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Coloniales

Durante la Colonia, siempre antes que la escuela y a veces antes que la misma iglesia, se edificaba la valla de gallos en las poblaciones en fomento. A ella concurrían desde el hacendado opulento hasta el labriego más humilde y blancos y negros cruzaban allí sus apuestas. A las lidias de gallos se les consideró el juego cubano por excelencia. Se dice que llegó a Cuba con Colón y los primeros colonizadores lo extendieron y arraigaron. «Con un tiple, un gallo y un naipe están asegurados el gobierno y la paz de esta Isla», dijo en 1844 el capitán general Leopoldo O’Donnell, Conde de Lucena.

Entre los juegos de cartas, el más popular en ingenios azucareros y zonas agrícolas era el llamado del monte, que nació en España y se perfeccionó en Cuba a golpes de complicadas combinaciones. En clubes y casinos se jugaban el bacará, el 34 y el póker, y la ruleta era usual en ferias y romerías, en tanto que el burro, el 31 y las siete y media hacían el consumo en tabernas y billares. Se jugaba además la charada china.

Era tal la pasión por el juego de azar en la Cuba colonial que el gobierno de la metrópoli decidió explotarla a su favor. Se convirtió en banquero y creó la Real Lotería de la Siempre Fiel Isla de Cuba, cuyo primer sorteo tuvo lugar en La Habana, el 21 de abril de 1812. Se calcula que a partir de esa fecha y hasta 1898, cuando cesó la soberanía española, Madrid sacó de aquí, por ese concepto, no menos de 150 millones de pesos, suma fabulosa para la época.

Los gobernadores de provincia consideraban el juego como su más saneada y jugosa granjería. En lo que al juego se refiere, las ciudades tenían su jerarquía y, de acuerdo con ella, los garitos pagaban un impuesto clandestino a las autoridades locales, obligadas a su vez a «tocar» a sus superiores. Gobernantes hubo que cada siete o quince días recorrían su área de gobierno colectando en persona la «multa», temerosos de que sus subordinados les dieran la mala.

DEPARTAMENTOS Y PROVINCIAS

La primera división político-administrativa de la Isla de Cuba se llevó a cabo en 1607. En virtud de una Real Cédula de ese año el territorio se subdividió en dos jurisdicciones, la de La Habana, que se extendía por treinta leguas al este de esa plaza, y la de Santiago de Cuba, que comprendía todo el espacio restante.

En 1772, cuando se realizó el primer censo general de población, la Colonia se repartió en tres departamentos y 18 jurisdicciones, pero en 1850 se suprimió el departamento Central y su territorio pasó a formar parte de los departamentos adyacentes. Así ciudades como Sagua la Grande, Santa Clara, Cienfuegos, Remedios, Sancti Spíritus y Trinidad cayeron en el departamento Occidental, que contó a partir de entonces con 21 jurisdicciones, mientras otras diez correspondían al departamento Oriental: Santiago de Cuba, Baracoa, Guantánamo, Manzanillo, Bayamo, Jiguaní, Holguín, Las Tunas, Puerto Príncipe y Nuevitas.

La división político-administrativa de 1870 estableció seis provincias que se subdividían en términos municipales. Fueron Pinar del Río (25 municipios), La Habana (34), Matanzas (21), Santa Clara (27), Puerto Príncipe (5) y Santiago de Cuba (15). Aunque algunos de esos nombres variaron y desaparecieron términos municipales y aparecieron otros, esa estructura se mantuvo hasta 1976.

MIL CUEROS POR UN OBISPO

Tiempos hubo en la Isla en que, debido a la escasez de moneda y a la pobreza del territorio, el cuero y la torta de casabe se convirtieron en medios circulantes y fueron medida general de valores.

Cuando en 1660, el corsario británico Henry Morgan se apoderó de Puerto Príncipe, los vecinos de esa villa la rescataron mediante el pago de quinientos bueyes y la sal necesaria para su adobo. Antes, en 1604, el corsario francés Gilberto Girón, que había secuestrado a fray Juan de las Cabezas Altamirano, Obispo de Cuba, exigió por su devolución mil cueros pelados y una buena cantidad de arrobas de tasajo.

FACULTADES OMNÍMODAS

Nunca, durante toda la Colonia, hubo un civil al frente del gobierno de la Isla. España consideró siempre a Cuba como una base militar de operaciones en el Golfo de México y en el Caribe y de manera invariable escogió a sus gobernadores entre las filas de la milicia. A partir de 1825 la Corona otorgó facultades omnímodas a esos gobernantes. Poderes extraordinarios esos, inherentes al mando de una plaza fuerte en tiempo de guerra. Con uno de ellos, José Gutiérrez de la Concha, se puso en práctica la más brutal y arbitraria de las medidas cuando se negó a los cubanos el derecho de pedir.

En su organización marítima, Cuba era una Comandancia General de la Marina española. Tenía al frente a un contralmirante, que radicaba en La Habana y ejercía el mando durante tres años. Esa Comandancia se subdividía en siete «provincias»: La Habana, Santiago de Cuba, Sagua la Grande, Remedios, Cienfuegos, Trinidad y Nuevitas.

De los 18 primeros gobernadores que tuvo la Isla, ocho pasaron del gobierno a la prisión y algunos murieron en ella. No se sabe si por el rigor que dio lugar al escarmiento o porque la delincuencia política comenzó a disfrutar de mayor impunidad, de los 36 gobernadores que luego de aquellos 18 se sucedieron hasta la toma de La Habana por los ingleses, solo cuatro vieron interrumpido su gobierno con un fin tan desastrado.

EL QUE CORTA EL BACALAO

El tasajo y el bacalao eran renglones básicos en la alimentación de los esclavos. La fuente de energía consistía en una especie de salcocho, el funche o serensé. Tenía una base feculosa abundante —harina de maíz, plátano o boniato— y a ella se adicionaba una porción generosa de carne salada o bacalao. Con ello, dicen los especialistas, se proporcionaba al esclavo «una verdadera sensación de hartazgo». Consumían además una elevada cantidad de azúcar, en diversas formas, más plátanos y otras viandas que ellos mismos cosechaban. Algunos ingenios azucareros, enclavados en regiones ganaderas, daban a sus esclavos carne fresca, que resultaba más barata que el tasajo.

Durante la última década del siglo XVIII y la primera del XIX, el hambre hizo mella en las dotaciones de esclavos en Cuba. Las guerras napoleónicas, el conflicto anglo-americano y la gesta independentista en la América Latina, distorsionaron el mercado internacional y afectaron la compra en el exterior de aquellos productos que se destinaban a la alimentación y al vestuario del esclavo. A ello se unió una crisis interna en la producción de alimentos en Cuba y el auge de la población esclava.

La situación se hizo tan grave que los negros andaban semidesnudos y en algunos ingenios la ración se redujo a una sola comida al día —viandas salcochadas, por lo general.

Las plantaciones que carecían de una gran cocina central para preparar la comida de la dotación, acostumbraban a dar al esclavo, uno a uno, el correspondiente tasajo o bacalao crudo que ellos llevaban al bohío donde guisaban sus alimentos, escribe el historiador Manuel Moreno Fraginals. Y añade:

«Lógicamente, el encargado de cortar la carne o el bacalao y repartirlo, tenía en sus manos un poder excepcional en estos años de hambre. Hoy, transcurrido más de siglo y medio, en los sectores populares el concepto de autoridad se relaciona con la frase “el que corta el bacalao”».

COMIDA DE NEGROS

Aunque las clases altas lo comían a escondidas, el tasajo fue en Cuba, durante la Colonia, comida de negros. Todavía en 1840, en los contratos de alimentación para los trabajadores del «camino de hierro» —la línea del ferrocarril— se precisaba que la carne fresca era para los blancos, y el tasajo, para los negros.

La ración de comida para los trabajadores blancos la conformaban ocho onzas de pan fresco; nueve de arroz; tres de garbanzos y diez de carne fresca, en tanto que la de los trabajadores negros consistía en ocho onzas de tasajo; ocho plátanos machos grandes y 18 onzas de harina de maíz. En la elaboración de las comidas para blancos se agregaban, cada cien raciones, cuatro libras de manteca de puerco y dos libras de sal. Las raciones para negros incluían la sal, pero la manteca se reservaba solo si se servía harina de maíz.

CRIADOS POR TODAS PARTES

Durante la Colonia el servicio doméstico era francamente malo. La norteamericana Eliza Mc Hatton-Ripley, que vivió aquí durante años, dice en De bandera a bandera, su libro sobre Cuba, que vio por todas partes a criados calmosos que no se apuraban en sus tareas. Todo lo tenían compartimentado y cada criado necesitaba de otros criados a su servicio. Una doncella no servía más que a una señora, una nodriza solo atendía a un niño, una costurera solo cosía y remendaba para una dama, un cocinero no podía preparar una comida sin ayuda y un marmitón no bastaba para limpiar una cocina...

Una familia a la que visitó Eliza, y que no era de las más ricas, tenía 25 criados a su servicio y aun así se sentía algo inasistida e incómoda. Sus costumbres domésticas asombraban a la escritora. Dice:

«La madre y dos de las hijas tenían una doncella cada una en asistencia constante, para recoger un pañuelo o recomponer una cinta desarreglada, cuando no se ocupaban de vestir o desvestir a sus damas, cuya ocupación principal era la toilette. El mayordomo de ébano tenía tres asistentes vestidos de blanco, un cocinero preparaba las carnes; otro, los dulces y refrescos; ninguno de los dos tenía tiempo para lavar una cazuela o secar una taza. Así, varios marmitones se sentaban alrededor de ellos en espera para ayudar. Había una lavandera para la ropa blanca de la casa, otra, para las sayas y vestidos, y una tercera para la ropa de los sirvientes, y un chino que solo lavaba pantalones, chalecos y levitas. Ninguno de ellos tenía tiempo para encender el fuego o traer el agua que usaban, eso estaba a cargo de criados de menor categoría (...).

«Criados, criados por todas partes y con muy poco quehacer. Todos parecían interpretar papeles en una comedia de cómo no hacer nada».

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