Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Aunque Ud. no lo crea

Ya lo dijimos hace tiempo en esta misma página: a mediados del siglo XIX hubo en Cuba, sobre todo en Matanzas, camellos en grandes cantidades. Los utilizaban como bestias de tiro y de carga en ingenios azucareros. Llevaban la caña al central y transportaban luego las cajas o los sacos de azúcar hasta el puerto. Podían sustituir a las tradicionales yuntas de bueyes en esas faenas.

Se dice que en 1834 el propietario del ingenio San Miguel de las Caobas logró, mediante Real Orden, el permiso para introducir camellos en Cuba. Se le autorizó por diez años a que los importara libre de derechos desde las Islas Canarias, donde ya se trataba de adaptar esos animales a las condiciones climáticas de aquella región.

Parecía un animal ideal para el trabajo rudo. Apenas ingería agua y podía pasar hasta ocho días sin comer, sin contar que su resistencia era extraordinaria: con solo descansar 24 horas resultaba capaz de recorrer entre 40 y 60 kilómetros por jornada, con una carga de más de 500 libras.

Pronto otros hacendados imitaron al propietario del ingenio San Miguel y tuvieron camellos en sus fincas. Su provecho era tanto que se pensó incluso en utilizarlos en un servicio de transporte público. Pero el camello no se adaptó al medio urbano.

Otra cosa era en el campo... Allí las poderosas patas del cuadrúpedo no conocían obstáculos. Esas patas poderosas, sin embargo, eran asimismo la debilidad del animal. Se hacían extremadamente sensibles ante la picadura de cualquier insecto, sobre todo de la nigua, que se escondía en sus débiles membranas, anidaba en ellas y lo ponía fuera de combate.

Esa, y no otra, fue la razón de que aquellos animales desaparecieran de nuestra agricultura cañera y que los hacendados siguieran contentándose con bueyes y caballos.

Un cubano en el polo

¿Qué le parece si le digo ahora que no hubo que esperar al siglo XX para que un cubano llegara al Polo Norte? Pues sí. Un santiaguero llegó a esa zona en 1881. Su nombre: Joaquín Castillo Duany. El mismo en quien está usted pensando. Médico y general de brigada del Ejército Libertador, cuyo nombre lleva el hospital militar de Santiago de Cuba. Esta sabrosa historia la cuenta el teniente coronel René González Barrios en un artículo que publicó recientemente en la revista Verde Olivo, que volvió a salir luego de varios años sin hacerlo.

En julio de 1878 el sueco Nordenskjöld zarpó de Noruega en el buque Vega para bojear el Ártico por las vías del noreste. Pero en septiembre el barco quedó atrapado por los hielos y permaneció inmóvil hasta julio del 79, cuando los mismos hielos lo liberaron. Como se ignoraba el destino de su tripulación, el vapor Jeannette salió a buscar a los supuestos náufragos del Vega, y su capitán, una vez que supo de la buena suerte de Nordenskjöld y sus compañeros, decidió irse más al norte que el marino sueco y hacer el viaje polar en sentido contrario. También quedó el Jeannette a merced de los hielos y las corrientes lo arrastraron hasta la zona de congelación permanente. Allí estuvo unos 21 meses hasta que, comprimido, se hundió a 150 millas del delta del río Lena, al norte de la Siberia rusa. Sin noticias del Jeannette, pero pensando en lo peor, el Senado norteamericano aprobó un crédito para que cuatro expediciones fueran en su búsqueda.

Uno de esos cuatro buques de rescate, el Rodgers, partió de San Francisco de California, el 16 de junio de 1881. En ese barco se había enrolado de manera voluntaria el santiaguero Castillo Duany, graduado el año anterior como médico cirujano en la universidad de Pennsylvania y médico de la Marina de Guerra norteamericana.

Los tripulantes del Rodgers no encontraron indicio alguno del Jeannette. Tras rastrear el norte de Alaska pusieron rumbo oeste, a la Siberia. Cerca del delta del Lena, una explosión accidental provocó el incendio de la embarcación, y sus 35 tripulantes quedaron a la deriva en el inhóspito territorio polar ruso. Solo entonces supieron que los hombres que intentaban rescatar habían muerto, en su mayoría congelados.

No mejor la pasarían los del Rodgers. Casi todos murieron víctimas del frío, el hambre y el escorbuto. Castillo Duany resistió todas las adversidades y tuvo ánimo suficiente para hacer una serie de apuntes que publicaría luego en su libro Los hábitos y la higiene de los esquimales. Con dos compañeros, atravesó la Siberia rusa, llegó a la península de Kamchatka, cruzó el estrecho de Behring y arribó al poblado de Sitka, en Alaska. Desde allí se trasladó a San Francisco, donde lo recibieron como a un héroe y lo colmaron de honores.

Pasó el tiempo. En Santiago, en julio de 1890, Castillo ofreció un banquete en homenaje a Maceo, de paso por la ciudad, y selló su compromiso con la independencia. Posteriormente, en Nueva York, trabó contacto con Martí. En el 95 combatió bajo las órdenes de José Maceo y tras el combate de Peralejo, el general Antonio lo incorporó a su Estado Mayor. En el mismo año fue ascendido a general y se le nombró jefe superior de Sanidad del Ejército Libertador. Viajó al exterior por órdenes de Maceo. Fue subdelegado del Partido Revolucionario Cubano y asesor de su Departamento de Expediciones. Su capacidad y pericia para organizar estas fueron extraordinarias. Entró y salió de Cuba varias veces. Junto a su hermano Demetrio, aseguró el desembarco de las tropas norteamericanas en Daiquirí y garantizó el ataque a Siboney y la toma de San Juan. Enfermo y quebrantado, marchó a París. Allí murió el 20 de noviembre de 1902.

El carpintero bayamés

Una de las grandes preocupaciones del presidente José Miguel Gómez (1909-1913) fue la de consolidar el prestigio internacional de la naciente República de Cuba. Abrió legaciones y consulados donde pudo hacerlo y facilitó de manera invariable el dinero necesario para que siempre hubiese una delegación cubana en congresos mundiales donde se trataban asuntos que pudiesen contribuir al progreso de la Isla y en los que Cuba pudiera hacer sentir su presencia. No se olvide que José Miguel se percató antes que nadie de que la salud pública necesitaba de un organismo que la rigiera y esa idea lo impulsó a crear el Ministerio de Salubridad, el primero que existió en el mundo.

Pero a lo que iba. En 1910, José Miguel repartió abundante remesa de casacas diplomáticas, y la República, de guante blanco, encarnada en sus embajadores de carrera, o en enviados especiales o plenipotenciarios, visitó Argentina, México y Chile, de fiesta las tres al cumplirse cien años de sus alzamientos respectivos contra España.

Por razones que desconocemos no envió el gobierno cubano representación alguna a Colombia, que ese año celebraba el siglo del inicio de su revolución. Pero en aquellas fiestas, Cuba estuvo representada, en espíritu al menos, por un carpintero. Un carpintero bayamés. Manuel del Socorro Rodríguez. Los colombianos colocaron su ilustre efigie en el Salón de la Prensa, que se inauguró el 20 de julio, fecha de la celebración. Y es que el mestizo Manuel del Socorro Rodríguez, director de la Biblioteca Pública de Santafé de Bogotá, es el iniciador del periodismo en Colombia.

Nació en 1758. En su partida de bautismo se le consigna como blanco, pero Francisco de Calcagno aseguraba que «generalmente se le suponía mulato de condición etiópica». Muy pobre, trabajó desde muy temprano como carpintero e, imposibilitado de asistir a la escuela, aprendió a leer y a escribir en los mismos lugares donde laboraba. Con el tiempo llegaría adquirir una preparación excepcional para su época en Cuba. Fue entonces que, mediante un memorial, solicitó empleo al rey Carlos III y pidió que, antes de concedérsele, se le examinara. En el colegio de San Carlos lo sometieron a prueba en las ramas de las Humanidades y salió tan airoso que el mariscal de campo José de Ezpeleta, promovido de Capitán General de la Isla de Cuba a Virrey de Santafé de Bogotá, decidió llevarlo consigo y allí le encomendó la dirección de la biblioteca.

Bajo los auspicios de Ezpeleta, que era aficionado a las letras, Manuel del Socorro publicó, en enero de 1791, el primer número del Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, por lo que es tenido como el iniciador del periodismo en lo que entonces era el Nuevo Reino de Granada; la actual Colombia.

Cierto es que allí hubo antes (1789) otro periódico, La Gaceta de Santafé, pero de vida tan efímera que apenas se le toma en cuenta. La publicación que dirigía el cubano, en cambio, se mantuvo durante cinco años y en sus páginas vieron la luz importantes artículos sobre política, historia natural y literatura, entre otros temas.

No acabaron con El Papel Periódico las andanzas de Manuel del Socorro Rodríguez en el periodismo colombiano. A partir de 1808 dirigió El Redactor Americano. Y otra publicación que llevaba el nombre de El Alternativo del Redactor Americano. En el primero se propagaban «cuantas noticias instructivas, útiles o curiosas se adquiriesen en el Reino y fuera de él». Esto es, se trataba de un periódico. El Alternativo... tendía más a lo que son las revistas actuales, pues daba cabida a materiales extensos. Ambas publicaciones aparecieron durante tres años, y tanto fue su éxito que desde sus primeros números contaron en Santafé con más de 400 suscriptores, lo que era mucho por aquellos tiempos.

Finalmente el bayamés abrazó la causa de la independencia de América. Llevó una vida austera, dedicada al estudio y al cumplimiento de sus deberes. Habitó, desde que asumió la dirección de la Biblioteca, en una pequeña habitación del mismo edificio. Allí, en 1818, lo encontraron muerto, extendido sobre el pedazo de madera que le servía de cama y envuelto en el tosco sayal de los franciscanos.

Fue asimismo un inspirado poeta. Su poema Las delicias de España es una muestra interesante de un gongorismo elemental que el autor supo mantener sin embargo a lo largo de todas las octavas que lo conforman. Octavas que muestran a ratos, al decir de José Lezama Lima, «una calidad muy poco frecuente en la poesía de su época en Cuba».

El rubio pelo en ondas desatado/

Festivo asunto le brindaba al viento/

Que jugando con él enamorado/

Esparcido doraba su elemento:/

Tunicelas de líquido brocado/

Tejidas con divino entendimiento,/

Cubrían sus blancas carnes primorosas/

Amasadas de lirios y de rosas.

Cuando pasó en el colegio de San Carlos aquellas pruebas de Humanidades, también participó Manuel del Socorro en un concurso de escultura. Dejó al campo a los dos escultores que entonces se consideraban los más importantes de la Isla. Pero esta parte de su obra, así como sus pinturas, apenas llega a nosotros. Lezama alude a sus crucifijos tallados y a su cuadro de la Santísima Trinidad, pero los da por perdidos.

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