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La ubicuidad de Fidel

Cuba se tensó la noche del 31 de julio. De casa en casa se repartió la alarma por el repentino quebrantamiento de la salud de Fidel, acostumbrados como estamos a compartirlo todo: los panes y los peces, la alegría, las carencias y molestias. Hasta el sufrimiento.

Acá en ciudades y campos aún no salíamos del estupor, ni habíamos descifrado todavía las señales de fortaleza y confianza que trasuntaba la Proclama del Comandante y la serena decisión de delegar temporalmente sus cargos; cuando ya en Miami el carnaval del odio arrollaba por las calles presagiando el final por enésima vez.

Para los que estamos de este lado del Malecón, tales muestras de los que pretenden capitalizar a la fuerza el sentir de la emigración cubana serían más que suficientes para vaticinar la orgía revanchista que sobrevendría desde allá, de desaparecer la Revolución. El rencor añejado e impotente no escucha ni distingue, ni se detiene en escrúpulos.

Por contraste con la saña, recuerdo el respeto y la piedad martianos con que mi padre —fidelista sin llegar al rojo hasta el final de su vida— reaccionó ante el asesinato en 1963 de JFK, el hombre que dio luz verde a la agresión mercenaria de Girón. Un enemigo político, pero un ser humano.

Una vez más Cuba escapa a los presagios apocalípticos de la derecha cubanoamericana. Las horas transcurridas desde la difusión de la Proclama, en una noche histórica por su amargura, nos evidencian que donde sus delirios suponen la vulnerabilidad, ahí está el vigor siempre renovado de la sociedad cubana. En un momento tan difícil, el país ha dado una prueba suprema de madurez y serenidad. Esa es la prueba mayor de lealtad.

Y es que más allá de las contingencias y reveses, siempre volvemos los ojos a lo que nos ha sostenido. A Fidel le falló la voz en un temprano discurso, y nunca ha dejado de proclamar su verdad. Se desvaneció otro trágico día y se levantó firme de nuevo. Su rodilla se quebró en cierta ocasión, pero no de postrarse. Un 5 de agosto conjuró piedras a coraje puro. El socialismo europeo naufragó y aquí estamos como los tres Juanes salvados por la Caridad del Cobre.

La miopía del enemigo no ha sabido descifrar que la delegación por Fidel de sus cargos temporalmente, por razones imponderables, es una muestra de solidez de la sociedad cubana. El poder de la Revolución no radica precisamente en la ambiciosa poltrona de un despacho, ni en los intereses de un grupo o facción por sobre otro, sino en esa incorpórea red de identificación y sentido de pertenencia que tejen la reivindicación humana y la justicia repartida. El poder de este país somos todos.

Una vez más, Fidel ha trastocado la lógica de los enemigos. Y ante los ventajistas pronósticos de estos acerca de una Cuba sin él, ha lanzado una señal muy clara: la estructura y las columnas de esta sociedad sobreviven más allá del sustancial aporte y de la permanencia física de un hombre o un grupo de hombres. La garantía está en la obra misma, y en el pueblo que la defiende. En todo lo que está incrustado para siempre en la conciencia nacional, por encima de fisuras, grietas o puntos débiles que nos puedan entorpecer.

Un triste día, Fidel desaparecerá físicamente, pero nunca se irá de entre nosotros. Hay Fidel y habrá, repartido y multiplicado. Ese poder de la ubicuidad suyo está ya plantado, a despecho del tiempo y el espacio. A despecho de los agoreros constantes de su final.

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