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No «jubilar» la gratitud

En cierta ocasión, alguien definió al jubilado como «un eclipse de persona con una muda de ropa, vagando por las calles de la ciudad». Y acto seguido ofreció una variante menos sublime: «Un jubilado es un meruco. Todo el mundo lo acciona desde afuera, pero nadie repara en él».

Aquellas imágenes me resultaron entonces muy corrosivas, pero vaya a saber si esa persona, jubilada por demás, había experimentado en carne propia ese destierro espiritual que deparan los malagradecidos a quienes lo han entregado todo, y se van a casa a disfrutar el merecido descanso.

Allá en el apartamento 12 del edificio 12, en calle Maceo, reparto Villamil, de la localidad avileña de Morón, Antonio Gómez Morales es de esos jubilados que sufren los tristes estados de ánimo de quienes se sienten olvidados y casi proscritos.

Cuenta el veterano que luego de 40 años de trabajo ininterrumpido se jubiló en su último centro, la Empresa Provincial de Establecimientos Especiales y Servicios, Zona Norte, allí en Morón, donde laboraba en el área de Economía.

Y luego de acogerse a la jubilación, trabajó de manera voluntaria durante algún tiempo como oficinista del Centro de Elaboración de esa entidad, donde posteriormente se le hicieron consecutivamente varios contratos de trabajo por tiempo determinado. Pero ya el 31 de marzo de 2007 se dio por terminado ese vínculo laboral, pues constituía una violación de lo legislado.

No obstante, y creyendo erróneamente que hacía algo útil y bueno, Antonio le propuso a la administración seguir haciendo ese trabajo de manera voluntaria, hasta que apareciera otro oficinista. Y ya el 11 de abril, la jefa de Recursos Humanos de la empresa le reitera al administrador del centro el fin del vínculo laboral de Antonio, algo que él comprendió sin problemas.

Lo que sí le dolió sobremanera fue que en la misiva esa funcionaria indicara a la administración que a partir de esa fecha «no podrá continuar con acceso a nuestras instalaciones», pues «es una persona ajena a la entidad, por lo que usted debe hacer cumplir lo que está establecido en nuestra legislación vigente».

«Luego de 40 años trabajando con la mayor dedicación y disciplina —apunta Antonio— re-sulto expulsado como un vulgar delincuente por la nueva dirección del centro, que no se toma la molestia, al parecer, de averiguar la trayectoria de un trabajador, antes de tomar medida tan infame y humillante».

En cuanto al argumento de «hacer cumplir la legislación vigente», prohibiéndole el acceso al centro, él desconoce en qué parte de la legislación laboral cubana se validan esos métodos con los jubilados. «La política —asevera— es que se mantengan vinculados y participen de las actividades del centro, dándoles acceso también a los beneficios materiales que tengan los trabajadores, así como que aporten sus experiencias».

Antonio considera que el hecho de haber culminado su vínculo laboral no implica que, en cuanto a su acceso a ese centro, haya sido humillado ante el colectivo como persona, y como trabajador honesto que fue toda su vida. Y si Antonio se siente preterido y olvidado, algo funcionó mal. Los seres humanos no son servilletas desechables, que se usan y se botan al cesto. Lo que nunca puede jubilarse es el sentimiento de gratitud y respeto hacia quienes lo dieron todo.

Rosalía García Fuentes me escribe desde calle El Vaquerito número 3, Encrucijada, en Villa Clara. Y su carta trasunta agradecimiento.

Cuenta Rosalía que días atrás fue a Cienfuegos con su mamá, y estando allí esta enfermó. Acudieron al policlínico Área VII, donde fue atendida por el doctor Roberto Ernesto Díaz, «un joven que mostró amor por el prójimo, profesionalidad probada... un ejemplo».

Refiere ella que «en medio del susto que sentí, tenía tal seguridad en lo que aquel joven doctor y la enfermera hacían, que no sentí miedo realmente. A él mi reconocimiento, junto al de mi madre Margarita. Le deseamos éxitos en su carrera. Ya ella está bien. Gracias, doctor».

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