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Habladurías

Imaginen cómo andarían las cosas en Cuba que en 1695 el general de galeones Diego de Córdova y Laso de la Vega tuvo que desembolsar 14 000 pesos o escudos de plata y depositar una fianza de otros 16 500 para que el rey de España lo nombrase gobernador de la colonia, cargo que asumiría con el compromiso de traspasarlo al general Diego de Viana, el antiguo gobernador, tan pronto se librase este del juicio al que se le sometía y del que se suponía saldría absuelto. Los sueldos, derechos y honorarios de un gobernador colonial no superaban entonces los 5 000 escudos anuales, de manera que Diego de Córdova tendría que apretar el paso para recuperar su inversión. Y lo hizo. Mejoró las defensas de La Habana, reorganizó sus milicias y no escatimó esfuerzos para fomentar la riqueza en el territorio: bajo su mando florecieron las vegas de tabaco, se levantaron no menos de veinte ingenios azucareros y la ganadería se incrementó de manera considerable, mientras que, por la izquierda, se adineraba. Y lo hacía tan discretamente que nadie se atrevió en su momento a acusarlo de ladrón. Cesó en el cargo en 1702 sin suscitar los odios y denuestos que debían soportar sus iguales.

Hambriento y desnudo

Cuando Salvador de Muro y Salazar, marqués de Someruelos, se presentó en el Palacio de los Capitanes Generales para anunciar que era el nuevo gobernador de la Isla, el gobernador en propiedad, Juan Procopio de Bassecourt, conde de Santa Clara, debió pensar que su sustituto había caído del cielo porque desde dos meses antes no entraba barco alguno en el puerto de La Habana.

Y es que Someruelos, perseguida de cerca por corsarios ingleses la nave en que viajaba —España e Inglaterra estaban en guerra entonces— se vio obligado a desembarcar en Casilda y desde allí a caballo, seguido por numerosos criados y sin un solo ayudante de campo, en penosa travesía, tomó rumbo a la capital. El clima, infernal, hizo más difícil el viaje, y mojado por la lluvia y sucio de fango llegó Someruelos al ingenio Holanda, próximo a Güines, donde su propietario le dio posada con tanta generosidad y fineza que el recién llegado no tuvo más alternativa que responder revelando su identidad. Venía, con sus credenciales cosidas al forro de la ropa, a sustituir a un gobernador probo y capaz, que cometió sin embargo el error de acoger en La Habana a los fugitivos príncipes de Orleans, uno de los cuales, Luis Felipe, llegaría a ser rey de los franceses. Protestó por ello la Francia revolucionaria, entonces república y aliada de España, y obtuvo el extrañamiento de los príncipes y el relevo de Bassecourt.

Por un sofocón peor que el de Someruelos pasaría el mariscal de campo Francisco Riaño y Gamboa, caballero de Santiago, cuando, en octubre de 1634, se disponía a asumir el gobierno de la Isla de Cuba: la nave en que viajaba, batida por las furias de un violento huracán, naufragó a la altura del Mariel.

La situación fiscal de la colonia alarmaba a las autoridades españolas. Contadores como Francisco Castañeda, Pedro de Armenteros y Lázaro Yáñez de Minaya habían entronizado el desorden más lamentable en las rentas y en los gastos públicos de la Isla y se imponían medidas encaminadas a reprimir malversaciones, abusos y descréditos. Riaño se alzó como la carta de triunfo de la corona para enmendar la situación en el lejano territorio, donde el intercambio comercial retrocedía al estado primitivo: el trueque prevalecía sobre la compraventa y se expandía el contrabando.

La tarea que se le encomendaba no resultaba fácil y Riaño sabía que poderosos intereses se opondrían aquí a sus propósitos adecentadores. Con más inquietudes que entusiasmo partió para cumplir su destino, pero por obra y gracia de aquel huracán su recibimiento fue peor de lo que podía esperar. Salvó la vida en tablitas, a costa de grandes penalidades, y aunque se desconoce cómo se las arregló para llegar al fin a La Habana, sí se conoce que debió presentarse ante el Cabildo hambriento y casi desnudo, pero con los documentos reales que avalaban su designación como gobernador y que el agua ni el viento lograron arrebatarle.

La hoguera del gobernador

Juan de la Pezuela apenas duró diez meses en el gobierno de la Isla a partir de diciembre de 1853. Su generosidad y nobleza, su honradez acrisolada, la serenidad con que solía tomar las decisiones aquel caballero español a la antigua usanza, como le llamó José Ignacio Rodríguez, despertaron pronto la inquina del elemento español más recalcitrante. Pezuela hizo cuanto estuvo a su alcance por proteger a los negros, al adoptar medidas enérgicas para la extinción de la trata esclavista, y defendió a los emancipados, que, aunque nominalmente libres, no eran sino esclavos perpetuos del gobierno colonial.

Una noche un vulgar delator visitó a Pezuela para denunciar una conspiración y entregarle la lista de los complotados. Estalló la ira del gobernador. Ciertamente, esas maquinaciones de los hijos del país contra España lo sacaban del paso e indignaban. Aparentemente calmado ya, preguntó a su interlocutor qué sanción, a su juicio, debía aplicarse a los conspiradores.

—¡La hoguera, Excelencia, la hoguera! —respondió el delator—. Solo en la hoguera expiarán esos traidores su delito.

—Tiene usted razón. ¡Los quemaré a todos, sin perdonar a ninguno! —repuso Pezuela con serena naturalidad.

Dicho y hecho. Acercó la lista, que no leyó, a la llama de una vela y aguardó a que el papel quedase reducido por completo a cenizas.

Libres sí, pero no

La capital de la Isla radicaba todavía en Santiago y a esta llegó en febrero de 1544 el licenciado Juan de Ávila con los despachos, expedidos por la Audiencia de Santo Domingo, que lo acreditaban como el nuevo gobernador. No solo traía el recién llegado esos papeles. Portaba además las ordenanzas de Valladolid, de agosto de 1543, que decretaban la supresión de las encomiendas de indios y otros abusos de índole parecida, que Ávila debía aplicar y hacer observar bajo su mando.

Las ordenanzas disponían la libertad de los indios, pero con condiciones. Los declaraban fieles y leales vasallos de la corona. Sin embargo, estatuían al mismo tiempo que aquel que los hubiera recibido en encomienda, si bien no podría legarlos a sus sucesores, los conservaría hasta su muerte. El gobernador hizo creer que, amparado en las ordenanzas, se hallaba animado de un alto espíritu de justicia, pero pronto —apenas 20 días después de su llegada— dejaba traslucir en una carta al rey un criterio opuesto a la emancipación.

Tenía 28 años de edad y había caído en las manos de doña Guiomar de Guzmán, viuda del tesorero Pedro de Paz, vecina principal de la primitiva villa y usufructuaria de una de las grandes encomiendas de la región oriental, a cuya casa, en Santiago de Cuba, había ido a residir. El interés, la sagacidad y los halagos que ella solía dispensarle hicieron que Ávila se parcializara a favor de los colonos de Santiago: los eximió del cumplimiento de las ordenanzas de Valladolid al tiempo que se empeñaba en aplicarlas con todo rigor en Bayamo y Baracoa. La influencia de Guiomar sobre Ávila que fue, al comienzo, discreta y apenas perceptible, creció en el transcurso de los días y llegó a su punto culminante cuando la pareja, ajena a la diferencia de edad, decidió contraer matrimonio. Entonces ya sin tapujos Ávila se identificó con las ambiciones de Guiomar e hizo suyas sus fobias y sus filias y cayó en el desafecto y en el descrédito. Las quejas de los afectados se sucedieron contra él hasta que en 1546 llegó a Santiago el licenciado Antonio Chaves con las prerrogativas reales para sustituirlo, detenerlo e investigar sus desmanes.

Otra vez Guiomar

Ardua resultaba la tarea de Chaves al frente del gobierno por las condiciones deplorables de la colonia. No tardó en escribir al rey para imponerlo de los malos tratos a los que se sometía a los indios, las discordias entre los funcionarios públicos y la arrogancia de algunos encomenderos, que, por su riqueza y poderío, se hacían prácticamente incontrolables. La Isla está perdida, decía al monarca en su carta. Y añadía: Veré cómo conciliar los problemas o ponerles remedio fuerte.

Chaves debió enfrentar a una poderosa enemiga, doña Guiomar. Al comienzo, trató ella de neutralizarlo con ofrecimientos tentadores; luego, con amenazas desembozadas. Quería evitar a toda costa que Chaves mandase a Ávila preso a Sevilla, lo que en definitiva hizo. A partir de ahí todos supieron en Santiago que el nuevo gobernador era enérgico e inexorable. Obligó a pagar lo que por diezmos, quintos y almojarifazgos adeudaban muchos de los propietarios y se empeñó en hacer respetar las encomiendas que pretendían proteger a los indios. La Audiencia de Santo Domingo lo había nombrado gobernador de la Isla, y el rey de España lo honró con su confianza al confirmarlo en dicho cargo. Pero tenía contados sus días de mando. Su carácter inflexible y su virtud acabaron por hacerse incompatibles con las ambiciones de los colonizadores, que propiciaron su sustitución.

Multado después de muerto

Diego Velázquez, capitán de los reales ejércitos, adelantado y primer gobernador de la Isla de Cuba, fue un hombre con mala suerte, tanto en su vida pública como en su vida privada. Esperaba haberse hecho cargo de un territorio rico y no encontró aquí las riquezas deseadas. Trajo a su prometida, contrajo matrimonio con ella en Baracoa, y enviudó seis días después de la boda. Todas las expediciones que organizó para expandir su poder e influencia en la Tierra Firme fracasaron y el triunfo de Hernán Cortés en México fue más de lo que pudo soportar. Murió de envidia. Le provocó una apoplejía y falleció a consecuencia de esta en Santiago de Cuba, el 12 de junio de 1524, aunque hay autores que aseguran que fue el 11 de junio de 1525.

Y aquí viene lo interesante. Velázquez, que había sido sustituido en su cargo y repuesto, pero que estaba sometido a investigación por su gestión al frente del gobierno de la Isla, fue multado después de muerto porque, decía la sentencia, no estableció aranceles e impuestos en todos los lugares, aceptó presentes y banquetes, consintió exacciones y no distribuyó con equidad las encomiendas...

Mala suerte la del Adelantado. Ni muerto logró librarse de ella.

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