Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Lobo

Una mezcla hirviente de pena e indignación le inundó el rostro a Julio César Herrera. No solo por él, sino por todos, por todo. Casi siempre hay causas hondas detrás de los golpes ciegos… Y lecciones por develar, públicamente. Por eso este vecino de Calle 8, No. 24, entre 3ra. y 4ta., La Concepción, en Palma Soriano, Santiago de Cuba, decidió escribirnos.

Ocurre que el domingo 7 de marzo, a las 10:20 a.m., se encontraba Julio César en los «amarillos» de Caballería, municipio de Cueto, en Holguín, con el fin de trasladarse hacia su terruño santiaguero.

El transporte, evoca el remitente, estaba realmente escaso y había gran cantidad de personas en el lugar. Llegó un auto ligero, de empresa, de color rojo, marca Peugeot o Citröen, con matrícula OTD-041.

«Al instante me desplazo hacia el lugar donde paró para dejar a alguien y en conjunto con otro compañero le preguntamos si nos podía llevar hasta Santiago, a lo cual nos responde que no, que iba solamente hasta Palma Soriano. Le repliqué que (…) precisamente hacia ese municipio era que me dirigía; a lo que el chofer me contesta, otra vez, que no.

«En ese momento pienso que se debía a que el carro tenía algún problema, pues había levantado la tapa del motor y lo estaba revisando. En lo que se dirige a buscar agua a una cafetería cercana, el compañero que estaba a mi lado me dice que sin dinero no me van a llevar».

Pero el atribulado viandante esperó que regresara el conductor y volvió a preguntarle amablemente. Ya eran tres las personas que aguardaban junto al auto, con el mismo afán. El hombre, de manera descompuesta les dice que «no pregunten tanto, monten y hablen claro». Pero aún, ingenuamente, Julio César imaginaba que su maltrato se debía a alguna preocupación, molestia o apuro.

Una vez dentro del carro, y en marcha, el pasajero del asiento delantero repite la frase que le había dicho a Julio César, a lo que el chofer responde que por supuesto, que «lo que debían haber hecho era hablar claro y proponerle el dinero».

«Con mucha pena en ese momento le pregunté que si por los cinco pesos que me quedaban para viajar me podía hacer el favor de llevarme. De forma descompuesta y prepotente, me contesta: “¿Por cinco pesos? ¡Aquí mismo te quedas!”. Y sin mediar palabras frenó y me bajó de “su” carro, frente a todas las personas que estaban allí», se duele el remitente.

«Se podrá imaginar el sentimiento de impotencia, vergüenza, indignación, pena, no solo por la situación tan desagradable, sino por todas los que trabajan día a día para lograr una sociedad más culta, más solidaria, más justa; pena por los compañeros que de una forma u otra aportan con su trabajo y sudor (…) para que en nuestra sociedad personas como el chofer referido puedan llevar a sus niños de forma gratuita a la escuela, a los hospitales.

«(…) Pena porque siendo yo de la esfera productiva, que realizo grandes aportes, en dinero, con mi trabajo a la economía del país, haya sido humillado precisamente por un trabajador que siendo chofer, y por ende considerado como no productivo, cobra un salario que yo ayudo a crear, aunque sea de forma indirecta…

«¿Por qué tuvo que obrar de tan mala fe…?».

Uno termina de leer la misiva y recuerda aquella contundente metáfora, tan gastada en dogmáticos manuales, de que el hombre podía a veces convertirse en «lobo del hombre».

¿Cuándo y cómo actuar para desterrar, de una vez, las peligrosas lunas llenas?

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