturaleza, y además el don de apreciar las artes, las oportunidades y las alegrías de la vida.

A cualquier edad, la expresión de la sexualidad de estos individuos va más allá de la simple reducción de tensiones emocionales. No son mojigatos ni reprimidos, pero tampoco mueren por no tener a alguien en sus brazos. Los impulsos sexuales no les avergüenzan, pero evitan dejarse arrastrar en conflictos con ellos mismos y con la sociedad.

Estas personas demuestran una gran capacidad para disfrutar la intimidad, ya sea con las amistades o en las relaciones de pareja. Logran ser independientes, huyen de la murmuración, la intromisión o el aferramiento, y prefieren respetar el espacio de cada cual para ejercer su identidad y crecer en el plano espiritual y social.

Por eso repudian las constantes quejas y críticas. Los celos y los sarcasmos les resultan tóxicos, propios de la inmadurez que caracteriza a seres posesivos que solo se ocupan de sí mismos, de su micromundo, y a los que el sentimiento ajeno les resulta peligroso o insignificante.

Cuestionarse constantemente lo justo o injusto de la vida no denota madurez, dicen los expertos, y mucho menos confundir el fin con los medios, o utilizar procedimientos inadecuados para lograr sus propósitos.

Cuando un ser inmaduro da amor, lo hace por lo general en los términos que le convienen, según sus condiciones, y los demás han de pagar por ese «privilegio». Pero el precio, muchas veces, es renunciar a uno mismo y a la felicidad.

CON TANTOS PALOS QUE NOS DA...

Como es lógico, madurez no significa perfección, pero aún en circunstancias desfavorables estas personas se mantienen más próximas al ideal de comportamiento civilizado, gracias a su creatividad y su buen humor.

Claro que sufren episodios de ira o impaciencia, pero estos pasan pronto. Entonces tienden a ser más empáticos con los demás, a ponerse en su lugar y mostrarles afecto.

Mientras más conocemos nuestras cualidades desfavorables, menos las proyectamos en otras personas. Ser sociable es uno de los primeros signos de madurez, que debe entrenarse desde la infancia. En el roce con otros puede haber dolor, pero no todo atentado contra el orgullo es una invitación al caos, y saberlo ayuda a dominarse.

Aunque resulte paradójico, rara vez una vida llena de comodidades conduce a la madurez. Las vivencias negativas fuerzan la encrucijada entre desarrollo y empobrecimiento de la personalidad. Todo depende de cómo afrontemos esa situación, que puede tratarse de una ruptura familiar, la pérdida de un gran amor o de un ser muy querido —por muerte o porque decidió alejarse de nosotros—, un sueño que se derrumba, un proyecto que tarda en materializarse, o hasta ese colega que nos pone las cosas más difíciles por mezquindad, o porque cree estar haciéndonos un favor.

El devenir de los años ayuda a crecer psicológicamente, pero no siempre experiencia y madurez van de la mano. Actitudes egocéntricas desmienten la edad cronológica de algunos adultos, mientras que con frecuencia encontramos adolescentes cuya personalidad sensata y bien equilibrada provoca esa sensación de que han crecido demasiado pronto.

A veces hasta nos preocupamos de que pudieran estar «quemando» etapas, pero es normal en la adolescencia que cada individuo se adentre en una interminable búsqueda de sí mismo, a su ritmo y por caminos únicos.

La madurez progresa en la medida en que nuestras vidas dejen de estar centradas en la satisfacción de necesidades inmediatas e individuales. Sin renegar de nuestras más puras ambiciones, se amplían los intereses y razones para existir en sociedad.

Según Allport, cuando alguien cita ejemplos de personas maduras, casi nunca piensa en quienes forman parte de su familia. Lo común es hablar de extraños, y sobre todo referirse a gente del sexo opuesto.

Tal vez la cercanía afectiva y el conocer las flaquezas y defectos de nuestros congéneres resta objetividad al análisis. De ahí que en muchos hogares no se valore con justicia la evolución de sus adolescentes, y se reciba con sorpresa o temor la «repentina» decisión de ellos de desmarcarse en materia de amor, amistad o gustos personales.

Escucharles con respeto y no coartarles sin motivo es vital en estos casos, porque el sentido de la vida comienza a moldearse desde esa etapa, en la que forjarán sus propios criterios, paso esencial para independizarse poco a poco del grupo, las modas y las corrientes que les rodean.

Las personas maduras son actualizadoras de sí mismas, y si cambian de idea es porque llegan a entender otros puntos de vista, no bajo el efecto de halagos, críticas o presiones.

Ayudar a otros a desarrollar su asertividad es un signo de madurez: si defendemos nuestro derecho a expresar opiniones y sentimientos propios, también debemos mostrar consideración por los del resto, y si algo nos contraría, es preciso sofocar nuestra frustración, aceptar la culpa, sea de quien sea, como un reto, y buscar soluciones dignas.

La resignación ante lo inevitable es también una oportunidad para ayudarnos a crecer, pues cuando todo se ha perdido, hay que tratar, al menos, de no perder esa enseñanza.

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