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«Dueños» de la música

Jamás me hubiera podido imaginar que algo tan sublime me pudiera molestar. Nunca creí que añoraría tanto el silencio. ¿Será que ciertos sectores de la sociedad con la posibilidad de difundir hoy la música en Cuba (digamos, en transporte y espacios públicos) me quieren imponer a toda costa sus gustos, y además bloquearme la paz que puede ofrecer un momento de mutis?

Todo parece indicar que en nuestros días es imposible quedarse «a solas» con los pensamientos, si necesitas, por ejemplo, viajar en una guagua. Mucho menos cuando hay que moverse a otra provincia. Y ni te permitas protestar. Escucharás invariablemente: «Tienen que entendernos. Esa música que no quieren oír nos ayuda a permanecer despiertos. Recuerden que sus vidas están en nuestras manos». Así es: nuestras vidas en sus manos y nuestra espiritualidad en sus caprichosas disposiciones.

Una y otra vez se ha reiterado la misma queja, pero evidentemente una cantidad considerable de los conductores del patio solo tienen oídos para la más genuina chatarra musical, y padecen de pegajosa sordera cuando de seguir regulaciones establecidas se trata.

Todo indica que habrá que seguir esperando porque la conciencia acabe de tomar cuerpo en ellos, y porque entiendan que no tienen el derecho a someter a los viajeros, por amor al mal arte  (aunque haya algunos que lo acepten gozosos), cuando no la más ofensiva vulgaridad, temas carentes de valores estéticos y artísticos.

Es una moda que se ha propagado como mala hierba. Y que ya no es privativa de todo lo que se mueve sobre ruedas (además de guaguas, también viejos almendrones y autos modernos, bicitaxis...), sino que ahora somos testigos de la «furia» de los «reproductores-ambulantes-personalizados», una especie de individuo que se distingue por portar cualquier aparato electrónico con suficiente volumen como para aturdir a quien se encuentre a su paso.

Este propagador por iniciativa propia (por lo general de mensajes de ritmo trepidante, pero que poco aportan en cuanto a lo que expresan) aparece como un nuevo elemento que ha surgido para completar nuestro estéticamente empobrecido entorno sonoro.

No sé por qué quienes tienen en sus manos la oportunidad envidiable de poner en evidencia las razones por las cuales a Cuba se le considera la Isla de la Música, se esfuerzan en difundir, por lo general, justo lo que podría poner en tela de juicio una certeza indiscutible.

Y me pregunto: ¿Quién la ha dado tanto poder a los que se encargan de «ambientar» centros nocturnos, cafeterías, restaurantes, carnavales, hoteles donde se supone se debe reverenciar lo auténticamente cubano...? ¿No deben ellos regirse por normas? ¿Es que lo que importa es atraer a esos «superclientes» de billete abundante y alma hueca, a base de videos que atentan contra nuestra ética, moral y principios? ¿Hasta cuándo los administrativos se van a escudar en que vale todo para recaudar? ¿A qué precio? Al parecer no queda otra que coexistir con los «reproductores-ambulantes-personalizados», pero eso no debería suceder en las instituciones estatales.

Y que conste, aunque me haga «sufrir», no estoy en contra del reguetón. De hecho, sé que hay propuestas atendibles, como que a cualquiera también le asiste el derecho de hacer la música que prefiera. La cuestión está en que no es un deber de las instituciones culturales promoverla. Es como aquel que decida pintar un cuadro. El conflicto comienza cuando se exhiba en una galería, sin que reúna méritos suficientes. Porque cuando se muestra en un sitio como ese, se convierte en referente. ¡Ahí está el peligro!

Por eso no se debe tomar a la ligera la producción musical de un programa de radio o de televisión, donde se supone que, amén de divertir y entretener, se busca dinamizar las ideas, despertar sensibilidades, fortalecer valores, apuntalar nuestra cultura. Y nunca hacerle el juego a lo que dicte un mercado dominante, refiriendo que «eso es lo que pide el pueblo».

Este es un asunto que no debe quedar en manos de quien, a partir de criterios o conveniencias personales, desconozca la coherente política cultural cubana, y ni siquiera se tome el trabajo de tener en cuenta nuestras tradiciones y rica cultura, de llevar adelante una investigación de mercado que, por supuesto, considere las demandas populares, pero no haga concesiones. Es tiempo de que este poderoso «dueño» de la música comience a apostar por el arte musical de la más elevada calidad.

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